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Bolsonaro electo presidente de Brasil

¿Cómo llegamos hasta acá? ¿Para dónde vamos?

Fuentes: Herramienta (Argentina)

Algunas observaciones preliminares, teniendo Antonio Gramsci como referencia

El 28 de octubre de 2018, con cerca de 55% de los votos válidos (sin contar los nulos, en blanco y abstenciones) Jair Bolsonaro fue electo presidente de la república en Brasil. La prensa internacional osciló en clasificarlo como ultraderechista, radical de derecha, populista de derecha y neo-fascista. El contenido de sus declaraciones, en los últimos 30 años e incluso en la campaña electoral, comporta todo tipo de apología a la violencia, especialmente contra los llamados «bandidos», pero incluyendo también la apología a la tortura y a la dictadura militar, con fuertes dosis de misoginia, LGTBI-fobia, racismo y xenofobia. En el período de los últimos cinco años, él y sus hijos (también parlamentarios en diferentes niveles) usaron abundantemente las redes sociales para difundir mensajes de odio en esa dirección. Militantes de izquierda y de los movimientos sociales también son objeto de las amenazas de criminalización e incluso de eliminación física. Más recientemente pasó a compartir las pautas conservadoras asociadas a los parlamentarios electos como heraldos de las iglesias neo-pentecostales, especialmente aquellas que atacan la educación, bajo argumentos de que un «adoctrinamiento comunista» domina las prácticas docentes y de que el ambiente escolar es responsable por la difusión de una «ideología de género» que enfrenta los valores de la «familia tradicional». Es difícil, por lo tanto, cuestionar la atribución del adjetivo fascista a la ideología que Bolsonaro representa y propaga.

La elección de un fascista no significa, sin embargo, que el 1 de enero de 2019, cuando asuma el cargo, tendremos de inmediato la instalación de un régimen político fascista en Brasil. No es fácil definir ahora con exactitud el diseño de las formas institucionales que el Estado brasileño asumirá bajo una presidencia de Bolsonaro, pero es posible prever que las dimensiones bonapartistas del régimen político tenderán a acentuarse. En qué dimensión, es algo que solamente la correlación de fuerzas políticas y sociales definidas por la dinámica de la lucha de clases -lo que incluye los conflictos entre fracciones de la clase dominante y el conflicto social fundamental – podrá decir.

En este texto, el esfuerzo está concentrado en el análisis del recorrido histórico que nos condujo al cuadro actual y de las características del movimiento creado en torno a Bolsonaro que nos permiten, aun sin mayores ejercicios de futurología, apuntar los graves riesgos en el horizonte.

¿Cómo llegamos hasta acá?

Se discutió mucho sobre los métodos de la campaña electoral de Bolsonaro, que eludió los medios de comunicación tradicionales y utilizó intensamente las redes sociales y aplicaciones de mensajes, con caudaloso uso de las llamadas fake news. Fue menos comentado el uso de la violencia, especialmente en las semanas que antecedieron al ballotage, en evidente intento de intimidación a los partidarios de la candidatura de Fernando Haddad (candidato del Partido de los Trabajadores, PT). Estos elementos, aunque sean importantes para entender la campaña, no son suficientes para explicar la correlación de fuerzas sociales que permitió la emergencia de Bolsonaro como candidato presidencial con potencial victorioso.

La crisis es la llave para entender el punto al que llegamos. Mejor dicho, las crisis.

Desde 2008, la economía capitalista en escala global vivió un proceso de depresión profunda, del cual se recuperó apenas parcialmente en algunas partes del planeta. Brasil sufrió un impacto inmediato de la crisis, con la caída brusca de la tasa de crecimiento económico en el año 2009, pero pareció recuperarse rápidamente, en gran parte debido al flujo comercial con China, que se convirtió en el principal socio comercial brasileño en el siglo XXI. Estímulos al mercado interno, por la vía del  crecimiento real del salario mínimo, políticas sociales focalizadas, endeudamiento de las familias y subsidios a determinados sectores del capital también tuvieron importancia. Tales factores compensatorios perdieron fuerza gradualmente y a partir de 2014 los indicadores económicos comenzaron a presentar una trayectoria descendente, indicando que los impactos de la crisis económica se harían sentir de forma más profunda en el período siguiente. La crisis representó fuertes sacudidas en las bases de apoyo del gobierno, ejercido entonces, en el plano federal, por el Partido de los Trabajadores.

