Traducido para Rebelión por Susana Merino
En este diluvio de malas noticias económicas, el único pensamiento reconfortante es que las cosas podrían haber sido peores: el conjunto de las tres agencias clasificadoras habrían podido bajar la nota a los EE.UU., las Bolsas podrían haber caído más aún y los EE.UU. podrían haber caído en el default de su deuda.
La opinión general es que todavía existe, en este nuevo episodio de la Gran Recesión el elevado riesgo de que las cosas empeoren, sin que los gobiernos encuentren un instrumento eficaz. El primer punto es certero, pero el segundo no lo es.
Durante la crisis -y aún antes- los economistas keynesianos plantearon una coherente interpretación de los acontecimientos. Antes de la crisis, y en gran medida en los EE.UU., la economía mundial se hallaba sostenida por una burbuja. La explosión de la burbuja dejó un excedente de endeudamiento e inmobiliario. El consumo se mantendrá bajo y en ambos lados del Atlántico la austeridad garantiza que no será el Estado quién llene el vacío. No es sorprendente, por lo tanto, que en estas condiciones las empresas -aún las que tienen acceso a los capitales- se resistan a invertir.
Es cierto que quienes se preocuparon por la falta de instrumentos políticos, en parte tienen razón. La mala política monetaria que nos ha sumergido en el cenagal no está en condiciones de auxiliarnos. Pero si logramos calmar a los halcones de la inflación de la Reserva Federal, un tercer período de flexibilización cuantitativa sería todavía menos eficaz que el precedente. El que más contribuyó probablemente a generar burbujas en los mercados emergentes, sin relanzar sin embargo los préstamos ni las inversiones en los EE.UU.
El anuncio realizado por la Reserva Federal de que mantendría sus tasas testigo a un nivel cercano a cero durante los dos años próximos revela manifiestamente su desesperación ante las dificultades económicas. Por lo tanto aunque esa medida consiga poner límites, por lo menos temporalmente, a la caída de los precios de las acciones, no echará las bases de la recuperación: no son las elevadas tasas de interés las que impiden reflotar la economía.
Las grandes empresas regurgitan liquidez, pero los bancos no otorgan préstamos a las empresas medianas y pequeñas que en toda economía son fuente de creación de empleos. La FED y el Tesoro han fracasado lamentablemente en la revigorización de ese tipo de préstamos, que serían mucho más eficaces para reactivar la economía que el mantenimiento de bajas tasas de interés hasta 2015.
Por lo tanto la verdadera solución, al menos en lo concerniente a países como los EE.UU., prestar a bajas tasas de interés es sencilla: utilizar el dinero para proceder a inversiones altamente rentables. Eso reactivaría el crecimiento y generaría ingresos fiscales, reduciendo de ese modo la relación entre la deuda y el producto bruto interno (PBI) y mejorando la sustentabilidad de la deuda.
Aun con las condiciones presupuestarias que conocemos, reorientar los gastos y los impuestos hacia el crecimiento -reduciendo las retenciones salariales y aumentándoles los impuestos a los ricos, pero bajándoles también los impuestos a las empresas que invierten y aumentándoselos a las que no lo hacen, permitiría mejorar la sustentabilidad de la deuda.
Las políticas actuales se resisten sin embargo a encarar esas soluciones. Los mercados saben que la ola de bajos impuestos y de fetichismo que circula actualmente por el Atlántico norte significa que no existe disponible ningún instrumento: la política monetaria no funcionará, la política presupuestaria está trabada, el crecimiento declinará y el mejoramiento de los déficit (resultado de la austeridad) será decepcionante.
Pero, como lo muestra la degradación anunciada por Standard and Poors (S&P), también los mercados tienen su agenda política. Ningún economista se contentaría con tomar en consideración solo la columna deudora del balance. Es sin embargo lo que ha hecho S&P. Más revelador es aún el hecho de que los EE.UU. regulan su deuda en dólares y que son ellos los que controlan la emisión de billetes. No hay por lo tanto ningún riesgo de default excepto en el tipo de pantomima política que nos acaba de brindar S&P.
Los mercados se equivocan a menudo, pero el balance de las agencias de calificación no inspiran confianza, en todo caso no se justifica ciertamente que se sustituya la opinión convergente de millones de personas por el criterio de un puñado de «tecnólogos» que trabajan para una firma cuya conducción y motivaciones son problemáticos. Los dirigentes europeos tienen razón cuando acaban de pedir que no hay que fiarse demasiado de las calificaciones de esas agencias.
Europa y Estados Unidos se hallan actualmente enfrentados a excepcionales dificultades políticas. Es difícil opinar sobre cual de las situaciones es peor: la parálisis estadounidense o la tambaleante estructura política europea. Los dirigentes europeos han tomado medidas decisivas pero los acontecimientos van más rápido aún que sus ratificaciones y su puesta en marcha.
En Europa la relación entre la deuda y el PBI es más baja que en los EE.UU.; si tuviera igualmente un adecuado presupuesto común, Europa estaría en mejores condiciones que los EE.UU.
El otro problema de Europa es que hay demasiada gente que piensa que la austeridad presupuestaria es la respuesta adecuada. Recordemos sin embargo que antes de la crisis España e Irlanda registraban excedentes y una débil relación entre deuda/PBI. Aumentar la austeridad no tendrá otro resultado que desacelerar el crecimiento de Europa y acrecentar los problemas presupuestarios.
Los responsables europeos no advirtieron sino ahora que Grecia y los demás países alcanzados por la crisis necesitaban crecer y que la austeridad no es el camino.
Todo lo anterior acrecienta la probabilidad de que el Atlántico norte sufra una recesión de doble vacío, pero tampoco hay nada mágico en el número cero. La tasa de crecimiento crítica es aquella a partir de la cual deja de ahondarse el déficit laboral. El problema es que la actual tasa de crecimiento de Europa y de los EE.UU. que está alrededor del 1% es menos de la mitad de lo que se necesitaría para lograrlo.
A comienzos de la recesión, escuchamos muchas amables palabras acerca de que habíamos aprendido lecciones de la Gran Depresión y del prolongado letargo japonés. Ahora sabemos que no habíamos aprendido nada. El plan de reactivación estadounidense es demasiado modesto, poco durable y mal concebido.
No se ha obligado a los bancos a volver a prestar. Nuestros dirigentes han intentado camuflar las debilidades de la economía, temiendo tal vez que hablando francamente se corría el riesgo de destruir totalmente una confianza ya demasiado frágil. Pero la partida ya está perdida.
Ahora la amplitud del problema ha salido a la luz y ha surgido una nueva certeza: la certeza de que cualesquiera que sean las medidas que se adopten, las cosas van a emporar. Un prolongado letargo parece ser de ahora en más el escenario más optimista.
rCR