Traducido del inglés por German Leyens para Rebelión
No confíen en mi persona como jugador. Probablemente ganaríais más invirtiendo vuestro dinero en credit-default swaps. No obstante, quisiera hacer una pequeña apuesta a ver quién sería la reliquia significativa del gobierno de Bush si llegara realmente a tener lugar una presidencia de Obama. No hay que perder de vista al Secretario de Defensa Robert Gates. Fue evidentemente enviado a llenar la brecha dejada por Rumsfeld a fines de 2006 para comenzar la limpieza del lío de política exterior del gobierno de Bush y – creo – para impedir que Dick Cheney y sus compinches atacaran Irán. Y esto, con algo de ayuda del embate de la realidad, parece haberlo logrado. Sigue siendo el adulto singular en el corralito de la política exterior de Bush, un hábil experto en maniobras burocráticas, por sus días en la CIA, que afirma que tiene la intención de irse de Washington en enero, pero que nunca diría «nunca» ante una oferta anticipada.
Como Obama, se ha pronunciado por una Guerra Afgana intensificada y, sólo la semana pasada, un importante asesor de seguridad nacional del candidato, el ex Secretario de la Armada, Richard Danzig, elogió a Gates, sugiriendo que ha sido un espléndido Secretario de Defensa, agregando que «sería aún mejor en un gobierno de Obama.»
Por lo tanto, cuando Gates pronuncia un discurso que apunta al futuro del Pentágono, vale la pena escucharle cuidadosamente. El 29 de septiembre, fue a la Universidad de la Defensa Nacional y presentó un vistazo al futuro tal como lo imagina. Ahora, recordad, el colapso financiero de EE.UU. ya había comenzado y, después de siete años de vacas increíblemente gordas, los contratistas de armas del Pentágono comenzaban a expresar preocupaciones sobre posibles recortes en el futuro. No obstante, Gates presentó una visión de más militares de EE.UU. Hubo el apoyo usual para una gama de sistemas de armas convencionales para guerras que nunca serán libradas y sus equivalentes futuristas, así como para un Ejército mayor, un Cuerpo de Marines mayor, y una Armada mayor. (La Fuerza Aérea, con la excepción de vehículos aéreos sin tripulación, parece tener problemas en el mundo de Gates.) Pero sobre todo, el anterior y (posiblemente) futuro Secretario de Defensa quiere invertir en «institucionalizar las capacidades de contrainsurgencia, y nuestra capacidad de realizar operaciones de estabilidad y apoyo.» Respaldado por un creciente lobby ansioso por colocar aún más cuerpos vivos en las fuerzas armadas, opta por un importante aumento para enfrentar futuras insurgencias por ahí en las Tierras Malas globales. Pensad… tragad saliva… «edificación de la nación.» Pensad, también, en futuros afganistanes e iraqs.
Aunque Gates también ha afirmado recientemente que el enorme presupuesto del Pentágono ya no excederá la inflación, ese aumento en los gastos militares es «probablemente cosa del pasado,» sigue siendo una receta para un futuro imperial relativamente irrestricto que, como señala a continuación Aziz Huq, autor de «Unchecked and Unbalanced: Presidential Power in a Time of Terror,» es un desastre a la espera. Es, de hecho, una receta potencial para la bancarrota estadounidense. Tom
¿Utilizarlo o perderlo?
Como manejar una decadencia imperial
Aziz Huq
¿Terminan los imperios con estrépito, con un quejido, o con el siseo silbante de la deflación financiera?
Puede que estemos a punto de descubrirlo. Ahora mismo, en medio del torbellino financiero, ha sido difícil ver mucho más allá del instante en EE.UU. Pero la actual catástrofe económica ha presentado una gama de problemas no-financieros de gran importancia para nuestro futuro. La incertidumbre y la ansiedad ante las perspectivas de los mercados financieros globales – considerando la actual crisis de liquidez – ha dejado poco espacio para la consideración seria de temas de poder e influencia global estadounidenses.
