I. En la España democrática hay cosas intocables (la Constitución, el Poder Judicial, el Concordato con la Iglesia Católica…) y otras sometidas a perpetua transformación. Las regulaciones laborales son el paradigma de la actividad reformista de nuestros legisladores. Cada década ha contado, al menos, con dos reformas importantes (aunque el segundo gran intento de 1988 […]
I. En la España democrática hay cosas intocables (la Constitución, el Poder Judicial, el Concordato con la Iglesia Católica…) y otras sometidas a perpetua transformación. Las regulaciones laborales son el paradigma de la actividad reformista de nuestros legisladores. Cada década ha contado, al menos, con dos reformas importantes (aunque el segundo gran intento de 1988 fue abortado por la Huelga General del 14 de diciembre), y una enorme variedad de microrreformas que han cambiado sustancialmente la regulación institucional del mercado laboral.
Tan desmedido afán reformador se ha justificado en la recurrente situación de desempleo masivo. Pero el elevado desempleo no justifica por sí solo que las reformas deban centrarse en el mercado laboral. Éstas se explican sobre todo por la ideología económica dominante, por la forma en que se analizan los problemas laborales. Una lectura rigurosa del pensamiento económico permite observar que existen, básicamente, dos formas de entender los problemas del desempleo. Para una parte importante de pensadores se trata, fundamentalmente, de una manifestación dolorosa de las lógicas de funcionamiento de las economías capitalistas, de sus múltiples «fallos» o «contradicciones». Más o menos de la misma forma que la fiebre constituye un efecto de muchas enfermedades aunque sus causas están en otro lugar. Desde esta perspectiva la lucha contra el desempleo es, en gran medida, el campo para un amplio espectro de intervenciones y regulaciones públicas, un campo que incluye propuestas más reformistas (como las de los economistas keynesianos y post-keynesianos) hasta otras más radicales. Otra poderosa corriente, la que llamamos neoclásica, considera que el desempleo es, básicamente, el resultado del mal funcionamiento de los mercados laborales, y por ello las reformas deben concentrarse en este ámbito. Se trata de un convencimiento sustentado en modelos teóricos que en gran medida ven el funcionamiento del mercado como un engranaje social casi perfecto y por tanto la aparición de problemas laborales se explica precisamente por la existencia de pesadas regulaciones laborales que impiden su buen funcionamiento.
Esta última corriente se impuso en el campo académico, cultural y político, con la contrarrevolución neoliberal de los años setenta del pasado siglo y ha manteniendo su hegemonía hasta el momento presente. Totalmente insensible a las múltiples evidencias que muestran que en casi todos los parámetros de comparación (crecimiento económico, empleo, pobreza, estabilidad económica, desigualdad, gestión medioambiental….) el periodo neoliberal ha sido menos que mediocre. En España, sus partidarios han argumentado que los problemas del mercado laboral español se explican por la persistencia de muchas rigideces heredadas del franquismo. Rigidez que las sucesivas reformas no han eliminado porque se han planteado como reformas «en el margen» y no reformas globales. Ello explica su insistencia en dar nuevos y sustanciales pasos reformistas cada vez que las cosas se complican. Quizás su «revolución pendiente» nunca tenga lugar (al fin y al cabo toda reforma siempre requiere algún tipo de compromiso, excepto si se produce en regímenes dictatoriales como el franquista, el pinochetista o el chino), pero no cabe duda de que la insistencia conjunta de patronales y académicos ha avanzado mucho trecho en laminar derechos individuales y colectivos de los trabajadores.
II. No volveré a discutir los argumentos de los «reformistas neoliberales». Muchos de ellos están ya contenidos en anteriores entregas de este cuaderno. Voy a limitarme a comentar los aspectos cruciales de la actual reforma y a discutir cuáles son sus posibles efectos.
Básicamente la reforma laboral incluye novedades que si bien no llegan al contrato único de empleo y a la fragmentación completa de la negociación colectiva avanzan sustancialmente en esa dirección.