La pérdida de apoyo político del gobierno del PT, no obstante, ya había comenzado incluso antes de los síntomas de agravamiento de la crisis capitalista en Brasil. En junio de 2013, a partir de protestas contra el aumento de los precios de los pasajes de transporte urbano, en el contexto de la Copa de las Confederaciones (evento de FIFA preparatorio para el mundial de Fútbol, que ocurrió en el año siguiente), millones de brasileños fueron a las calles, en una ola de manifestaciones con una pauta fragmentada y sin una dirección unificada. Las llamadas «Jornadas de Junio» marcaron, por un lado, la emergencia de demandas populares por derechos universales – como mejoras en los sistemas públicos de salud y educación – y, por otro lado, el inicio de la ocupación de espacios por parte de un sector organizado de ultraderecha, que se presentó públicamente con pautas de combate a la corrupción.

La conmoción del apoyo social de sectores de la clase trabajadora al gobierno del PT, evidenciado por las manifestaciones de 2013, vino acompañado de un inicio del desprendimiento de fracciones de la clase dominante en relación al mismo gobierno, una vez que las protestas masivas demostraban que aquel gobierno ya no era eficiente para entregar aquello que prometía (y efectivamente había realizado en los años anteriores): la paz social basada en la lógica de la conciliación de clases.

El agravamiento de la crisis económica a partir del 2014 (año de elecciones presidenciales) creó dificultades para la reelección de la presidente Dilma Rousseff. Se registró entonces, una baja en la cantidad de votantes del PT en tradicionales reductos electorales del partido en las zonas industrializadas del Sudeste. Después de una victoria electoral muy ajustada, en que apeló a un discurso más radical de compromiso con los intereses populares, Dilma Rousseff inició su segundo mandato abandonando aquellos reclamos electorales y tratando responder a las presiones de la clase dominante comprometiéndose con su agenda económica de austeridad. La evaluación de las diversas fracciones de la burguesía parece haber sido que el gobierno del PT no sólo ya no era capaz de garantizar la paz social, como tampoco tendría la capacidad de llevar adelante tal agenda en el ritmo y la profundidad que exigían. Así, a lo largo de 2015, crecieron, con apoyo burgués, las manifestaciones anti-corrupción y contrarias al gobierno, convocadas y movilizadas por nuevas organizaciones de derecha, que emergieron después de las «jornadas de junio» de 2013.

La actuación de una fracción importante del aparato judicial-policial en una operación de combate a la corrupción que apuntó exclusivamente en las relaciones de los gobiernos del PT con sectores del gran capital – especialmente en el área de la construcción civil – suministró denuncias a la prensa, fomentando un sentimiento en parcelas expresivas de la pequeña burguesía y de asalariados medios de que los efectos nefastos de la crisis económica eran derivados exclusivamente de la corrupción  orquestada por los gobernantes del Partido de los Trabajadores. La «operación lava-jato» -versión brasileña de la «operación manos limpias» italiana- creó la cultura antipetista que terminó siendo fundamental para la ola de movilizaciones por el «impeachment» de la presidente Dilma Rousseff.

De esta forma, en el primer semestre de 2016, en base a acusaciones frágiles de ilegalidad en la matemática presupuestaria, el Congreso Nacional, bajo el liderazgo de un presidente de la Cámara de Diputados que meses después caería preso por corrupción, votó la destitución de Dilma Rousseff y abrió camino para que asuma su vice, Michel Temer. Temer se presentó con un programa de máxima austeridad y avanzó bastante en la retirada de derechos de los trabajadores, con alteraciones significativas en la legislación laboral, congelación del gasto no financiero del presupuesto de la Unión por 20 años y el inicio de la discusión de una reforma previsional que dificultará mucho el acceso a la jubilación para una parte importante de la población.

Esa destitución de Dilma vía maniobras parlamentarias, apoyadas por medidas judiciales y amplia difusión en los grandes medios de comunicación de las protestas callejeras organizadas por los aparatos de ultraderecha en la sociedad civil constituyó el primer acto de un golpe de Estado de nuevo tipo.

El grado de devastación social (desempleo galopante, crecimiento de la miseria, crisis en los servicios públicos, etc.) y la impopularidad de las medidas de austeridad del gobierno de Temer, entre tanto, no dejaron espacio para que los partidos políticos tradicionales de la clase dominante pudieran crear una alternativa electoral fuerte para  el pleito de 2018. Eso se reflejó en las encuestas que señalaban, a lo largo de todo el primer semestre de 2018, una mayoría de intenciones de voto por el ex-presidente Lula da Silva, candidato del PT. Para alejar la posibilidad de una victoria electoral petista fue acelerado un segundo acto del golpe, con la condena en tiempo récord en segunda instancia y la prisión de Lula, por una acusación de corrupción con pruebas muy frágiles.

