Hay un hecho que hace pensar: la creciente violencia en todos los ámbitos del mundo y de la sociedad. Pero hay otro que es perturbador: la exaltación abierta de la violencia, sin respetar siquiera el universo del entretenimiento infantil.Llegamos a un punto culminante con la construcción del principio de autodestrucción. ¿Por qué llegamos a esto? […]
Hay un hecho que hace pensar: la creciente violencia en todos los ámbitos del mundo y de la sociedad. Pero hay otro que es perturbador: la exaltación abierta de la violencia, sin respetar siquiera el universo del entretenimiento infantil.
Llegamos a un punto culminante con la construcción del principio de autodestrucción. ¿Por qué llegamos a esto? Seguramente son múltiples las causalidades estructurales y no podemos ser simplistas en este campo. Mas hay una estructura, erigida en principio, que explica en gran parte la atmósfera general de violencia: la competitividad o la competencia sin límites.
La competitividad robustece primariamente el campo de la economía capitalista de mercado. Se presenta como el motor secreto de todo el sistema de producción y consumo. Quien es más apto (fuerte) en la competencia en cuanto a los precios, las facilidades de pago, la variedad y la calidad, vence. En la competitividad opera implacable el darwinismo social: selecciona a los más fuertes. Estos, se dice, merecen sobrevivir, pues dinamizan la economía. Los más débiles son peso muerto, por eso son incorporados o eliminados. Esa es la lógica feroz.
La competitividad invadió prácticamente todos los espacios: las naciones, las regiones, las escuelas, los deportes, las iglesias y las familias. Para ser eficaz, la competitividad debe ser agresiva. ¿Quién logra atraer más y dar más ventajas? No es de admirarse que todo pase a ser oportunidad de ganancia y se transforme en mercancía, desde los electrodomésticos hasta la religión. Los espacios personales y sociales, que tienen valor pero que no tienen precio, como la gratitud, la cooperación, la amistad, el amor, la compasión y la devoción, se encuentran cada vez más arrinconados. Sin embargo, estos son los lugares donde respiramos humanamente, lejos del juego de los intereses. Su debilitamiento nos hace anémicos y nos deshumaniza.
En la medida en que prevalece sobre otros valores, la competitividad provoca cada vez más tensiones, conflictos y violencias. Nadie acepta perder ni ser devorado por otro. Lucha defendiéndose y atacando. Ocurre que luego del derrocamiento del socialismo real, con la homogeneización del espacio económico de cuño capitalista, acompañada por la cultura política neoliberal, privatista e individualista, los dinamismos de la competencia fueron llevados el extremo. En consecuencia, los conflictos recrudecieron y la voluntad de hacer la guerra no fue refrenada. La potencia hegemónica, los EE.UU., es campeón en la competitividad; emplea todos los medios, incluyendo las armas, para siempre triunfar sobre los demás.
¿Cómo romper esta lógica férrea? Rescatando y dando centralidad a aquello que otrora nos hizo dar el salto de la animalidad a la humanidad. Lo que nos hizo dejar atrás la animalidad fue el principio de cooperación y de cuidado. Nuestros ancestros antropoides salían en busca de alimento. En lugar de que cada cual coma solito como los animales, traían al grupo y repartían solidariamente entre sí. De ahí nació la cooperación, la sociabilidad y el lenguaje. Por este gesto inauguramos la especie humana. Ante los más débiles, en lugar de entregarlos a la selección natural, inventamos el cuidado y la compasión para mantenerlos vivos entre nosotros.
Hoy como otrora, son los valores ligados a la cooperación, al cuidado y a la compasión que limitarán la voracidad de la competencia, desarmarán los mecanismos del odio y darán rostro humano y civilizado a la fase planetaria de la humanidad. Importa comenzar ya ahora para que no sea demasiado tarde.