Mi tutor en Cambridge, hombre profundamente civilizado, no creía en la democracia. Admiraba mucho al director del colegio universitario por su sabiduría y perspicacia, y pensaba que el país estaría mejor bajo ese tipo de gobierno paternalista que con su actual forma de gobierno. Me dijo una vez que los miembros del colegio universitario llevaban quince años debatiendo la trascendental cuestión de cómo iluminar mejor el salón de actos, lo cual parecía salido de una novela de David Lodge. En su opinión, añadía, harían bien en dejar de pelearse y poner el asunto enteramente en manos del director. Su forma ideal de soberanía, en resumen, era una dictadura benévola, una frase que para la mayoría de nosotros es tan contradictoria como «ética empresarial».
El problema de este punto de vista es que considera la democracia en términos puramente instrumentales. Juzga los sistemas políticos principalmente en función de si garantizan los mejores resultados, sea cual sea la definición de «mejores». Esto no puede ser correcto, ya que hasta los regímenes fascistas han conseguido logros impresionantes de cuando en cuando. No se pueden analizar únicamente las consecuencias de una forma de política, en lugar de su funcionamiento interno. Lo que mi tutor parecía no entender era que la democracia no es sólo una forma de hacer las cosas, una forma que para Winston Churchill era la menos mala y para mi tutor la peor con diferencia, sino lo que Aristóteles llamaría una actividad virtuosa. Esto significa, entre otras cosas, que resulta valiosa en sí misma, no sólo por lo que pueda aportar. Aristóteles no se opone totalmente al punto de vista de mi tutor: piensa que si hay un individuo que resulta claramente superior a todos los demás, entonces lo correcto es que gobierne sobre todos ellos; pero también cree que esto resulta algo raro o inexistente.