Así que comencemos con la catástrofe económica en cuestión – pero no terminemos ahí – y tratemos de ofrecer una modesta evaluación inicial de como el derrumbe de la economía de EE.UU. podría cambiar la posición global de EE.UU.
Desde sus comienzos, el pánico financiero provino de, y también sacó a la luz, una forma de sobreextensión imperial – la de las gigantescas firmas financieras de Wall Street. Para ellas, adquirió la forma de posiciones altamente apalancadas basadas en deuda frágil, pobremente garantizada con colateral mal evaluado. Sin embargo, como señalara recientemente John Grey en el Guardian británico, el pánico también reveló otro tipo de sobreextensión imperial – la del poder geoestratégico estadounidense, provocando cuestionamientos sobre como será resuelta la brecha entre los recursos políticos y militares bajo presión y las ambiciones globales de Washington.
Es importante aclarar lo que está en juego actualmente en el globo. De otro modo, dependiendo de las preferencias personales de cada cual, es un tema que tiende a ser exagerado o minimizado. Poca gente en los medios dominantes llega a ver con buenos ojos la posibilidad de cambios catastróficos en la posición de EE.UU. en el mundo. Por otra parte, hay gente en el mundo que ya atribuye una importancia sísmica a lo que está sucediendo, antes de que haya llegado a pasar la tormenta. Como advierte el historiador Andrew Bacevich, todavía no se ha escrito y por lo tanto ningún desenlace es – todavía – una conclusión conocida de antemano.
Sin embargo, vale la pena tratar de comprender cómo la crisis financiera actual converge con otras dos tendencias – el debilitamiento del poder duro y blando de EE.UU. – para transformar el paisaje geopolítico.
La catástrofe
Comencemos por la crisis financiera, que emergió de un mal manejo del crédito y del riesgo en todo el mercado. Instrumentos sofisticados como los credit-default swaps tenían el propósito de salvaguardar a las instituciones contra el riesgo de no pago en activos especulativos de la vivienda, dividiendo esos activos en pequeños trozos y diseminándolos ampliamente entre instituciones financieras. Como en el caso de todo tipo de seguro, era una manera de repartir el riesgo para minimizar las consecuencias de una catástrofe.
En su lugar, claro está, esos «instrumentos» parecen haber protegido a los inversionistas tan solo contra una evaluación veraz del riesgo. Peor todavía, la fragmentación misma del riesgo, hecha originalmente para aislar a los mercaderes financieros contra golpes demasiado duros, significó que resultaría demasiado difícil evaluar la solidez de todo tipo de instituciones diferentes.
Paradójicamente, los que fueron establecidos como instrumentos para eliminar riesgo se convirtieron en instrumentos para el contagio del riesgo. Como consecuencia, todavía no es claro si el derrumbe de los mercados mundiales fue consecuencia de una crisis de liquidez basada en la confianza, o de un problema más fundamental de activos sin valor.
Para todos, con la excepción de un núcleo de la línea dura de los republicanos en la Cámara de Representantes, el colapso al estilo del juego de bolos o la casi quiebra de Lehman Brothers, A.I.G., WaMu, Wachovia, y otras empresas, señalizaron el fracaso de un enfoque desregulador de las finanzas que data de décadas. (El mercado de los credit-default swaps, fuente en gran parte de la actual crisis, nunca fue regulado gracias en gran parte a la confianza en ellos del ex jefe de la Reserva, Alan Greenspan.) El modelo característicamente estadounidense moderno de fervor desregulador llegó a su punto febril en los años de Bush, y ha sido roto ahora. La crisis de las finanzas, sin embargo fue también una crisis de la autoridad gubernamental, que destacó debilidades estructurales en el sistema político nacional que convierten al presidente en un sujeto quemado meses antes del fin de su período en el poder. La crisis también ha destacado la impresionante dificultad que tiene el Congreso para mantener investigaciones y acciones legislativas coherentes sobre temas complejos. Desde el comienzo del pánico, sus dirigentes se han mostrado incapaces de imaginar alternativas a una reacción profundamente regresiva y apenas re-reguladora. No sólo es insostenible el marco financiero de la nación, sino su arquitectura política parece ser verdaderamente deficiente.