Sin embargo, incluso con Lula impedido de competir, las candidaturas de los partidos del orden no se hicieron viables electoralmente y Bolsonaro avanzó en el vacío creado por la crisis de legitimidad abierta por el golpe. Reivindicó las movilizaciones anticorrupción y antiPT, presentándose como un outsider, a pesar de haber ocupado una banca en el parlamento hace prácticamente tres décadas, electo por diferentes partidos, todos involucrados en los escándalos de corrupción. Y acabó por retirar todas las frágiles máscaras de neutralidad del poder judicial después de las elecciones, al nombrar para el Ministerio de Justicia el juez que condenó a Lula, entonces candidato favorito en las encuestas electorales.

Una combinación de crisis en el plano económico, político y social, en la cual la legitimidad de un determinado patrón de dominación de clases se ve profundamente conmocionada, fue explicada por Antonio Gramsci a partir de la categoría de análisis «crisis orgánica» (a la cual está asociada la idea de «crisis de hegemonía»). En el Cuaderno 13 de sus escritos carcelarios, Gramsci define así la crisis orgánica:

En un cierto punto de su vida histórica, los grupos sociales se separan de sus partidos tradicionales, es decir, los partidos tradicionales en aquella dada forma organizativa, con aquellos determinados hombres que se constituyen, representan y dirigen, no son más reconocidos como su expresión por su clase o fracción de clase. Cuando se verifican estas crisis, la situación inmediata se torna delicada y peligrosa, pues se abre el campo a las soluciones de fuerza, a la actividad de potencias ocultas representadas por los hombres providenciales o carismáticos [1].

Retrocediendo en el tiempo

Para situar las formas de enfrentamiento de la crisis orgánica por parte de la clase dominante, puede ser útil evaluar procesos de larga duración, más allá de aspectos coyunturales y elementos del período reciente.

En primer lugar, es necesario reconocer que en Brasil, en su lugar periférico y dependiente en la economía capitalista global, el espacio para la construcción del Estado burgués fue condicionado: de un lado por la fragilidad relativa de la burguesía aquí instalada en relación a sus socios imperialistas de las economías centrales; de otro por su opción por el uso de la fuerza contra cualquier amenaza venida de los grupos sociales subalternos, especialmente de la clase trabajadora del campo y de la ciudad. Este tipo de situación histórica llevó a Florestan Fernandes, inspirado por el concepto de revolución pasiva de Gramsci, a definir la forma de dominación burguesa en Brasil como marcada por la permanente (y preventiva) contrarrevolución. Por eso, lejos de compromisos democráticos por principio, la clase dominante aquí instalada, recorrió frecuentemente a regímenes políticos dictatoriales, optando por lo que Fernandes definió como «autocracia burguesa» [2].

La lógica contrarrevolucionaria y la opción autocrática de la burguesía la hicieron apoyar y recurrir muchas veces a intervenciones militares. Cabe recordar que entre los países de América del Sur que tuvieran la dura experiencia de las dictaduras militares en las últimas décadas del siglo XX, Brasil fue el que menos avanzó en políticas de memoria y reparación, habiendo sido el único en que los crímenes cometidos por agentes del Estado fueron completamente ignorados, desde el blindaje impuesto por una ley de amnistía aprobada por los propios dictadores en 1979. En los últimos años, bajo el argumento de garantía de la ley y el orden, durante la realización de los llamados «megaeventos» y más recientemente de forma generalizadas, las Fuerzas Armadas fueron convocadas para realizar intervenciones en el área de la seguridad pública, especialmente en los territorios periféricos y favelas, locales de residencia de las partes más empobrecidas y precarizadas de la clase trabajadora.

En este sentido, no puede ser tomado como sorpresa que Bolsonaro llegue a la presidencia ostentando su pasado de ex-militar y cercado por oficiales superiores de las Fuerzas Armadas, presentados como bastiones del conocimiento técnico y de la moral administrativa, al mismo tiempo en que el pasado de la dictadura militar (1964-1985) es  edulcorado por su discurso.

