Estamos inmersos en una de las mayores crisis sociales y económicas que el mundo haya vivido jamás. La evidencia científica que apoya tal observación de la realidad es abrumadora. Indicador tras indicador (desde los de mortalidad de la población hasta los de empleo) muestran el enorme dolor y sufrimiento que la pandemia está causando. Y la gente lo sabe.
Los niveles de cansancio, frustración y enfado que la mayoría de la población está alcanzando en gran parte de los países a los dos lados del Atlántico Norte preocupa en gran medida a los mayores centros de reflexión de los establishments económicos y financieros, así como a los fórums políticos y mediáticos que les son afines en cada país.
De lo que no se habla en los debates sobre la pandemia
Y, en consecuencia, está teniendo lugar un gran debate y discusión sobre cómo responder a esta pandemia. Pero en este debate se empiezan a tocar temas que eran intocables hasta ahora. Me explicaré. Hay un dato que no se aborda en tales fórums políticos y mediáticos y que, sin embargo, es de una gran importancia. Sabemos ya cómo controlar, contener y, por lo tanto, superar la pandemia. Disponemos de los conocimientos científicos y de los recursos necesarios para solucionar algunos de los mayores problemas que existen y evitar tantas muertes. Es más, conocemos cómo podría controlarse la pandemia para recuperar cierto grado de normalidad. El lector debería conocer esta realidad. La ciencia sabe hoy cómo podría ir resolviéndose. Y no me refiero solo a la ciencia virológica y epidemiológica y otras ciencias básicas en salud pública, sino también a las aplicadas, como las ciencias sociales y económicas. Sé de lo que hablo. Soy también profesor de la Johns Hopkins University, incluida su bien conocida Escuela de Salud Pública, desde donde se realizan los bien conocidos estudios sobre la pandemia, conocidos y citados a nivel internacional. Y le puedo asegurar que sí, se sabe cómo controlar la pandemia. Sabemos, por ejemplo, que no podrá haber recuperación económica sin antes contener la pandemia. Ignorar lo segundo para corregir lo primero, como hizo la administración Trump, ha llevado a un desastre económico, social y de salud. No hay ningún país que lo haya conseguido. De nuevo, hay miles de datos que muestran el gran error de ignorar esta realidad. Ahora bien, el lector se preguntará: ¿si conocemos cómo controlar la pandemia y tenemos los recursos para hacerlo, por qué no se hace? Y otra pregunta que deriva de la anterior es: ¿por qué los medios no están informando sobre ello y los gobiernos no están actuando?
El silencio ensordecedor sobre por qué no se resuelve lo que es resoluble
La respuesta al último interrogante es fácil de conocer, y tiene que ver con la ideología y cultura dominantes en estos países, lo que dificulta ir más allá de lo que el pensamiento hegemónico permite considerar. Uno de estos obstáculos es, por ejemplo, el sacrosanto «dogma de la propiedad privada», que se considera fundamental para la pervivencia del orden social, marcado este último por otro dogma, el de las también sacrosantas «leyes del mercado» como mejor sistema de asignación de recursos. Estos dogmas rigen el comportamiento de los establishments político-mediáticos de la mayoría de grandes países a los dos lados del Atlántico Norte, y han jugado un papel esencial en obstaculizar el control de la pandemia.
Un claro ejemplo de ello. El porqué de la escasez de las vacunas
Tal y como indiqué en un artículo reciente ¿Por qué no hay suficientes vacunas anti-coronavirus para todo el mundo?, Público, 30.12.20, el mayor problema que existe en el control de la pandemia hoy en el mundo es la falta de las vacunas contra el coronavirus, escasez que incluso se da en los países considerados ricos a los dos lados del Atlántico Norte, lo cual es absurdo, pues los países ricos (y, por cierto, un gran número de países pobres tienen los recursos para producir tales vacunas). En realidad, el desarrollo de la parte más esencial en la producción de las vacunas más exitosas (Pfizer y Moderna) se ha hecho con fondos públicos, en instituciones públicas, en los países ricos (y, muy en especial, en EEUU y en Alemania). Esto lo reconoce nada menos que el presidente de la Federación Internacional de Industrias Farmacéuticas, el Sr. Thomas Cueni, en un artículo publicado en el New York Times hace unas semanas, «The Risk in Suspending Vaccine Patent Rules», 10.12.20, en el que afirma que «es cierto que sin los fondos públicos de agencias [instituciones públicas del gobierno federal estadounidense] como la U.S. Biomedical Advanced Research and Development Authority o del ministerio federal alemán de Educación e Investigación, las compañías farmacéuticas globales no habrían podido desarrollar las vacunas COVID-19 tan rápido». El Sr. Cueni podría haber añadido que ello ocurre también con la mayoría de grandes vacunas que se han ido produciendo desde hace muchos años (véase el artículo citado anteriormente para ver los millones de dólares y euros públicos invertidos). La parte fundamental en el desarrollo de cualquier vacuna es el conocimiento básico, que suele investigarse en centros públicos o con fondos públicos de investigación sanitaria y salubrista. La industria farmacéutica, que sin este conocimiento básico no podría desarrollar las vacunas, utiliza dicho conocimiento para avanzar en su dimensión aplicada, es decir, la producción de las vacunas. Pero lo que el presidente de tal federación internacional olvida mencionar es que, además de utilizar el conocimiento básico que los Estados han financiado, esos mismos Estados ofrecen a las farmacéuticas un gran regalo al garantizarles el monopolio en la venta del producto durante muchos años, que pueden llegar hasta veinte, lo que les asegura unos beneficios astronómicos (los más elevados del sector empresarial de cualquier país).