Todo esto tiene un aspecto inmediato y práctico, que el resto de un mundo en pánico no ha dejado de notar. Durante décadas, EE.UU. ha mantenido permanentes y crecientes déficit en sus cuentas corrientes, que son básicamente una medida de lo endeudado que está un país a lo largo del tiempo en relación a sus socios comerciales extranjeros – nada más y nada menos que 6,7 billones de dólares desde 1982. Pero eso fue otrora. Esto es ahora, y la sostenibilidad de una economía política, ni más ni menos que una estrategia geopolítica global vinculada a mercados crediticios internacionales, es cuestionada actualmente.
Incluso antes del comienzo del despertar a mediados de septiembre, la buena voluntad de los acreedores internacionales hacia la «única superpotencia» y su sobreextensión fiscal parecía evaporarse rápidamente. Inversionistas asiáticos, por ejemplo, mostraron rápidamente un escepticismo «sin precedentes» respecto a los activos de EE.UU. en los primeros momentos de la crisis. Antes, durante este año, vastos fondos de inversión controlados por gobiernos, muchos inflados por petrodólares, todavía estaban dispuestos a suministrar cruciales inyecciones de capital a bancos de EE.UU., aplazando probablemente la actual crisis de liquidez. (Paradójicamente, su ayuda puede sólo haber postergado el embate de la crisis hasta un punto en el que se hizo aún más tóxica desde el punto de vista político para el aún gobernante Partido Republicano.)
Desde septiembre, sin embargo, los mismos «fondos soberanos de riqueza» estatales se han mostrado ciertamente temerosos ante la posibilidad de ayudar a instituciones financieras de EE.UU., eliminando así otro posible recurso para reaccionar ante los déficit de crédito.
Decadencia del poder estadounidense
En algún momento, es seguro que las condiciones globales más limitadas de crédito van a restringir significativamente la libertad de acción internacional de EE.UU. Después de todo, los inversionistas chinos y del este asiático, para dar solo un ejemplo, son ahora bastante capaces de frenar, e incluso de debilitar, al gobierno federal (si quisieran hacerlo), en lugar de viceversa.
Aunque pueda no haber penetrado todavía la conciencia estadounidense, es seguro que una crisis fiscal nacional también sea una crisis de seguridad nacional. En los años por venir, un nuevo presidente tendrá que encarar una creciente disparidad entre el papel hegemónico de este país en la escena mundial y su capacidad en disminución. Para decirlo de modo simple, EE.UU. tendrá que hacer más con menos, incluso para mantener una apariencia de su actual perfil estratégico. Queda por ver cuál será el efecto que esto tenga sobre la estabilidad geopolítica, sobre la cantidad de pequeñas y grandes guerras que ocurran globalmente, y sobre problemas colectivos que van del cambio climático a los derechos humanos.
Esto podría no ser tan importante si no hubiera sido por el enfoque miope del gobierno de Bush sobre Oriente Próximo como la suma de todos los males y los aprietos que ha causado a futuros responsables políticos al hacer trizas la capacidad de EE.UU. en otros sitios. La reciente invasión rusa de Georgia ofreció una ilustración gráfica de como renqueaba el poder estadounidense incluso antes de la actual crisis financiera. Aparte de una convulsión de denuncias vicepresidenciales, EE.UU. no ha actuado y no puede actuar como reacción a las acciones rusas en Georgia. Por cierto, la Casa Blanca se ha visto en una situación inconfortablemente parecida a la de nuestros pasados aliados europeos, que han sido limitados a quejidos plañideros.