Otro elemento importante para comprender las bases de apoyo que le permitieron a Bolsonaro ser electo, cuya dinámica se estableció a lo largo de las últimas tres décadas, es el crecimiento de la influencia política de las iglesias neo-pentecostales. En el origen de este proceso está el avance conservador en la alta cúpula de la iglesia católica, desde el Vaticano, quebrando la espina dorsal de las Comunidades Eclesiales de Base, formas de organización/movimiento popular estimuladas por los sectores progresistas católicos (en sintonía con la Teología de la Liberación). La ruptura de las CEB y de los movimientos impulsados por ellas sirvió para alejar a la iglesia católica no solamente de los sectores más organizados, sino también de los más precarizados de la clase trabajadora, abriendo espacio para el avance de las denominaciones evangélicas en este último sector.

Aunque consideremos su heterogeneidad, hay entre las denominaciones pentecostales/neopentecostales el predominio de una concepción teológico-política conocida como «teología de la prosperidad», que sustenta una ideología de adaptación al orden por medio de la idea de esfuerzo individual y fundamenta una expansión empresarial de las iglesias en diversos sectores económicos, particularmente en el de las comunicaciones. Lo que está acoplado a un proyecto político orientado para la ocupación de espacios en el aparato de Estado por parte de líderes religiosos con posturas conservadoras en relación a las costumbres y, en la mayoría de las veces posiciones alineadas al neoliberalismo en el debate político económico.

Cabe resaltar, más allá de eso, la cuota de responsabilidad que el Partido de los Trabajadores tuvo en sus 13 años y medio de gobierno federal para el desenlace final del proceso. En especial porque, durante sus gestiones, el PT trabajó para vaciar el poder  contestatario de los sindicatos y movimientos sociales en general, buscando reducirlos al papel de correa de transmisión del gobierno, llegando inclusive a usarlos como diques de contención de las movilizaciones de los sectores de la clase trabajadora que se opusieron a políticas gubernamentales. Desarmaron así, las que podrían ser las principales trincheras de resistencia al avance reaccionario de los últimos años.

En el gobierno federal, el PT completaría un recorrido que comenzó a trazar bastante antes, cuando a lo largo de los años 1990 ganó un espacio institucional cada vez mayor, en gobiernos de estados, municipalidades y órganos legislativos. En la formulación de Eurelino Coelho, un estudio muy influyente, inspirado por la categoría gramsciana de «transformismo», las direcciones petistas: reemplazaron la actividad de organización de la clase como sujeto político independiente (consciente de su personalidad histórica) por la reorganización del Estado burgués. Su nuevo proyecto político es restauracionista, una concepción de mundo que, a pesar de la retórica a veces radical, prioriza la preservación del orden [3].

¿Para dónde vamos? Advertencias de Gramsci

Empecé este texto afirmando que Bolsonaro es un fascista (o neo-fascista). Es importante precisar mejor esa idea. Partimos del presupuesto de que a pesar de la derrota del Eje en la Segunda Guerra Mundial, con la consecuente derrocada de los regímenes fascistas más importantes en Europa, continuaron surgiendo ideologías y movimientos fascistas, manteniendo ciertas normas de contacto con sus matrices del período entre guerras, pero también desarrollando particularidades en respuesta a su propio tiempo histórico (como, de hecho, había peculiaridades que distinguían los diferentes matices del fascismo «clásico» de las décadas de 1920 y 1930). Estudiando el neofascismo estadounidense en el período más reciente, Tatiana Poggi lo asoció a respuestas políticas a contextos de crisis capitalista en tiempos neoliberales, definiéndolo a partir de: un concepto de fascismo que atraviese las barreras temporales de entre guerras y espaciales de Europa, un concepto pautado en la naturaleza del fenómeno generado por un contexto de crisis sociales profundas y marcado por el autoritarismo, nacionalismo, anticolonialismo, antiliberalismo, espectáculo político, xenofobia, defensa feroz de una colectividad mitificada» [4].

Toda la campaña de Bolsonaro fue basada en la creación de (falsos) enemigos y en un recetario de violencia para combatirlos. Dos puntos entre los muchos que listamos en el inicio de este artículo, merecen destacarse. El primero es el de que la violencia y la criminalidad endémicas en la sociedad brasileña serían resultado de la indulgencia de las autoridades y que la solución para el problema sería una dosis mayor de violencia por parte del Estado – con la autorización a las fuerzas policiales para matar los «bandidos» – y la autorización para que los ciudadanos tengan facilidades para obtener el porte de armas y puedan reaccionar a tiros frente a las amenazas a sus familias y propiedades, sin temer por consecuencias. El segundo punto central fue la asociación entre políticas educacionales, ambiente escolar y profesional de la educación con un supuesto «adoctrinamiento» ideológico y, especialmente, un ataque a los valores de la familia tradicional, supuestamente incentivando comportamientos sexuales «desviantes» del modelo presentado como moralmente adecuado [5]. Los gobiernos del Partido de los Trabajadores y la gestión de Haddad en el Ministerio de Educación fueran responsabilizados por el discurso de campaña bolsonarista, tanto por la clemencia en el combate al crimen, cuanto por el ataque a los valores de la familia tradicional en el ambiente escolar. Son elementos ideológicos de este tipo que cimentaron un apoyo de masas a la candidatura neofascista, creando un caldo cultural de justificativa de la violencia (del Estado y privada) y de moralismo conservador.