Más allá de un análisis jurídico detallado, siempre necesario, la reforma incide en una serie de cuestiones claves de la regulación laboral en materias como la regulación de los despidos y la contratación temporal, la negociación de la flexibilidad interna, la negociación colectiva y la intermediación en el mercado laboral.
En la mayoría de estos campos la nueva regulación tiende a ampliar los poderes empresariales y a reducir las garantías jurídicas (por ejemplo desaparece la consideración de despido nulo cuando la empresa no entrega una comunicación formal). Esto se hace por vías diversas, especialmente por una nueva definición de las circunstancias objetivas de despido que amplía el margen de maniobra de las empresas. Margen que puede salir reforzado en el trámite parlamentario donde posiblemente el Gobierno acabará por realizar concesiones a quien se ofrezca a apoyarle: CiU nunca ha perdido oportunidad en anteriores reformas de sacar tajada para sus intereses de clase y no es previsible que ahora renuncie a ello. La misma «apertura» de criterios se produce en todo lo que tiene que ver con el descuelgue de la negociación colectiva. De hecho los cambios apuntan tanto a hacer automáticos los despidos (lo que ya se conoce por despido «exprés», vigente de hecho desde las últimas reformas del PP) como los cambios de condiciones laborales. A mi entender, esta unilateralidad es tanto o más importante que la reducción del coste de la indemnización, puesto que puede permitir situar la indemnización por fin de contrato más próxima a los 20 días por año trabajado (a través de las múltiples fórmulas de despido procedente) que de los 33 días en los que trata de generalizarse el coste del despido improcedente. De hecho, la definición o no de procedencia depende crucialmente de cómo se formule el supuesto. Una definición laxa de las razones de la procedencia, como apunta la nueva norma, puede abrir el camino a la difuminación del despido improcedente. Si a ello se suma la anunciada asunción de 8 días de indemnización por parte del Fondo de Garantía Salarial (es increíble que en tiempos de recortes presupuestarios se abra una nueva vía de subvenciones al despido) el resultado final podría ser cercano al pretendido contrato único con un coste de despido de 12 días por año, manteniendo eso sí la ficción de una protección al empleo prácticamente inexistente. Vistas así las cosas sorprenden las críticas de la patronal y los «combativos» representantes del manifiesto de los 100. Quizás sólo sea teatro politico para ayudar a presentar la reforma como una propuesta equilibrada, o quizás sea una reacción de soberbia porque el Gobierno no ha aplicado literalmente sus propuestas. Es decir, mero ejercicio de fuerza para sacar nuevas tajadas. No deja de ser indicativo que en el plazo de unos pocos días, fruto de la protesta patronal, una de las pocas medidas que mejoraban derechos -la limitación temporal de los contratos por obra o servicio- vio extender su duración máxima de dos a tres años (cuatro si los sindicatos ceden).
III. El otro ganador de la reforma son las empresas de empleo temporal. Su campo de actuación se amplia en dos sentidos: aumentan las actividades en las que puede intervenir -especialmente construcción y administración pública- y pueden convertirse vía convenios en intermediarios de la contratación laboral. Puede parecer que esto es sólo una nueva variante de las prácticas neoliberales al uso: las regulaciones públicas orientadas a garantizar espacios a los negocios privados. Pero su alcance puede ir mucho más lejos y constituir un vigoroso mecanismo que refuerce el desigual reparto de poder y derechos en el mercado laboral.
