Como contrapartida a la incipiente recesión que afecta a buena parte del mundo, se le ha sacado el polvo a una palabra que hace un tiempo no se oía: reactivación. Dirigentes, analistas y empresarios parecen mancomunar esfuerzos para conjurar el fenómeno de quiebre que termina por revelarse secular. Contra toda promesa de los ideólogos históricos […]
Como contrapartida a la incipiente recesión que afecta a buena parte del mundo, se le ha sacado el polvo a una palabra que hace un tiempo no se oía: reactivación. Dirigentes, analistas y empresarios parecen mancomunar esfuerzos para conjurar el fenómeno de quiebre que termina por revelarse secular. Contra toda promesa de los ideólogos históricos de la libertad de mercado, que auguraban crecimiento sin sobresaltos a la par que ilimitado (hasta se habló de el fin de la historia), la caída de los números vuelve a marcar el pulso de la economía[2].
Para ser francos, en Latinoamérica y otras regiones eternamente pendientes de que algo se «derrame», la expresión es más recurrente que en Estados Unidos o en los países fuertes de Europa y Asia, quienes en las últimas décadas parecían estar bendecidos con una suerte de maná del crecimiento constante y de la estabilidad.
Entonces aparece esa otra palabrita, presentada como estrategia política frente a la situación de «estancamiento» o de franco «retroceso» de la economía: fomentar el consumo.
La menciona Barack Obama en EE. UU., se la oye en Europa, hasta la trae a colación la presidenta de Argentina, un país casi ignoto para las ciudadanías de las potencias mundiales. En ámbitos académicos y medios de comunicación, la proponen o la repiten politólogos y economistas, a veces denominados «progresistas».
Todo un signo de la época por la que atraviesa la humanidad: las regresiones o los crecimientos son medidos en los países del «primer mundo» -aunque incluso en las naciones periféricas- a partir del parámetro de los niveles de consumo.
No obstante, es necesario reparar en las diferencias entre el consumo de los que tienen (muchas veces, consumismo), y el de los que no poseen (casi un no – consumo).
Con seguridad hoy hay más gente en el mundo que no puede acceder a lo necesario para subsistir. Pero este aspecto de la economía internacional tiene un antecedente casi inmemorial, y nunca se habló de «permitir el insumo» a los desposeídos. Mucho menos, de «crisis planetaria», como ahora. ¿Resulta extraño?
Detenerse a pensar en por qué aparece ahora el fomento a las prácticas de compra a manos de ciertos sectores (la consigna no es para todos), no se puede disociar del cuestionamiento a los objetivos políticos inherentes a ello.
Lo que a escala global los gobiernos pretenden evitar de la crisis parece ser la afección a los intereses de un grupo minoritario respecto de los siete mil millones de habitantes del planeta, pero que es poderoso en cuanto representa el feliz producto y el principal aliado y sostén ideológico del sistema de producción moderno – occidental.
…Porque es claro que los ciudadanos que más se incomodan ante este escenario poco prometedor -y a quienes se pretende complacer rápidamente desde aquellas esferas gubernamentales- difícilmente piensen en situaciones de hambre, propias o ajenas (al menos, por el momento). Ni siquiera de hambre como sensación pasajera, de momento. Lógicamente, menos de hambre como condición de existencia.
En los países «desarrollados», se habla de los problemas para quienes están ligados a hipotecas, o de las afecciones a la industria automotriz[3]. Aun en naciones menos ricas, lo que se debe garantizar a un conjunto son condiciones para la búsqueda de posesiones materiales[4].
En definitiva, los países poderosos son quienes establecen qué debe entenderse por «crisis», y qué debe ser ignorado.
Desde 2007, a mayo de 2008, frente a los incrementos en los precios de la alimentación, se registraron protestas en más de 37 países (México, Indonesia, Filipinas, Haití, Pakistán, Senegal, Costa de Marfil, y otros). Aproximadamente en el mismo período, los víveres aumentaron su valor de mercado de manera significativa (lácteos, 80 %; soja, 85 %; trigo, 130 %). Se estima que cada vez que los alimentos de base suben el 1 % de su cotización, 16 millones de personas caen en la inseguridad alimentaria[5].
Estas situaciones «reales» no fueron catalogadas o consideradas como dificultosas. Ni siquiera fueron mentadas u observadas. El colapso de la economía financiera en los centros del mercado capitalista, en cambio, puso a todos en estado de alarma.
¿Cómo entender que se llame crisis a la caída de una hipoteca, o de valores en definitiva ficticios, y no a la extensión cada vez más generalizada del hambre? ¿Será que lo que está en juego hoy es la legitimidad del sistema? ¿Se revelarán insatisfechas, incompletas, vacías, las legiones de consumidores que ahora no pueden materializar su proyecto de vida, construido sobre el placer y la satisfacción que generan el acto de poseer y de insumir, aunque sea fugazmente?
El régimen que equipara consumo individual y superficial con modelo de felicidad, es un sistema perverso que despolitiza y disciplina socialmente. Como tal, hay que sostenerlo: «proteja sus bienes», «piense en su seguridad», «invierta en su futuro». Lo colectivo, sigue ausentado.