También afirmamos en la introducción de este artículo, que la elección de un neofascista no significa la inmediata implantación de un régimen político de naturaleza fascista en el país. El fascismo del siglo XXI es otro (lo llamemos neofascismo o como queramos) y ciertamente posee peculiaridades, así como el tipo de crisis orgánica que enfrentamos hoy es otro. No estamos delante de un desafío histórico al capitalismo y a los Estados burgueses, como aquel abierto por la revolución de 1917.

También, es verdad que en Europa, hoy, gobiernos con participación de partidos  fascistas/neofascistas estén en curso sin rupturas más profundas con el régimen político democrático-parlamentario. Su programa es el austericidio más radical y su práctica es la violencia institucional, pero el régimen parlamentario de la democracia burguesa continua en pie.

Sin embargo, nosotros vivimos en la periferia del capitalismo y el desarrollo desigual y combinado nos legó la situación de economía dependiente y de dominación burguesa autocrática. Por eso, no es posible minimizar el significado de esta elección – tanto del punto de vista de lo que defiende y representa Bolsonaro, cuanto lo que dice respecto al tipo de apoyo que consiguió – y a los riesgos del punto de vista de la profundización de la forma autocrática de dominación de clases.

Un buen parámetro de análisis para evaluar los riesgos contenidos en la amenaza fascista representada por Bolsonaro puede ser buscado en las reflexiones de Antonio Gramsci, sobre el ascenso del fascismo en Italia durante los años 1920 [6].

Escribiendo sobre Alemania en 1932, Trotsky afirmó que, según camaradas italianos, en el comienzo de los años 1920, Gramsci había sido el único en el interior del PCI a prever la posibilidad de la dictadura fascista[7]. Es posible localizar algunos de estos alertas gramscianos en textos escritos entre 1920 y 1921, antes, por lo tanto, de la Marcha sobre Roma, en 1922, cuando la demostración de fuerzas de las milicias fascistas resultó en la indicación de Mussolini para el cargo de Primer Ministro.

Un elemento a destacar en todas las observaciones de Gramsci sobre el fascismo es su identificación de una base social – en la pequeña burguesía y asalariados medios – que dio sentido de masas a un movimiento fascista, arrastrando inclusive sectores del proletariado hacia una supuesta solución mesiánica y violenta de la crisis orgánica abierta con el fin de la Primera Guerra y los impactos de la Revolución Rusa en la Europa Occidental. En el caso italiano, el llamado «bienio rojo» y las huelgas en las fábricas de Turín, en 1919-20, en las cuales Gramsci participara activamente, constituye la culminación de la crisis, que no obteniendo solución revolucionaria abrió camino para el ascenso del fascismo. Pensando no solamente en el caso italiano, sino también en lo que ya se observaba en países como España, en que milicias armadas (particularmente grupos de ex-combatientes) eran instrumentalizadas por latifundistas y otros sectores de la clase dominante para aplastar violentamente a líderes y organizaciones colectivas que canalizaban reivindicaciones de trabajadores rurales y urbanos. Sobre el apoyo a esas soluciones violentas, Gramsci diría: ¿Qué es el fascismo, visto a escala internacional? Es la tentativa de resolver los problemas de la producción y del cambio a través de estallidos de ametralladora y tiros de pistola (…) Pero existe, en todos los países, un estrato de la población -la pequeña y mediana burguesía- que considera posible resolver estos gigantescos problemas con ametralladoras y pistolas. Y es este estrato que alimenta el fascismo, que proporciona sus efectivos [8].

Él concluye de una forma en la cual nosotros, historiadores, no tenemos como reconocer, trágicamente, los límites de nuestra intervención: También en Italia la clase media cree poder resolver los problemas económicos a través de la violencia militar; cree poder solucionar el desempleo con tiros de pistola y aplacar el hambre y secar las lágrimas de las mujeres del pueblo con estallidos de ametralladoras.  La experiencia histórica no vale para los pequeños burgueses, que no conocen la historia, los fenómenos se repiten y todavía se repetirán más allá de Italia, en los demás países. (…) La ilusión es el alimento más tenaz de la consciencia colectiva. La historia enseña pero no tiene alumnos [9].