Peor aún, el gobierno de Bush puede haber sido cómplice a parte entera en el error estratégico de Georgia que precipitó la crisis: Como ha señalado el analista militar George Friedman, EE.UU. tenía 130 «observadores» militares en Georgia, que sabían de sus despliegues militares y también tenía la capacidad satelital para ver la acumulación de fuerzas de Rusia en Osetia del Norte. A pesar de ese conocimiento, EE.UU. no frenó la puesta en marcha de las fuerzas de su aliado contra esa región separatista. Por cierto, pueden haber sido el entrenamiento estadounidense y su apoyo para el ejército georgiano (a cambio de sus contribuciones a «la coalición de los dispuestos en Iraq») lo que envalentonó al presidente Saakashvili a emprender la invasión. En cuyo caso, el gobierno sólo logró seducir a un importante aliado para que nos hiciera quedar mal.
La posición de EE.UU. en Oriente Próximo tampoco es más espectacular. Por exitosa que haya sido la «oleada» en el teatro político partidario, no ha resuelto la inestabilidad sectaria fundamental en Iraq, ni ha alterado un creciente desequilibrio regional resultante del logro de una influencia sin precedentes de Irán.
Las montañosas áreas fronterizas pastunes en el este de Afganistán y el oeste de Pakistán, al contrario, están en un estado de abierta revuelta contra los deseos regionales de EE.UU., mientras el régimen paquistaní favorecido por el gobierno de Bush se ha derrumbado. Ahora están escribiendo los obituarios para el régimen de Karzai en Afganistán (para los que no se hayan dado cuenta de que ya estaba moribundo al llegar al poder hace algo más de seis años).
La disminución de la influencia económica y militar de EE.UU. también subraya una tercera tendencia: el languidecimiento del «poder blando» de EE.UU. Por ejemplo, en la ONU en septiembre, el presidente Bush enfrentó un tsunami de quejas murmuradas sobre la deficiente gestión estadounidense de la economía global. El fracaso manifiesto en un área de la que se enorgullecían tanto los estadounidenses, debilita la capacidad de Washington de persuadir y crear alianzas en áreas como la resistencia contra la matanza en Darfur, la lucha contra la piratería en el Golfo de Adén, o la contención de los propósitos rusos en lo que consideran su «extranjero cercano.»
Lo que, en retrospectiva, debe ser llamado la Casa Blanca de Cheney ha reducido al nivel de bonos basura la reputación de EE.UU. como un fanal moral. Como han reconocido los senadores Obama y McCain, cualquiera pretensión a liderazgo en los derechos humanos que EE.UU. pueda haber tenido se ha fundido en los bancos de arena de sus políticas de tortura y «entregas extraordinarias», todas aprobadas a los niveles gubernamentales más altos.
Además, el provincialismo insular del aparato judicial cada vez más conservador del país ha cercenado la reputación de la nación como una fuente de constitucionalismo. Queda por ver si un provincialismo judicial semejante contribuye a debilitar el atractivo del país como depósito para la conclusión de tratos financieros.
Gestión de la decadencia imperial
EE.UU. se encuentra actualmente en una posición que recuerda en algo la de Gran Bretaña imperial después de la Segunda Guerra Mundial: sin que su moneda siga siendo el pilar de la estabilidad financiera global, sin que sus ejércitos y armadas sigan siendo capaces de imponer sus deseos políticos, y con una reputación maltratada por conflictos militares formalmente exitosos pero funcionalmente catastróficos.
La economía y la infraestructura británicas evisceradas por la Segunda Guerra Mundial no pueden, por cierto, ser comparadas con sus equivalentes estadounidenses de la actualidad, incluso si están atiborrados con los desechos de dos ciclos sucesivos de boom y quiebra. No obstante, la analogía puede evocar a Washington cuando tiene que ver con posibles cambios en la tectónica geopolítica y económica.