Ahí está el origen de la escasez de vacunas. Es tan simple como esto. La propiedad intelectual, garantizada por los Estados y por las leyes del comercio internacional y sus agentes, es la que crea una escasez «artificial» de vacunas, lo cual genera unos beneficios astronómicos a costa de no tener suficientes vacunas para paliar las graves consecuencias de la pandemia y prevenir la muerte de millones de seres humanos.
¿Qué podría hacerse?
Lo más lógico sería, que, como ha propuesto Dean Baker (el economista que ha analizado con mayor detalle, rigor y sentido crítico la industria farmacéutica internacional), los Estados que ya financiaron el conocimiento básico expandieran su intervención para incluir, además del conocimiento básico, el aplicado, produciendo ellos mismos las vacunas, lo cual sería mucho más barato (puesto que no habría que incluir en los costes de producción los enormes beneficios empresariales).
Y el lector se preguntará: ¿por qué no se hace lo que parece lógico? Pues la respuesta también es fácil. Por el enorme poder político y mediático de la industria farmacéutica a nivel nacional e internacional. Dean Baker documenta muy bien la naturaleza de estas conexiones (ver el vídeo «Dean Baker On Beating Inequality & COVID-19: Tackle Patent and Copyright Monopolies», 20.01.21, The Analysis News). En realidad, entre un gran número de expertos en salud pública en EEUU hay una postura generalizada de que el legítimo objetivo del mundo empresarial privado de poner como principal objetivo el conseguir optimizar sus beneficios económicos debería limitarse o incluso rechazarse en las políticas públicas que tienen como objetivo el optimizar la salud y minimizar la mortalidad. Esta percepción deriva del hecho que el propio EEUU muestra claramente que la privatización de la sanidad, gestionada por empresas con afán de lucro (que es la situación más común en aquel país), ha provocado un enorme conflicto entre los objetivos empresariales y la calidad y seguridad de los servicios. EEUU es el país que tiene un mayor gasto en sanidad (la mayoría, privado), y en el que hay más gente insatisfecha con la atención recibida, con un 32% de la población con enfermedades terminales preocupada por cómo sus familiares pagarán por su atención médica. La optimización de la tasa de ganancias es un principio insuficiente y enormemente peligroso para la salud de la población (la escasez de vacunas es un ejemplo de ello).
¿Estamos o no estamos en una situación de guerra, como se dice?
El lenguaje que constantemente utilizan las autoridades que están imponiendo enormes sacrificios a la población es un lenguaje bélico. Estamos luchando, se nos dice, «en una guerra contra el virus» (que la ultraderecha cataloga de «chino», intentando recuperar la Guerra Fría, sustituyendo la URSS por China). En realidad, en EEUU el número de muertes por COVID-19 es mayor que el número de muertes causadas por la II Guerra Mundial. Lo que ocurre es que los que así hablan no se lo creen. Es un recurso que utilizan para forzar un control de los movimientos de la población (lo cual me parece lógico y razonable), pero, en cambio, siguen conservando meticulosamente los dogmas liberales de la propiedad privada y las leyes del mercado, dogmas dejados de lado en el pasado en situaciones de guerra de verdad. ¿Cómo puede justificarse que los gobernantes de las instituciones de la UE (la mayoría de los cuales son conservadores y liberales) respeten el copyright de las empresas farmacéuticas que han producido la vacuna contra el coronavirus? Durante la II Guerra Mundial toda la producción industrial se orientó a la fabricación del material de guerra necesario. ¿Por qué no se hace ahora lo mismo? Si se forzara la producción masiva de tales vacunas por parte de las empresas farmacéuticas en todos los países o en grupos de países, se podría vacunar rápidamente a la población no solo de los países ricos, sino de todo el mundo.
Como era predecible, la Unión Europea, desde su Parlamento hasta la Comisión Europea y sus otros órganos de gobierno (la mayoría gobernados por partidos conservadores y liberales), se ha opuesto a ello, pues es cautiva de sus dogmas, que ya han demostrado ser fallidos durante el período neoliberal y que, a pesar de su gran fracaso, continúa siendo dominantes en los establishments político-mediáticos a los dos lados del Atlántico Norte. Al menos en EEUU, la nueva administración federal del gobierno Biden, presionado por la comunidad científica (y por las fuerzas progresistas dirigidas por Bernie Sanders), está hablando de forzar a la industria farmacéutica a anteponer el bien común a los intereses particulares. Veremos si se lleva a cabo. Sería bueno que pasara lo mismo en Europa. Ni que decir tiene que las derechas de siempre -desde Trump hasta las derechas de España (incluyendo Catalunya)- acusan a los que quieren forzar dicha producción de «sociocomunistas». Pasa en todo el mundo. De ahí que la ciudadanía debería movilizarse para cuestionar tanto dogma que está haciendo tanto daño a la población. Animo a los lectores a que se organicen y envíen textos y cartas de protesta a tales instituciones, pues de poder hacerse sí que se puede. Lo que ocurre es que su dogmatismo y creencias les impiden verlo.
Vicenç Navarro. Profesor de Health & Public Policy, School of Public Health en The Johns Hopkins University; Catedrático Emérito de Ciencias Políticas y Políticas Públicas, Universitat Pompeu Fabra; y Director del JHU-UPF Public Policy Center