No es preciso ir muy lejos para percibir las analogías con la situación brasileña actual. Fue la pequeña burguesía (acompañada por los asalariados medianos) quien se movilizó a partir de 2015, en grandes manifestaciones, suntuosamente acompañadas por los grande medios de comunicación empresariales para apoyar las maniobras judiciales y parlamentarias que separaron a Dilma de la presidencia. Fue esa misma base social que sustentó el discurso bolsonarista de resolución a bala de los graves problemas sociales de Brasil.

No podemos olvidar también de la advertencia de Gramsci, en relación a la forma como el fascismo se compenetró en lo que había de más atrasado y violento en Italia, para metamorfosearse en «costumbre»: el fascismo se presentó como el antipartido, abrió las puertas para todos los candidatos; y, prometiendo la impunidad, permitió que la multitud sin forma cubriera con un barniz de idealismo político vago y nebuloso el desborde salvaje de las pasiones, de los odios, de los deseos. El fascismo se tornó así una expresión de nuestras costumbres, identificándose con la psicología bárbara y antisocial de algunos estratos del pueblo italiano, todavía no modificados por una nueva tradición, por la escuela, por la convivencia en un Estado bien organizado y bien administrado. Para comprender todo el significado de estas afirmaciones, basta recordar que Italia había primado en homicidios y linchamientos; que Italia es el país donde las madres educan a sus hijos con golpes de zapatos en la cabeza, el país donde las jóvenes generaciones son menos respetadas y protegidas; que en algunas regiones italianas, parecía natural, hasta pocos años atrás, poner un bozal en los viticultores para que no comieran las uvas; que, en algunas regiones, los propietarios encerraban bajo llave a sus trabajadores en los establos, cuando estos volvían de sus trabajos, con el fin de impedirle reunirse y frecuentar escuelas nocturnas [10].

¿Sería necesario recordar que el Brasil actual es campeón en linchamientos y homicidios? ¿Que fue el último país de las Américas en poner fin a la esclavitud moderna, manteniendo y reforzando, después de la abolición, una forma estructural de racismo que se refleja en los indicadores sociales, como también en la selectividad de la violencia institucional? ¿Y que mantiene todavía altos índices de trabajo análogo a la esclavitud? El paralelo también en este caso es bastante obvio.

Gramsci también nos advirtió sobre la responsabilidad del Partido Socialista, que menospreció el ascenso del fascismo, pensando que ellos serían apenas una «suave marea» [a] ideológica, fácilmente derrotada a través de los caminos electorales/institucionales, lo que nos lleva al recuerdo de la negligencia del Partido de los Trabajadores en movilizar sus bases contra la amenaza de Bolsonaro, lo que acabó sucediendo apenas al final de la campaña del ballotage de las elecciones presidenciales visto que algunos líderes petistas llegaron incluso a afirmar que Bolsonaro era el candidato «ideal» para ser derrotado en esa instancia. También cabe recordar que Bolsonaro transitó por diversos partidos que conformaron la base de apoyo de los gobiernos de Lula da Silva y del primer mandato de Dilma Rousseff, como consecuencia del tipo de alianza política construida por el PT, con base en los elementos más arcaicos del juego político brasileño. Con la palabra, nuevamente, Antonio Gramsci: los socialistas jamás enfrentaron seriamente la cuestión de la posibilidad de un golpe de Estado y de los medios a implementar para defenderse y pasar a la ofensiva. (…) Puede ocurrir, es verdad, que los fascistas (…) imiten la táctica seguida por los socialistas cuando se ocuparon las fábricas, es decir, retrocedan y abandonen a la justicia punitiva de un gobierno de reconstrucción de la legalidad los militantes que cometieran crímenes y sus cómplices. Es posible, pero es una mala táctica confiar en los errores de los adversarios, imaginar que los adversarios son incapaces e ineptos. Quien tiene fuerza la utiliza. (…) El golpe de Estado de los fascistas -o sea, del Estado-Mayor, de los terratenientes, de los banqueros- al espectro amenazador que desde el inicio, pesa sobre la actual legislatura [11].

Resta la constatación de que la instalación de un régimen fascista  -al menos en sus términos clásicos- tendría por presupuesto la construcción de un partido fascista y eso Bolsonaro no lo tiene. O, mejor dicho, todavía no lo tiene. El PSL, partido por el cual fue electo era hasta 2018 una pequeña sigla, «de alquiler» como se acostumbra llamar. Sin embargo, eligió la segunda mayor bancada en la cámara de Diputados y debe ganar nuevas adhesiones de parlamentarios hasta enero de 2019. El partido inició, durante la campaña del ballotage, una filiación denominada «voluntarios de la patria», en referencia a las tropas brasileñas en la «Guerra de la triple alianza» contra el Paraguay.

