Una de las consecuencias de la existencia de los paraísos fiscales (se calcula que están registrados en ellos 7,6 billones de dólares) es el drenaje de la economía real hacia la financiera, aunque una gran parte de los fondos de los mismos vuelvan al circuito de la economía productiva tras su lavado. Pero hay un […]
Una de las consecuencias de la existencia de los paraísos fiscales (se calcula que están registrados en ellos 7,6 billones de dólares) es el drenaje de la economía real hacia la financiera, aunque una gran parte de los fondos de los mismos vuelvan al circuito de la economía productiva tras su lavado. Pero hay un parasitismo financiero que no vuelve a los circuitos de la economía. Esta potenciación de los paraísos fiscales ha venido complementada por la política de reducir la presión o la progresividad fiscal en los países occidentales. Los Estados se han ido financiando cada vez más con la imposición indirecta y las rentas procedentes del trabajo.
Por otro lado, existen planteamientos económicos que parten de unos supuestos cuasi decimonónicos o, por lo menos, que no integran la globalización en toda su dimensión. Esta globalización significaría la libertad de movimientos de capital y, por lo menos, la libertad de transferir los beneficios del comercio hacia los paraísos fiscales gracias a la ingeniería fiscal de las empresas offshore , sociedades cuyo domicilio fiscal es un buzón y patent box.
En estas condiciones, las teorías del comercio internacional, como si no existieran las empresas multinacionales y su desvío de beneficios independientemente de donde se produzcan, tienen un sesgo keynesiano, donde siempre el comercio basado en las ventajas comparativas fomenta para todos un aumento del bienestar.
Pero si intentamos casar las teorías de comercio con la realidad de cómo se realiza el mismo, vemos que el comercio también sirve como mecanismo por el que se drena a la economía real, la capacidad de los Estados para proveer bienes y servicios públicos y, además, aumenta la desigualdad.
El comercio mundial está basado fundamentalmente en unas cadenas de valor en las que las multinacionales operan en un mercado mundial, con transferencias de precios entre unas filiales y otras, cargando el beneficio donde menos se tribute (los paraísos fiscales) y donde a su vez sus propietarios en muchos casos son fondos y personas físicas también domiciliados fiscalmente en paraísos fiscales. Por todo ello, los grandes acuerdos de libre comercio no son buenas noticias, dado que aparentemente habrá una bajada de aranceles y una normalización de la reglamentación de los productos, un incremento del intercambio comercial sin velar suficientemente por las condiciones laborales, ecológicas e impositivas.
Por poner unos ejemplos, los CETA y el TTIP, los acuerdos transatlánticos entre Canadá -el primero- y Estados Unidos -el segundo-, ambos con la Unión Europea (y de los países de la Asociación Europea de Libre Comercio). Todos los rectores económicos de las dos orillas saben que sus multinacionales no pagan impuestos, ni en un lado ni en otro. Y sabiéndolo, los Gobiernos parecen abducidos por ellas, porque no toman medidas eficaces. Google y Apple, por poner un ejemplo, están siendo investigadas en muchos países, entre ellos España, después de llegar a acuerdos con Reino Unido y vérselas con Francia. Pero siguen con sus triquiñuelas de elusión fiscal.
La presión fiscal en un lado y otro es muy diferente. La presión fiscal europea es mayor porque hay bienes públicos universales, sanidad, educación y normas sociales mejores, vacaciones pagadas, pensiones. Un comercio que no tenga reglas, excepto la del precio, tenderá por mor de la competitividad a que el comercio iguale (a la baja) las normas sociales y ambientales. Tanto Canadá como Estados Unidos no han ratificado los ocho convenios fundamentales de la Organización Internacional del Trabajo.
Y, en cualquier caso, el comercio de esas multinacionales y sus beneficios supone un drenaje impositivo. Esto a pesar de que el presidente de EE UU, Barack Obama, haya establecido normas para intentar que las multinacionales estadounidenses repatríen beneficios logrados en el mundo (¿que no han pagado en ningún sitio?). Pero este mismo Obama mira para otro lado de las actividades que se desarrollan en el paraíso fiscal de Delaware y, como la UE, no ha apoyado que las Naciones Unidas tengan un organismo con autoridad fiscal para regular la fiscalidad de las multinacionales.
Es decir, nuestra tesis es que el incremento comercial tiene dinámicas contradictorias, un posible aumento productivo (que se realizará en aquellas localizaciones con menores costes productivos -incluyendo la seguridad social de los trabajadores-), y dada la actual situación de elusión fiscal de las multinacionales, un posible aumento de la imposición indirecta en los lugares de consumo y una disminución global de la imposición directa por los beneficios. El resultado global es un aumento de la desigualdad y una tendencia a mínimos globales de las condiciones sociales, ambientales y fiscales.
Para corregir lo anterior, y en los casos del CETA y del TTIP, deberían homologarse las condiciones reglamentarias al alza, incluyendo las laborales y ambientales y también las fiscales, sin agujeros ni guaridas fiscales o paraísos, haciendo que las empresas (y sus accionistas) paguen sus beneficios en función proporcional a las ventas, sea el país que sea.
Artículo publicado originalmente en Cinco Días
Santiago González Vallejo es economista, Unión Sindical Obrera y relaciones Externas de SOTERMUN
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