El final de la presidencia de Hugo Chávez coincidió en Venezuela con la creación de un contrato social un tanto difuso. No era muy distinto del contrato social que sustentó al socialismo real durante décadas, tal como cuenta Michael Lebowitz en su libro Contradictions of Real Socialism.
En ambos casos una vanguardia garantizaba cierto nivel de bienestar a las masas a cambio de su apoyo pasivo. Es importante señalar que lo que las masas ofrecían a cambio de bienestar material y dignidad era su apoyo al gobierno, pero no su participación. Aunque la participación había sido un principio fundamental del Proceso Bolivariano encarnado en la constitución venezolana de 1999, fue gradualmente marginada al final de la primera década del siglo XXI.
El proceso por el que se abandonó la participación ciudadana en el proceso revolucionario venezolano ha sido poco estudiado y poco comprendido. Sin embargo reviste una crucial importancia. En su mayor parte, fue liderado por los cuadros medios, que sistemáticamente, de forma gradual y reiterativa, desbarataron las estructuras orgánicas de base del movimiento bolivariano y del Partido Socialista Unificado de Venezuela (PSUV) con el fin de proteger su propio poder. Las estructuras orgánicas del poder popular –incluyendo los círculos bolivarianos creados antes de la elección de Chávez, los grupos de diez miembros que actuaron para dar forma al referéndum de 2004, y los “batallones” del partido creados en 2007– fueron tomando forma durante las diversas campañas electorales. Desafortunadamente, después de que cada una de estas estructuras organizativas alcanzara sus metas a corto plazo, los cuadros del partido las disolvieron, bloqueando así la formación de expresiones de base del poder popular, para inventar posteriormente otras nuevas cuando surgían nuevas tareas.
El efecto general de este proceso reiterativo fue el de erosionar y, en último término, derrotar al poder popular, que regresaba cada vez más debilitado tras cada nueva oleada de desmovilización. El resultado fue la consolidación del arriba mencionado contrato social, que implicaba el apoyo pasivo al gobierno en tiempo de elecciones a cambio de bienestar material. El proyecto respaldado por este acuerdo fue llamado “socialista”, aunque en realidad poco tenía que ver con los verdaderos objetivos socialistas. Esto se debe a que un proceso socialista, si pretende ser significativo y duradero, debe activar el protagonismo popular y la promoción del desarrollo humano integral.
Un ejemplo claro del carácter de este falso quid pro quo “socialista” consolidado al final de la primera década del proceso bolivariano fue la muy aclamada Gran Misión Vivienda Venezuela. Se trató del último gran proyecto de Chávez que alcanzó resultados concretos. Era un gigantesco plan de construcción de viviendas que proporcionó más de 2,5 millones de hogares a venezolanos necesitados. Sin embargo, lo hizo sin la participación ni el empoderamiento de las masas. Los beneficiarios recibían las llaves en actos públicos, pero no participaban en la conceptualización ni en la planificación, y tampoco en la realización del proyecto.
Esta era la situación y la base del poder que Maduro heredó cuando fue elegido presidente en 2013. Sin embargo, enseguida se vio que era imposible de mantener. La caída de los precios del petróleo en 2014, el aumento de los ataques financieros al país y las sanciones de Estados Unidos y la Unión Europea iniciadas en 2015 impidieron al gobierno mantener la provisión de bienestar al pueblo, su parte del contrato. Paradójicamente, sin embargo, los ataques de EE.UU. al país, y en concreto las crueles sanciones petroleras, ofrecieron a Maduro y a su gobierno una salida. Puede que el tren del bienestar “socialista” estuviera avanzando sin combustible y que la gente se sintiera cada vez más insatisfecha, pero la cobertura que proporcionaron los ataques desde el exterior permitió a Maduro y a su equipo buscar ayuda en otro sector. En concreto en el sector compuesto por aquellos miembros del movimiento, del partido y de sus aliados que querían establecer negocios para iniciar y expandir el desarrollo capitalista.
Y esa es exactamente la dirección que tomaron Maduro y su gobierno. Incapaces de satisfacer el contrato social existente y a riesgo de perder apoyo popular, ahora podían culpabilizar de la situación económica a las fuerzas externas y neutralizar así la mayor parte de la disidencia popular, al tiempo que buscaban nuevos apoyos en una emergente clase capitalista.
¿Existía alguna otra alternativa? La otra opción habría sido recurrir a las masas, reinstaurar la participación popular para forjar de ese modo un nuevo contrato con las masas auténticamente socialista que no estuviera basado en un aumento del bienestar material sino en la participación y el protagonismo revolucionario. Pero el gobierno y el partido percibían el riesgo de esta opción, que habría amenazado el poder consolidado de los cuadros medios y superiores, pero que también chocaba contra el sentido común que tiende a impregnar la burocracia venezolana, un sentido común que proviene del pasado y que se infiltra a partir del contexto capitalista global, haciendo que los funcionarios gubernamentales desconfíen de las capacidades y la racionalidad de las masas.
En realidad, el mismo Chávez llegó a tener en el último periodo de su presidencia la misma aversión a los riesgos que Maduro muestra actualmente. En ningún lugar fue más evidente este rasgo que en sus políticas hacia la vecina Colombia. A partir de 2007-2008, Chávez decidió promover un proceso de paz que conduciría a la desaparición de la guerrilla de las FARC, que llevaba 50 años combatiendo. En lugar de pensar en una radicalización de la guerrilla, que podría haberse efectuado trasladando los principios fundamentales del proceso bolivariano de participación y protagonismo popular a un contexto diferente al que Chávez estaba acostumbrado –un contexto definido por la lucha armada–, el presidente venezolano deseaba que la guerrilla hiciese un aterrizaje suave en la política legal. La lucha armada contra el imperialismo estadounidense es obviamente una empresa arriesgada, pero en su deseo por eliminarla parece que Chávez pensaba que estampar un sello de Marea Rosa (un giro a la izquierda) a la política legal podría funcionar en el país vecino. Pero era descabellado. Dicho modelo, que ya estaba en peligro en Venezuela por aquel entonces, nunca podría haber despegado del terreno en medio de la polarización existente en Colombia.