Pero, Gramsci alerta que el fascismo se construye también por dentro de las formas del estado que lo anteceden. En la forma actual del régimen democrático brasileño, cada vez más blindado contra las demandas de la clase trabajadora, cada vez más corrompida por la autocracia de los jueces y de las fuerzas policiales [12], salta a la vista la analogía con la situación descripta por Gramsci para la Italia de su época: los fascistas solo pudieron realizar sus actividades porque decenas de millares de funcionarios del estado, en particular los organismos de seguridad pública (comisarios, guardias, carabineros) y de la magistratura, se tornaron sus cómplices morales y materiales. Estos funcionarios saben que el mantenimiento de su impunidad y el éxito de sus carreras están estrechamente ligados a los destinos de la organización fascista, y, por eso, tienen todo el interés en apoyar el fascismo en cualquier tentativa que este realice en el sentido de consolidar su posición política [13].

Reafirmando que no se vislumbra de inmediato en el horizonte el cambio más radical del régimen democrático vigente en Brasil en dirección a una dictadura de tipo fascista, sin, mientras tanto, menospreciar las muchas y graves señales de alerta sobre la amenaza Bolsonaro, la conclusión que nos resta es la de la centralidad de construcción de frentes unitarios antifascistas, involucrando organizaciones políticas, movimientos sociales y sindicatos de la clase trabajadora y sus eventuales aliados. Lo que no significa renunciar a la crítica del rol representado por el PT en sus años de gobierno inclusive después del golpe de 2016, reforzando siempre una creencia en las reglas democráticas, que no sirvieron de nada cuando Dilma fue derrocada, ni cuando Lula fue preso, ni en la forma en que se dio la campaña electoral de 2018. Se trata de mantener en pauta, inclusive en las duras condiciones que se presentan, la necesidad de reorganización de la izquierda socialista y de los movimientos de la clase trabajadora, en dirección a la superación de los límites programático-estratégicos y de la práctica  política petista.

Esa posibilidad está en el aire.

El futuro también será de luchas

A título de consideraciones finales, vale presentar otro lado de la situación.  Bolsonaro tuvo la mayoría de los votos válidos, pero la suma de los votos de Haddad, votos nulos, blancos y abstenciones fue superior a 60%. El respaldo electoral que recibió fue significativo, pero no absolutamente mayoritario.

La campaña electoral también reveló un potencial de resistencia en el período venidero. Apuntamos algunos ejemplos de ese potencial. En las urnas, el único partido a la izquierda del PT con representación parlamentaria -el Partido Socialismo y Libertad (PSOL)- duplicó su bancada en la Cámara de los Diputados (eligió 10 diputados) y sobrevivió a la nueva cláusula de narrera impuesta por reformas en la legislación que rige los partidos políticos. En las primeras semanas después de las elecciones, muchas personas han buscado al PSOL para afiliarse.

En las calles, durante la campaña de la primera vuelta, una articulación espontánea en las redes sociales dio origen al Movimiento de Mujeres Unidas contra Bolsonaro, al cual adhirieron los movimientos feministas y sus representantes en las organizaciones de izquierda. Tal movimiento constituyó, en la práctica, un frente único antifascista de alcance nacional, que puso millones de personas en las calles el 29 de septiembre y centenas de millares el 20 de octubre (una semana antes del ballotage). El movimiento de mujeres, en Brasil como internacionalmente, tiene y tendrá un rol central en la reorganización de las luchas antisistémicas.

En la última semana de campaña electoral, multitudes salieron a las calles en actos de cierre de la campaña de Haddad, pero aún más importante fue el movimiento de millares de personas que hicieron campaña puerta a puerta y otro tanto que armaron mesas en las plazas ofreciéndose para conversar con electores indecisos, en una movilización de base, como no se veía en Brasil desde la elección de 1989 (la primera elección directa después de la dictadura). Esa disposición militante y el método de convencimiento por la base serán más necesarios que nunca para resistir a las amenazas de eliminar derechos, como la que representa la reforma previsional, que volvió a ser pauta con la elección de Bolsonaro.

Los estudiantes también protagonizaron movimientos de resistencia en las universidades públicas. Su movilización será fundamental, pues el núcleo central del gobierno que Bolsonaro armó, está repleto de empresarios y defensores de la enseñanza superior privada.