En el caso de la intermediación privada, que existe hace años, lo nuevo es que las empresas de colocación pueden alcanzar el estatus de colaboradoras de la Administración, lo que en la práctica se traducirá en que realicen sus mismas funciones y tengan poder estatutario para ello. Sabemos lo suficiente sobre el significado de la colaboración en campos como la sanidad, la escuela y los servicios de dependencia concertados como para saber qué se puede esperar del nuevo modelo. Sobre todo teniendo en cuenta el desprestigio que tienen los servicios públicos de empleo. Dejar en manos de los gestores privados el control del proceso de colocación puede traducirse en prácticas mucho más coercitivas y discriminatorias en los procesos de búsqueda de empleo. Al fin y al cabo las posibilidades de rechazar empleos indeseables depende de la voluntad del controlador de aceptar un criterio u otro. Y la experiencia de las mutuas patronales de accidentes son una buena muestra de ello, un sistema institucional que permite por ejemplo camuflar gran parte de las enfermedades profesionales. Ahora la experiencia de estas mutuas podrá extenderse al campo de la contratación. No es despreciable tampoco la creación de nuevos mecanismos de estigmatización basados en los criterios que apliquen estas empresas (desde listas negras de trabajadores rebeldes hasta la marginación de los menos empleables). La empleabilidad puede transformarse así en un nuevo mecanismo de coacción laboral. Cuando pienso en este tema siempre me viene la referencia de los estudios de Beveridge, el primer economista académico que reconoció la posible existencia de paro involuntario la cual asoció a las prácticas de las empresas de gestión portuaria londinenses. Por ello Beveridge fue un acérrimo promotor del sistema de colocación pública y universal. Las recetas neoliberales nos retrotraen al siglo XIX.
Igual de inquietante es la ampliación de los espacios de intervención de las ETT en espacios sensibles como la construcción y el sector público. En el primero de los casos esto genera un nuevo problema regulatorio en un sector donde la extrema subcontratación siempre ha estado relacionada con los elevados niveles de accidente y las desigualdades salariales, y donde esos nuevos operadores generan un nuevo reto a los intentos sindicales de regular el sector vía ley de subcontratas y delegados de prevención. En el sector público constituyen sin más un nuevo mecanismo de segmentación laboral y un intento de dinamitar una cultura de lo público tanto más necesaria que nunca.
IV. No hay que ser muy avispado para comprender que ni estamos ante una reforma equilibrada, ni ésta es progresista. Uno no encuentra ningún atisbo de mecanismos compensatorios con los que gustan llenarse la boca los modernos partidarios de la flexiseguridad (flexibilidad con garantías de derechos). Más bien es una nueva muestra de que las políticas liberales simplemente se orientan al desmantelamiento de derechos y de la acción colectiva, y a la individualización de las relaciones laborales. Como el mundo del XVII, donde un liberal compasivo como Adam Smith describe el mercado laboral en La riqueza de las naciones como un mercado entre desiguales. Los intelectuales liberales de ahora o son más cínicos o más ignorantes (o simplemente hace tanto tiempo que forman parte de una cultura sectaria que son incapaces de reconocer el mundo real).
Hay que combatir el modelo. Aun a sabiendas que a corto plazo las fuerzas están mermadas y hay poco a ganar. Y hay que hacerlo con argumentos que pongan en claro que esta regulación ni es buena como mecanismo para reducir las enormes desigualdades e injusticias que existen en el mercado laboral (generadoras de una enorme diferenciación de las clases trabajadoras) ni va a prestar apoyo al desarrollo de un nuevo modelo productivo.
De lo primero poco hay que explicar. Despidos baratos y fáciles no sólo aumentan las prerrogativas empresariales y permiten introducir nuevas discriminaciones entre empleados (leales y desleales, conformistas y rebeldes, entregados o defensores de su autonomía, individualistas y sindicalistas…). Son también la fuente de nuevas medidas de presión sobre el comportamiento laboral de la gente. Algo que se produce en todos los contextos en los que la desigualdad de poder es extrema, como podemos observar en la situación laboral de los inmigrantes (en la que el tema de los «papeles» es un elemento crucial en la aceptación de condiciones laborales inaceptables). En contra de lo que preconizan los economistas neoliberales, allí donde hay mucho poder patronal florecen la desigualdad y la iniquidad. Y de esto ya tenemos mucho en el mercado laboral español. Ahora tendremos más.
