Entre comunicado y comunicado sobre el estado de salud del comandante Chávez, presas de la angustia y la expectativa (que es una suerte de suspensión del tiempo), corremos el riesgo de perder de vista cuánto ha cambiado la situación política desde el 7 de octubre pasado (y luego desde el 16 de diciembre), y no […]
Entre comunicado y comunicado sobre el estado de salud del comandante Chávez, presas de la angustia y la expectativa (que es una suerte de suspensión del tiempo), corremos el riesgo de perder de vista cuánto ha cambiado la situación política desde el 7 de octubre pasado (y luego desde el 16 de diciembre), y no alcanzamos a tener una idea clara de cuánto cambiará en los próximos meses, semanas y días. Esto último, por cierto, tratándose del futuro, es infinitamente comprensible. Pero si la incertidumbre nos asalta con razón, debemos permanecer atentos a las certezas. La más importante de ellas: aunque permanecemos a la espera, lo que se ha producido es una aceleración del tiempo. Las cartas se acumulan rápidamente sobre la mesa y vienen tiempos de desenlace.
En lo que concierne al antichavismo, una situación tan incierta como la que tenemos en frente lo sorprende en un estado de debilidad casi sin precedentes. El descalabro que han significado los resultados de las dos más recientes contiendas electorales ha dejado a la clase política opositora en un estado de precariedad estratégica comparable a la que ya padeció después del referéndum de 2004. Y tendríamos que resaltar que se trata de precariedad estratégica en sentido estricto: la estrategia de desgaste que hizo suya a partir de 2007, concebida para cosechar éxitos a largo plazo (presidenciales de 2013) resultó ser insuficiente para derrotar al chavismo. Desmoralizado, sin arrestos para la autocrítica, acudió en diciembre (o más bien dejó de acudir) a unas elecciones regionales en las que encajó derrotas que no estaban en sus planes: Zulia, Carabobo, Táchira, Nueva Esparta, etc. Las demostraciones de intolerancia política luego de la derrota en las presidenciales, y en particular el mapa que ha resultado luego del 16 de diciembre, y que nos muestra el territorio del antichavismo duro, reducido a zonas urbanas de clase media y alta, eventualmente nos estaría señalando qué debemos esperar de las fuerzas contrarias a la revolución bolivariana: ¿reasumirá el protagonismo el antichavismo más confrontacional? Eso está por verse.
Lo anterior no quiere decir en lo absoluto que el antichavismo está condenado a la cortedad de miras, a la derrota. Quiere decir, a lo sumo, que está en clara desventaja. Así lo indican su propensión al chisme y a la intriga (alentando la división de la dirección política del chavismo), la mediocridad de los análisis de sus portavoces más conspicuos (sobre todo los relativos al «post-chavismo» y al «chavismo sin Chávez«), la pertinaz apuesta por un golpe de suerte o una catástrofe que, de carambolas, lo deje bien parado, y las denuncias sobre la «falta absoluta» que supondría el hecho de que el comandante Chávez no asuma el 10 de enero ante la Asamblea Nacional. ¿Golpe constitucional? Demasiado extravío.
La debilidad congénita de los análisis sobre el llamado «post-chavismo» o el tan mentado «chavismo sin Chávez» está relacionada con una dificultad que ya hemos visto antes: la dificultad de pensar (y mucho menos entender) al chavismo. Si no se le piensa, porque se le desmerece como objeto de estudio, pero sobre todo se le menosprecia como sujeto de conocimiento, ¿cómo se puede pretender entender o predecir lo que vendría «después» de Chávez o del mismo chavismo?
Pero esta debilidad, que vale fundamentalmente para el antichavismo, debe servir como un llamado de alerta al mismo campo chavista. Esta incomprensión sobre lo que somos, sobre lo que hemos sido capaces de hacer, sobre nuestras fortalezas y debilidades, puede poner en serio riesgo nuestra actual posición de ventaja, y más en un momento signado, como ya hemos dicho, por la incertidumbre, y por la posibilidad cierta de una inversión de las posiciones.
Comprender el chavismo significa varias cosas al mismo tiempo, pero significa en primer lugar lo siguiente: asumir de una vez por todas que debemos estar prestos a sumarnos a la pelea por ese significante tan potente, saliéndole al paso a los oportunistas de todo tipo. Aún «significante» es un vocablo que no le hace justicia a todo lo que está en juego: la pelea es por la posibilidad de contar nuestra historia, de afirmarnos como sujeto político revolucionario, por reafirmar a cada paso nuestro horizonte.
Es cierto que existe un chavismo conservador y acomodaticio. Pero no puede haber dudas de que, al menos en este momento histórico, sólo el chavismo es revolucionario, y todas las fuerzas que se reclamen revolucionarias habrán de formar parte del torrente chavista y reconocerse como tal.