Pero además de lo anterior, es necesario formular otra pregunta no menos importante: ¿de qué tipo de consumo se habla? ¿De un consumo racional, no destructivo y amable con el medio ambiente? ¿O se insiste con la variante moderno – occidental de seguir utilizando discrecionalmente los recursos del entorno, sin medir las consecuencias de ello?
Además de la inercia a perseverar en el error, algo que parece inherente a la condición humana de esta etapa socio – histórica, hay otros motivos para creer que es la segunda alternativa aquella por la cual se está apostando.
«Inyecciones» a la industria del automóvil, «incentivos» a la construcción destructiva, «estímulos» a un modelo de consumo opulento… Es por ahora lo que se les ocurre a los Estados en su retorno a los papeles importantes, tras el retiro o la aparente desaparición de ellos en los últimos años.
Inquieta ensayar respuesta -imaginar hipotéticos escenarios- en torno a lo que ocurriría si se generalizaran al resto del globo los niveles de consumo de algunos países.
El ecologista Lester Brown asegura que «Cuando los chinos consuman tanta carne como los estadounidenses, absorberán el 50 % de los cereales del mundo»[6]. China, se sabe, representa aproximadamente el 15 % de la población planetaria…
Claro que el problema en sí mismo no es la emergencia del «gigante asiático» (no se trata de evitar que en oriente se sigan «occidentalizando» los parámetros de consumo).
Dicho de manera más contundente: el actual modelo de derroche de materias primas resulta insostenible para el común de la humanidad. Tal como comprobó Harlem Bruntland, si toda la población mundial consumiera en los mismos niveles en que lo hacen los habitantes de los países «desarrollados» del norte, se necesitarían diez planetas tierra para satisfacer el total de las necesidades[7].
Sería, sin lugar a dudas, acelerar los tiempos del suicidio colectivo.
¿Cómo hablar de crisis cuando se afectan los intereses más mezquinos de un sector, insignificante punto en las dimensiones del tiempo y del espacio, y no cuándo no hay reparos en seguir asesinando insaciablemente el entorno del cual pende la supervivencia misma de la humanidad?
Es el consumo una máquina de transformar la naturaleza en cosas superfluas. Un aparato que ante la situación actual se hace necesario despertar otra vez, para que los ciudadanos se sientan libres y dichosos.
Lo grave tal vez no sea la erosión de las condiciones de vida del planeta, llevarlo a sus límites últimos. Sino, permanecer indiferentes ante esto…
Modificar el sistema de producción, torcer de manera copernicana la cultura del consumismo, aplacar los niveles irrisorios de derroche, estos son los únicos sentidos que palabras como «progreso» o «crecimiento» debieran admitir a esta altura de la Historia.
Así las cosas, o no – mañana.
NOTAS
[1] Por Emiliano Bertoglio, Lic. en Ciencias de la Comunicación. Río Cuarto (Córdoba). Febrero – Marzo, 2009.
[2] El colapso de numerosas entidades ligadas al capital financiero terminó por desestimar otro de los mitos de la economía de mercado: la necesaria ausencia del Estado, que ahora (re)aparece para socorrer a numerosas compañías en estado de quiebra.
[3] La producción de automóviles es todo un símbolo del American way of life promovido desde Norteamérica y adoptado por las élites y «clases medias» de tantas otras regiones. Paralelamente, se la podría considerar como la más destructiva de todos los tiempos. En los países industrializados o emergentes, los altibajos en las ganancias de las empresas automotrices con frecuencia son equiparados a la buenaventura o la desgracia en la calidad de vida de sus ciudadanías.
[4] Repárese en un caso como el de Argentina, en donde meses atrás la presidenta Cristina Fernández lanzó un «plan canje» de lavarropas y heladeras. El anuncio, por momentos rayó lo rimbombante. Esta es la estrategia local para afrontar, para desafiar, la crisis mundial. La finalidad: generar «trabajo», y «consumo». Lejos de ser una medida seria, mucho menos una propuesta de corte «estadista», la iniciativa parece estar mucho más cerca de una finalidad netamente pragmática: generar sensaciones ilusorias y momentáneas, de trabajo y de consumo.
[5] Contradictoriamente, nunca en la historia la producción de bienes para la subsistencia había sido tan grande como en la actualidad. El aumento generalizado de precios responde a varias causas: el crecimiento de los niveles de la calidad de vida en naciones como India, China y Brasil; la fabricación de agrocombustibles con una parte de la producción alimentaria; la subida del costo del petróleo que alimenta el transporte de materias, primas y procesadas; la especulación financiera, que se desplaza de otras esferas (por ejemplo, la construcción) hacia la de la alimentación. «La crisis del siglo», de Ignacio Ramonet. 2008. Ed. Capital Intelectual.
[6] Citado en «La crisis del siglo», de Ignacio Ramonet. 2008. Ed. Capital Intelectual. p. 18.
[7] «Úselo y tírelo. El mundo del fin del milenio visto desde una ecología Latinoamericana». Galeano, Eduardo. 1994. Ed. Planeta. Buenos Aires.