De lo segundo, la experiencia internacional permite mostrar que un cambio de modelo productivo como el que se preconiza sólo puede funcionar si se basa en la cooperación, y ésta exige avanzar en campos tan relacionados como los derechos de participación laboral, el reconocimiento profesional (asociados a procesos formativos adecuados), o la existencia de contextos igualitarios. Todo lo contrario de un modelo diseñado para promover una movilidad dictada autoritariamente por los directivos empresariales, con poco diálogo y pocas garantías de derechos. Alguien debería explicarnos cuál es la racionalidad de subvencionar los despidos, una subvención que pagaran en parte las empresas más respetuosas con el empleo. No deja de ser curioso que ningún liberal se haya quejado de que aquí puede producirse un clásico modelo de «riesgo moral» de transferencia de fondos a los empresarios aprovechados. Pero hace demasiado tiempo que sabemos que la mirada de muchos de esos liberales es estrábica y lo que vale para otras cosas no sirve para el análisis de las políticas liberales.
V. Es tiempo de respuesta. Aun con expectativas limitadas. De realizar un enorme esfuerzo de debate en el seno de las clases trabajadoras. De generar una nueva conciencia de la dignidad y la racionalidad. Tiempo también de saber diferenciar el enemigo principal de las molestias secundarias. Algo que debería saber aplicarse todo el mundo. Desde las grandes organizaciones sindicales, a menudo tan desdeñosas del resto, como de los sectores más radicales, siempre proclives a tomar como enemigo principal al que está más cerca. Si queremos que no todo sea un desastre hay que trabajar por conseguir alguna movilización importante. Y ello requiere esfuerzo compartido, búsqueda de compromiso y colaboración. Lo hemos conseguido otras veces. No podemos dejar que el próximo septiembre sea una nueva autovía a la desesperación. El reto es importante y requiere máxima unidad entre todas las personas y fuerzas que creen que alguna vez podremos salir del bucle de la reforma laboral permanente.
El adversario ausente
Lo formulaba el Roto con uno de sus sintéticas reflexiones: «Fracasa el capitalismo y se hunde la izquierda, ¿Hay quién lo entienda?». Hay sin duda muchas razones para explicar esta aparente contradicción. Sólo me centraré en lo que me parece más obvio: la inexistencia de un discurso político que realmente cuestione el marco social dominante. Un marco referencial sin el cual es difícil que las resistencias, el malestar, las demandas sociales insatisfechas puedan traducirse en un verdadero movimiento alternativo.
Los discursos que emplean la mayoría de los activistas se debaten entre la propuesta de un modelo de crecimiento diferente (tal es el contenido del nuevo manifiesto elaborado por las direcciones de CC.OO. y UGT), la apelación abstracta a la inviabilidad del capitalismo que explicitan los sectores más radicales, o la simple formulación de propuestas parciales como respuesta a la crisis (como la que formulan los partidarios de la renta básica). A mi entender ninguna de ellas resulta demasiado operativa para generar lo que requiere un proceso movilizador: ideas de fondo, proyectos de transformación que sitúen un horizonte de reorganización deseable, por un lado, y propuestas de acción a corto plazo en las que pueda avanzarse cambios o cuando menos generar un espacio de confrontación frente a las propuestas neoliberales, por otro. Sin duda pesa la no asumida crisis del «socialismo real», y pesa también la pluralidad de pensamientos alternativos de la izquierda (el postmodernismo no ha sido sólo una cuestión de los intelectuales de derechas si nos atenemos a la dispersión de planteamientos que confluyen en los movimientos sociales). Y pesa mucho (especialmente en los movimientos sociales más tradicionales) la hegemonía neoliberal ampliamente propagada por los medios de comunicación y buena parte de la academia. Sin generar un espacio referencial alternativo, compartido, es difícil que se acaben por desarrollar movimientos sociales de largo alcance y que el neoliberalismo tenga que hacer frente a una verdadera presión de cambio.