La anterior es una afirmación que tal vez escandalizará o ruborizará a cierta izquierda que, en todo caso, tendrá que demostrar lo contrario. Igualmente, producirá escozor a intelectuales o académicos progres (¿cuál es el conocimiento que se está produciendo en las universidades creadas durante la revolución bolivariana?), demasiado acostumbrados a mirar los toros desde la barrera, y quizá formándose para contarnos dentro de un par de décadas las verdades que el pueblo chavista hoy sabe de sobra.
Comprender el chavismo, entender cómo fue posible el milagro de la política, cómo llegamos a ser esto que hoy somos, guarda relación directa con una «tarea» siempre pendiente para quienes nos formamos en la izquierda: esa que nos convoca a saldar cuentas con una cultura política salpicada de prejuicios, arrogancia y prudente distancia frente a lo popular. Significa reencontrarnos, pues, cada vez que haga falta, con lo popular. Pero no lo popular abstracto, no el «pueblo» de los libros o de las consignas, sino por ejemplo ese pueblo adeco y copeyano al que le hablaba Chávez en 1999, y que distinguía de las cúpulas. Ese mismo pueblo al que Chávez interpelaba una y otra vez, exigiéndole que asumiera su responsabilidad, que levantara las banderas de Bolívar, de Zamora, de Robinson. Ese pueblo que fue fundiéndose con el pueblo militar. Ese pueblo real y rebelado que se encontró con un líder que le mostró que podía llegar hasta donde quisiera y hacer cuanto se propusiera, porque él era grande, digno, y estaba para mejores cosas.
Para aprender qué cosa es la política hegemónica en sentido gramsciano bien vale leer al mismo Gramsci. Pero si lo anterior puede resultar redundante, ¿qué será lo que nos impide asimilar que primero hay que volver a escuchar al Chávez candidato, allá por 1998, tanto como al Chávez ya electo explicando la urgencia histórica de una Constituyente? Porque escucharlo de nuevo es escucharnos, volver sobre nuestros pasos, retomar la idea que nos hicimos entonces de la sociedad que ya no queríamos ser, tanto como la idea de lo que queríamos construir. Es volver sobre un tiempo en que consideramos que todo era posible, para no olvidar que hoy sigue siéndolo. Más importante aún, es entender que la solución a nuestros problemas provendrá de nosotros mismos, de nuestra historia, de nuestras circunstancias.
Política hegemónica, sí, que es todo lo contrario de la política sectaria de partidos o grupos que reclaman la representación de una «clase» o de unos «pobres» que no pasan de ser abstracciones o pretextos para no reconciliarse con el pueblo real, porque están empeñados en reconciliarse con esencias. Tal vez no será de las principales, pero no por eso deja de ser una amenaza: llegado el tiempo de las resoluciones, seguir perdiendo tiempo y energía muy valiosos compitiendo por quién es más «pobre» y quién ha leído menos libros.
Una amenaza mayor es la que se desprende del análisis según el cual el chavismo es un conjunto monolítico, sin fisuras, cuyo principal reto sería crecer expandiendo su área de influencia hacia la clase media, todavía «manipulada» por la maquinaria propagandística antichavista. Aquí nos enfrentamos a un desafío de alcance estratégico. Parte importante de nuestro esfuerzo tendría que estar orientado a respondernos las siguientes preguntas: ¿de qué hablamos cuando decimos clase media? ¿Cuál es su peso específico en la división de clases de la sociedad venezolana? ¿Cuál es el peso de eso que llamamos clases populares (estratos D y E)? ¿Cuántos millones de venezolanos y venezolanas pertenecientes a las clases populares se cuentan entre los 6 millones 591 mil 304 que votaron por Capriles Radonski el 7 de octubre pasado? ¿Se ha producido una migración de las clases populares hacia el antichavismo? De ser así, ¿de qué magnitud? Hipótesis: sin subestimar el peso y la importancia de las clases medias, no habrá política hegemónica sin el apoyo decidido de las clases populares, y este apoyo está lejos de estar asegurado, principalmente por nuestros errores en los campos cultural, político, económico, etc. Actuar a contravía de esta premisa puede preparar el terreno para el adocenamiento de la revolución bolivariana.
Pero quizá la principal amenaza que pende sobre el chavismo es la que se deriva de la influencia que puedan llegar a ejercer las fuerzas que propicien su pasividad. Nada más peligroso que el tono lastimero de cualquier iniciativa oficial, por insignificante que parezca. Nada menos oportuno que cualquier devaneo con el culto a la personalidad, que siempre tuvo como efecto último la desmovilización y la derrota. Incluso la estabilidad, bien político capital en las actuales circunstancias, debe lograrse con el pueblo chavista en la calle. El ejercicio de gobierno debe evitar a toda costa reproducir la lógica del pueblo beneficiario (otra forma de pasividad). En fin, los nuevos desafíos son, en buena medida, los viejos, sólo que «actualizados», y se expresan a su manera en un momento sin duda vertiginoso.
En circunstancias como las actuales, tan inciertas y azarosas, es preciso no perder la perspectiva. El chavismo está vivo y fuerte. Y permanece en ventaja. Es tiempo de tener confianza en nosotros mismos.
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