Practicar una política libre de riesgos es virtualmente una contradicción desde el punto de vista de la izquierda y, en el mejor de los casos, tiene una corta vida. Esto es así porque la seguridad que se adquiere siempre implica una mayor dependencia de la dinámica y las fuerzas del capitalismo. En la crisis que atravesó poco después de su llegada a la presidencia, Maduro tomó el camino de menor resistencia y pretendió eliminar los riesgos inclinándose hacia un desarrollo capitalista. La decisión del gobierno de reemplazar el contrato social existente para acoger a sectores capitalistas emergentes –un giro que se tomó con la excusa del brutal ataque imperialista– resulta evidente en la irónicamente denominada “ley antibloqueo”, aprobada en octubre de 2020. Se podría pensar que una ley antibloqueo intentaría cerrar filas con el pueblo venezolano para enfrentar al enemigo externo. Pero la ley aprobada por la Asamblea Nacional Constituyente no tiene nada que ver con eso, sino que traiciona su verdadero propósito al incluir cláusulas que permiten la privatización de empresas públicas sin tener que rendir cuentas a la ciudadanía.
Es importante resaltar que, en los primeros cinco años de su presidencia, Chávez ni siquiera tuvo la opción de seguir una política libre de riesgos –aunque fuera una quimera– pues el contexto geopolítico global de la época y la falta de aliados poderosos no se lo permitía. Cuando Chávez echó a andar la revolución bolivariana en 1999 se encontraba casi en solitario en el contexto mundial. Por esa razón, el único apoyo que podía tener el movimiento fue el de las propias masas venezolanas. Fue este bloque popular, movilizado gracias al liderato carismático de Chávez, el que se enfrentó a un mundo dominado por Estados Unidos. Tuvo su momento de gloria cuando consiguió derrotar el golpe de Estado respaldado por Estados Unidos en 2002 y el sabotaje petrolero que le sucedió. Sin embargo, con el ascenso de China y Rusia como potencias rivales del poder estadounidense, surgió otra opción sobre la mesa: la posibilidad de confiar en el apoyo de una emergente clase capitalista local y buscar el apoyo internacional de estas potencias rivales al tiempo que apartaba de la ecuación a las masas venezolanas.
Carece de sentido analizar una evolución histórica si no se examinan las opciones disponibles que se dejaron atrás en el camino. En Venezuela, el contrato social que definió los últimos años de Chávez –el apoyo pasivo de las masas a un gobierno que garantizaba su bienestar material– ya no es posible. Pero el giro que ha dado el gobierno actual para buscar apoyo en una emergente clase capitalista no es la única opción potencial. Las masas venezolanas todavía están vivas y efervescentes. Las prácticas de solidaridad social, los ideales igualitarios y el cuestionamiento de las actitudes hacia el liderazgo forman parte de la cultura popular venezolana desde antiguo. Estos rasgos fueron fomentados, aunque de formas contradictorias, durante la primera década de chavismo. Es posible incluso encontrar prácticas de solidaridad –junto con el individualismo que el comercio privado necesariamente implica– en el pequeño comercio y el trueque que permiten sobrevivir a los venezolanos de las ciudades. Las estrategias de supervivencia de las masas relacionadas con la salud, la alimentación y la vivienda todavía evidencian más las actitudes solidarias.
Otro importante centro de solidaridad social en Venezuela es el subconjunto de las comunas en funcionamiento, que continúan intentando producir nuevas relaciones sociales. Aunque el número de comunas activas sea relativamente pequeño, estas forman parte de un amplio movimiento de base campesina que engloba muchos de los mismos valores. Lo suyo sería hallar la manera de aumentar todas estas prácticas de solidaridad social, que representan la verdadera lógica del socialismo, y desarrollar al mismo tiempo los medios para traducir la solidaridad popular y la cooperación en participación política activa. Si se recuperara la participación –el camino que abandonó el proceso bolivariano en la última década– se produciría un importante e innovador giro hacia el socialismo genuino, más relacionado con la libertad y el desarrollo humanos y menos con el mero bienestar material distribuido a las masas pasivas. Esto último ni siquiera es ya una posibilidad en un futuro próximo, bajo cualquier régimen imaginable en Venezuela.
Conclusión: Si aumentara el peso en la sociedad de estas prácticas solidarias y estas formas organizativas, y pudieran convertirse en expresión política, el liderazgo se vería forzado a rectificar y a abandonar su giro hacia los sectores capitalistas emergentes. Todo ello implicaría graves riesgos. En cualquier caso, el camino hacia el socialismo y la liberación humana es inconcebible sin iniciativas arriesgadas, como la lucha armada que tuvo lugar en la Sierra Maestra de Cuba y el alzamiento venezolano del 4 de febrero [de 1992, encabezado por Hugo Chávez, y germen de la revolución bolivariana], ninguno de los cuales tenía muchas probabilidades de triunfar.
Chris Gilbert es profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Bolivariana de Venezuela. Es coautor del libro Venezuela: The Present as Struggle, donde da voz a las bases de la revolución bolivariana, reseñado en Rebelión: https://rebelion.org/venezuela-la-lucha-del-presente-voces-de-la-revolucion-bolivariana/
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