Cada vez más, quienes tienen la responsabilidad de administrar las grandes economías del mundo piensan que el estudio académico de la economía ya no es adecuado para sus fines. Comienza a parecer una ciencia pensada para resolver problemas que ya no existen. Un buen ejemplo de ello es su obsesión con la inflación. Los economistas […]
Cada vez más, quienes tienen la responsabilidad de administrar las grandes economías del mundo piensan que el estudio académico de la economía ya no es adecuado para sus fines. Comienza a parecer una ciencia pensada para resolver problemas que ya no existen.
Un buen ejemplo de ello es su obsesión con la inflación. Los economistas todavía enseñan a sus estudiantes que el papel principal de los gobiernos en lo que respecta a la economía -muchos insistirían, el único papel económico que les debería corresponder- es garantizar la estabilidad de los precios. Debemos estar constantemente alerta sobre los peligros de la inflación. Por lo tanto, que los gobiernos simplemente impriman dinero se considera un gran error. Sin embargo, si la inflación se mantiene a raya mediante la acción coordinada del gobierno y los banqueros centrales, el mercado debería encontrar su «índice natural de desempleo», y los inversores, aprovechando las claras señales de precios, deberían ser capaces de garantizar un crecimiento saludable. Estas suposiciones surgieron con el monetarismo de la década de 1980, la idea según la cual el gobierno debe de limitarse a administrar la oferta monetaria, y en la década de 1990 se había aceptado como una obviedad tan elemental que prácticamente todo el debate político tenía que partir del reconocimiento de los peligros del gasto público. Esto sigue siendo el caso, a pesar del hecho de que, desde la recesión de 2008, los bancos centrales han imprimido dinero a un ritmo acelerado en un intento de crear inflación y obligar a los ricos a hacer cosas útiles con su dinero. Cabe resaltar que no han tenido mucho éxito en ninguno de estos esfuerzos.