Ucrania se convirtió en dos principales vertientes para Estados Unidos y Europa Occidental: punta de lanza para tratar de destruir a la Federación Rusa y en campo de prueba para probar todo tipo de armamentos que recibe (en parte operados por especialistas de la OTAN) y cuyo costo Kiev deberá pagar en un futuro.
Desde que Rusia lanzó la operación militar especial para defender a las poblaciones de Donetsk y Lugansk que desde el golpe de Estado en 2014 sufrió un genocidio por parte de hordas ucranianas, Occidente ha hecho todo lo posible por extender la guerra con la finalidad de demonizar a Moscú y provocarle grandes pérdidas militares y económicas.
Rusia analizó también que era mejor salvaguardar a su nación ante el inminente peligro que representaba una Ucrania unida a la OTAN en su frontera, donde en 30 laboratorios biológicos se procesaban varios patógenos de ántrax, brucelosis, cólera, leptospirosis y peste porcina africana, proyectos encargados y dirigidos por el Pentágono.
Los enfrentamientos han provocado a Ucrania miles de muertos y heridos, millones de refugiados, destrucción de infraestructuras y un daño económico multimillonario a la par que desde los países de la OTAN envían enormes cargamentos de armas y millonarios préstamos que tendrá que rembolsar en el futuro con los consabidos intereses que su pueblo deberá pagar durante varias generaciones.
El 28 de abril Estados Unidos aprobó una legislación que disminuye los requisitos para participar en acuerdos de préstamo y arrendamiento de equipos militares con Ucrania y otros países de Europa del Este, lo cual allana el camino para que más armas estadounidenses lleguen a la región. La nueva legislación prevé una extensión del “préstamo gratuito” a más de cinco años y los plazos de pago por las entregas se aplazan a una fecha por decidir.
Como impulsor de esa guerra, Washington ha sido el más magnánime al aprobar presupuestos al régimen de Volodimir Zelenski por más de 16 400 millones de dólares como préstamos de garantía soberana.
La Unión Europea entregó fondos para el envío de material bélico por 1 700 millones de dólares. Recientemente su responsable deAsuntos Exteriores y Política de Seguridad, Josep Borrell, informó que se le entregarían otros 500 millones de euros porque a la Unión le sobre el dinero.
Entidades financieras indican que los préstamos puestos por Occidente a disposición de Kiev se estiman en la abultada cifra de 28 500 millones de dólares.
El Banco Mundial (con aportes de Suecia, Reino Unido, Países Bajos, Dinamarca, Letonia, Lituania, Polonia e Islandia) estableció en marzo un programa urgente de financiamiento por 489 millones de dólares para “ayudar” a Ucrania. El país deberá devolver al menos el 50 % del monto, mientras que, por lo general, la otra mitad es a fondo perdido, aunque tendrá que demostrar hacia dónde se van esos recursos, o sea, la fiscalización será permanente.
El Fondo Monetario Internacional (FMI) también llegó con sus conocidas “bondades” financieras y le proporcionó a esa nación un crédito por 1 400 millones de dólares, unido a cláusulas que impone ese organismo en detrimento de programas sociales, las que Kiev deberá cumplir cuando finalice el conflicto y regresar el monto otorgado en un período determinado.
Claro que para abonar los viejos préstamos hay que tomar otros nuevos con términos aún más depredadores. Esto lleva a que la deuda no deje de crecer, la responsabilidad social del Estado sea casi nula y el país acabe entregando casi gratis sus empresas a los acreedores occidentales.
Sucede que en estas operaciones que parecen magnánimas, los beneficiarios de estas ayudas y préstamos son las organizaciones europeas y estadounidenses, que compran las armas y la “benéfica” ayuda humanitaria para Kiev y luego las anotan como deuda ucraniana.
Un solo ejemplo basta: Suecia entregó a Ucrania algunos armamentos y 5 000 cascos viejos que habían sido dados de baja valorados en nueve millones de euros y ahora le exige a la Comisión Europea que le devuelva 9,2 millones por ese envío y los recargos. Además, le recordó a Bruselas que no tenía planes de asumir en solitario los costes de la ayuda.
El pasado mes de abril, la viceprimera ministra ucraniana, Yulia Svyrydenko cifró en 564 900 millones de dólares el impacto directo de las destruccionesque incluyenlas consecuencias indirectas de los combates en la economía, como el aumento del desempleo, la reducción del consumo de los hogares o la disminución de los ingresos del Estado.
Svyrydenko agregó que las mayores pérdidas se hallan en la infraestructura con casi 8 000 kilómetros de carreteras dañadas o destruidas, así como estaciones de trenes y aeropuertos. Estimó que el Producto Interno Bruto (PIB) alcanzaría una contracción de más del 55 % en comparación con 2021.
Estos datos fueron antes de los atentados contra el puente de Crimea, los gasoductos Nord Stream 1 y 2 y los bombardeos contra edificaciones civiles en las cuatro regiones ucranianas que se adhirieron a Rusia el pasado 30 de septiembre tras los referendos apoyados mayoritariamente por la población.
Después de esos actos que Moscú catalogó de terroristas, Rusia lanzó ataques masivos contra infraestructuras energéticas, de comunicación e instalaciones militares, por lo cual los daños materiales siguen aumentando.
Los costos de esta guerra, que hasta el momento no existen indicios de que termine pronto, lo tendrán que pagar varias generaciones de ucranianos. Los dirigentes de esa nación deberán comprender algún día que ha sido fatal seguir las órdenes de Washington y Bruselas en contra de Moscú.
Hedelberto López Blanch, periodista, escritor e investigador cubano.
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