Como era un hecho en la Gran Bretaña de esos años, hoy mismo, incluso cuando la posición de EE.UU. en el mundo sufre una disminución radical, sigue siendo una incógnita en qué medida es comprendida por un establishment político en Washington poco acostumbrado a encarar la incertidumbre.
En términos de política exterior, la naturaleza sobreextendida del poder imperial británico sólo fue comprendida en 1956, nueve años después del fin de la guerra mundial. Fue el momento en el que el primer ministro británico, Anthony Eden, erró fundamentalmente en el cálculo del poder británico como reacción a la nacionalización de la Compañía del Canal de Suez por el presidente egipcio Abdul Nasser. Respaldado por los franceses e israelíes, Eden se imaginó que Nasser estaba sobreextendido y vio una oportunidad para debilitar al régimen egipcio en un área en la que el poder británico había dominado durante mucho tiempo.
Eden hizo sus cuentas, sin embargo, sin pensar en un nuevo EE.UU. dominante. El presidente estadounidense, Dwight D. Eisenhower, furioso por haber sido excluido de los asuntos de Oriente Próximo, amenazó a Eden. «Acabaría,» dijo, con la libra británica, retirando el apoyo fiscal estadounidense para la economía británica en recuperación. La debilidad monetaria del país condujo directamente a su colapso militar en la crisis. El fiasco de Suez no sólo destruyó a Eden como primer ministro, también marcó el fin de las ambiciones imperiales de Gran Bretaña.
¿Cómo, entonces, encarará EE.UU. la incertidumbre que acompaña su actual suerte en decadencia? No es difícil imaginar una historia «virtual» de eventos paralelos con la actuación de un nuevo presidente estadounidense, en la que el dólar débil tendrá un papel estelar similar al de la libra vulnerable en 1956. Suez fue, claro está, desastroso para los británicos, exactamente porque Eden erró de modo tan dramático en el cálculo de la brecha entre los recursos británicos y su versión de sus ambiciones nacionales. La pregunta actual es si un nuevo presidente estadounidense podría hacer lo mismo.
La tentación más obvia sigue siendo un ataque contra Irán, que es casi seguro que sería un fracaso, incluso al exponer las operaciones de EE.UU. en Iraq, Afganistán, y en otros sitios, a un contragolpe de una magnitud tal que a muchos políticos estadounidenses les cuesta conceptualizarlo por el momento. Es casi seguro que marcaría una reorganización imprevisible de las relaciones en Oriente Próximo y posiblemente, como Suez, terminaría también con las pretensiones imperiales globales de EE.UU.
Irán es sólo un sitio posible para un nuevo Suez. Abundan otros, de Pakistán a los Estrechos de Taiwán. Semejantes errores de cálculo dramáticos, son fáciles de imaginar, especialmente si las presiones nacionalistas de la política interna de Washington impulsan campañas internacionales. Además, otros actores globales, al reconocer la debilidad de EE.UU. de maneras que los estadounidenses pueden no hacerlo, podrían agregarse al caos.
En un clima económico en rápida transformación, un nuevo presidente se verá enfrentado a un juego de malabarismo difícil: ejercer flexibilidad mientras se ajusta a la debilidad, compensando fuerzas perdidas durante los últimos ocho años, mientras cede terreno de manera pragmática. Si eso no sucede, las preguntas difíciles perdurarán, incluso después que hayan sido aclarados los últimos credit-default swaps, sobre la capacidad de EE.UU. de proyectar influencia en el mundo.
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Aziz Huq, autor de «Unchecked and Unbalanced: Presidential Power in a Time of Terror (The New Press, 2007), dirige el proyecto de libertad y seguridad nacional en el Brennan Center for Justice en la Universidad de Nueva York. Es abogado en varios casos que tienen que ver con detenciones posteriores al 11-S, incluyendo a Omar contra Geren, Munaf contra Geren, and al Marri contra Puciarrelli.
Copyright 2008 Aziz Huq
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