Más allá de eso, en los primeros días después de las elecciones, actos y plenarios en las principales capitales (muchas de ellas en Universidades) indican que hay muchas personas buscando construir, desde ya, la resistencia organizada a las medidas anunciadas por  Bolsonaro y a la amenaza mayor de una profundización de las dimensiones autocráticas del Estado brasileño. El Movimiento de los Trabajadores Sin Techo, que vertebró un frente de oposición al golpe de 2016 y al gobierno Temer, y lanzó Guilherme Boulos (su principal figura pública) como candidato a presidente por el PSOL, tendrá un papel importante a cumplir. La entrada en escena de los sindicatos, retardada en función de su propia fragilidad frente a años de colaboración de clases y a los ataques más recientes a los derechos laborales, sumados al crecimiento del desempleo, será fundamental.

Desafíos inmensos y apenas la certeza de que organizaremos luchas y resistiremos.       

Nota de traducción

[a] El autor utiliza la palabra «marolinha», también usada por el ex-presidente Lula da Silva  para explicar las consecuencias de la crisis del 2008 en América Latina.

Notas

[1] Antonio Gramsci, Cadernos do Cárcere, vol. 3, 3ªa ed., Rio de Janeiro, Civilização Brasileira, 2007, p. 60.

[2] Florestan Fernandes, A revolução Burguesa no Brasil, Rio de Janeiro, Zahar, 1976.

[3] Eurelino Coelho, Uma esquerda para o capital, São Paulo, Xamã/Eduefes, 2012, p. 329.

[4] Tatiana Poggi, Faces do extremo: uma análise do neofascismo nos Estados Unidos da América (1970-2010), Curitiba, Primas, 2015, p. 103.

[5] El ejemplo más notable de este tipo de argumento en la campaña fue la insistencia de Bolsonaro y sus seguidores en asociar un libro comercializado en librerías llamado «Aparelho Sexual e Cia.» y el proyecto – formulado, pero no implementado (por presión de la bancada evangelista en el  Congreso) por el gobierno federal hace algunos años – «Brasil sin Homofobia», como partes de un inventado «Kit Gay» que habría sido distribuido en las escuelas públicas para niños en educación inicial. A pesar de todos los desmentidos del Ministerio de Educación, la prensa e incluso de decisiones de la Justicia Electoral prohibiendo la difusión de esas mentiras, ellas continuaron pautando el debate político y una encuesta reciente mostró que más del 80% de los electores de Bolsonaro creen en esa historia. Ver la nota al respecto en la página Congresso em Foco, https://congressoemfoco.uol.com.br/eleicoes/pesquisa-mostra-que-84-dos-eleitores-de-bolsonaro-acreditam-no-kit-gay/?fbclid=IwAR2Y-wOoUpGF1ocNI9hTNgNBF17PknUvjFkg9ytr2P6hNK5wDOUeCuV8pSQ, última consulta en octubre de 2018.

[6] Esa lectura de Gramsci me fue sugerida por Gilberto Calil, que la desarrolló en una serie de artículos de su autoría sobre Gramsci y el fascismo. Ver por ejemplo, G. Calil, Gramsci y el fascismo: elecciones, gobierno y dictadura, 3/11/2018, Esquerda Online, https://esquerdaonline.com.br/2018/11/03/gramsci-e-o-fascismo-eleicao-governo-e-ditadura/, última consulta noviembre de 2018.

[7] Leon Trotsky, What next: vital questions for the German proletariat (1932), conforme https://www.marxists.org/archive/trotsky/germany/1932-ger/index.htm, última consulta noviembre de 2018.

[8] Antonio Gramsci, Escritos Políticos, vol. 2, Rio de Janeiro, Civilização Brasileira, 2004, p. 46.

[9] Ibidem, idem, p.48. (cursiva nuestra)

[10] Ibidem, idem, p.57.

[11] A. Gramsci, Escritos Políticos, p. 67.

[12] Felipe Demier desarrolla la categoría de análisis «democracia blindada» en O longo bonapartismo brasileiro (1930-1964), Rio de Janeiro, Mauad, 2013.

[13] A. Gramsci, Escritos Políticos, p. 66.

Marcelo Badaró Mattos es Profesor Titular de Historia de Brasil en la Universidad Federal Fluminense, investigador del CNPq y miembro del Núcleo Interdisciplinario de Estudios y Pesquisas (investigaciones) sobre Marx y el Marxismo (Niep-Marx, UFF).