Y ello es más urgente cuando se constata la pluralidad de «crisis» o «graves cuestiones sociales» a las que tenemos que hacer frente y a los que resulta evidente que las respuestas neoliberales son de todo punto inadecuadas. Desde la perspectiva del análisis económico crítico detectamos la superposición de tres grandes vías de fractura: En primer lugar la que podríamos llamar económica convencional, cuyo reflejo es el desempleo, la precarización social, la inseguridad económica para amplios sectores de la población, etc. La segunda es la crisis ambiental, generada por el propio modelo de producción-consumo y cuya gravedad crece a diario (con efectos también en términos de desigualdad). Y la tercera es la crisis social o de los cuidados que se traduce en la persistente desigualdad de género (especialmente en términos de carga de trabajo entre hombres y mujeres, pero también en términos de desigualdades salariales, de poder etc.) y que está asimismo relacionada con la incapacidad de la esfera capitalista de reproducirse por sí misma y de ofrecer condiciones laborales (por ejemplo en la cuestión de los tiempos) que permitan a todas las personas gestionar una vida social plena. Unas crisis que sólo pueden resolverse cambiando el marco organizativo y los objetivos de la actividad económica. Y que es lo que exige construir un marco cultural alternativo donde las apelaciones al crecimiento, la competitividad, la rentabilidad sean substituidos por la necesidad de garantizar la cobertura de necesidades básicas, la sostenibilidad económica y social, la seguridad económica a todo el mundo, la democracia social, el igualitarismo, la cooperación humana. Un marco que exige no sólo defender valores sino también pensar y defender formas de organización social adecuadas a estos objetivos, que exige reformular las viejas demandas socialistas teniendo en cuenta todo lo aprendido de propuestas fallidas de «socialismo real» (más bien de proyectos burocráticos protosocialistas), de patriarcado y desigualdades de género, de ecologismo y sostenibilidad, de experiencias de participación social, de cooperativismo…
Contar con un proyecto alternativo no basta. Es necesario también desarrollar un espacio de reivindicaciones concretas específicas que avancen en esta dirección. Éstas están ya presentes en muchas de las luchas actuales, pero requieren una cierta puesta en común y una clara confrontación con las políticas de reestructuración en marcha. Hay que insistir en el fracaso real de las propuestas neoliberales y proponer una línea alternativa. A corto plazo me parece evidente que el fortalecimiento del sector público constituye el eje sobre el que pueden pivotar muchas de las demandas. Y ahí no sólo hay buenas razones ideológicas sino también la evidencia empírica de cuales son las sociedades existentes que mejor garantizan derechos sociales. En un país como España, con poco peso de lo público (en términos de impuestos y de gasto), éste debería ser un campo de demanda y reflexión esencial.
Defender lo público no significa ni apostar por el estatismo ni ignorar los peligros de las burocracias públicas. Supone también desarrollar buenas propuestas de gestión democrática de lo público, de nuevas formas de participación y control social. Pero es la vía más clara de confrontación con un proyecto neoliberal que descansa en el uso sostenido de la acción del Estado en beneficio propio.
Vamos siendo derrotados desde que se inició la crisis. El programa neoliberal sigue marcando el ritmo de las políticas. Aunque augura pocos éxitos en cuestiones sustantivas. Por esto existe una oportunidad de respuesta en clave tanto de proyectos de transformación radical como de políticas concretas. Pero para que éstas se encarnen hace falta ganas de hacerlo, generación de organización y voluntad de trabajo unitario. Todos tenemos responsabilidad en que no se ahonde la grave crisis social, pero es obvio que son las organizaciones más consolidadas (IU, ICV, sindicatos, etc.) quienes deben abrir las posibilidades para que ello sea, cuando menos, posible de intentar.
rCR