Durante milenios, el hombre se ha servido de la escritura para trasmitir su experiencia vital a su descendencia y así poder evolucionar socialmente al modo en que nuestro cuerpo lo hace en la naturaleza en cuanto especie. Sin embargo, gracias al avance científico-técnico propiciado por esta herramienta cultural y su gregario efecto de la lectura, […]
Durante milenios, el hombre se ha servido de la escritura para trasmitir su experiencia vital a su descendencia y así poder evolucionar socialmente al modo en que nuestro cuerpo lo hace en la naturaleza en cuanto especie. Sin embargo, gracias al avance científico-técnico propiciado por esta herramienta cultural y su gregario efecto de la lectura, nuestra civilización ha alcanzado el grado de madurez suficiente para, desde el imperio de la imagen, poder prescindir de ambos hábitos, cuya utilidad hasta fechas recientes en modo alguno negamos, pero que a día de hoy ven menguada su capacidad e incluso pueden suponer todo un lastre como en su día lo fueran otras técnicas, entre las que se encontraba la tradición oral, que veían en ella una decadencia mental por cuanto descuidaría la memoria personal y colectiva, y durante siglos no fueron pocos los ilustres personajes de la historia que se negaron a dejar por escrito su saber y enseñanzas, entre ellos Sócrates y el mismísimo Jesús. Así, hoy muchos temen que el no educar a la infancia en el manejo de estos vetustos procedimientos comunicativos será toda una hecatombe cultural y el acabóse de la civilización humana entregada sin freno al culto de la táctil interactuación de los medios audiovisuales. Bastante tributo se les ha dispensado ya haciendo de su presencia el inicio de la historia. Eso nadie se lo puede quitar. Mas va siendo hora de que prescindamos de tan arcaica forma de comunicación y apostemos firmemente por formarnos en el dominio de las nuevas tecnologías icónico-simbólicas que en un futuro cercano jubilarán a la escritura y la lectura y, junto a la ortografía y la caligrafía, habrán de dar paso a una nueva forma de relación interpersonal más libre y ágil que capacite a los jóvenes para comunicarse con mayor velocidad y eficacia en los vertiginosos tiempos del incipiente siglo XXI.
Es en este sentido en el que me congratulo por los continuados éxitos obtenidos a manos de los sucesivos gobiernos habidos, pues gracias a sus continuas reformas educativas los niveles e índices de lectura y escritura disminuyen de modo progresivo, y todo apunta a que en breve el Estado Español se encontrará a la cabeza del mundo desarrollado en suprimir perniciosa continuidad entre nosotros, al tiempo que entre la infancia ha aumentado considerablemente la sana costumbre de ver la tele, pasarse las horas conectados a internet y adquirir provechosas habilidades apretando botones en videoconsolas, móviles, mp3, 4, 5… que seguramente les serán de enorme provecho cuando tengan que trabajar de cajeros en los supermercados o recoger los pedidos en un MacDonalds. Pero, con todo, creo que no se hace lo suficiente.
Y digo que todavía no se hace lo suficiente, porque todavía puede contemplarse con estupor la publicación de cuentos para niños, secciones infantiles en las bibliotecas, edición de concursos literarios para jóvenes… Como comprenderán, así no se puede. ¿Qué es lo que se pretende con éstas campañas a favor de la lectura, si no es dar pábulo al negocio editorial y de comer al conjunto de advenedizos escritores, poetas y dramaturgos que tras la pluma esconden lo que en otro tiempo se llamara una vulgar charlatanería? La humanidad ha vivido la mayor parte del tiempo sin necesidad de estos instrumentos y puede continuar haciéndolo varios milenios más sin ellos, porque en verdad la población no precisa saber leer ni escribir más allá de lo que la capacite para entender las etiquetas de los productos que va a comprar en los comercios, reconocer las marcas que le anuncian por la tele y que debe adquirir en las grandes superficies, y poder recibir las órdenes que desde distintas instituciones, empresas y organismos oficiales se le lleguen a comunicar con no más de cinco palabras seguidas como, por ejemplo, «Hacienda somos todos», «Si bebes no conduzcas», «Vota a Fulanito», «Ven y cuéntalo»; o sencillamente «Siempre Coca-Cola»… Nivel parecido al que mostramos en matemáticas, con el que nos basta y sobra para reconocer los números del 0 al 9, y para de contar. No se entiende entonces el enorme empeño y esfuerzo institucional derrochado en convertirnos a todos en poco menos que literatos, como pretende la secta del Círculo de Lectores, asaltándonos por las calles, metiéndonos la lectura por los ojos.
Si no deseamos que nuestros jóvenes se conviertan en auténticos parias de la civilización venidera y carezcan de los conocimientos básicos para moverse con soltura en la nueva cultura de la imagen que se está forjando, hemos de evitar en lo posible que adquieran los primitivos usos de abrir un libro o coger un bolígrafo. Por supuesto, esto requiere un gran sacrificio por parte de todos, empezando por las familias, donde se ha de dar ejemplo al niño: Nada en casa ha de recordar la presencia antigua de enciclopedias, diccionarios o sencillos periódicos; en consecuencia, los muebles han de estar desprovistos de baldas o estanterías; por supuesto, nada de tebeos, cómics, mangas o como quiera que ahora disfracen su nombre, siquiera con abundantes dibujos, que por ahí se empieza. ¡A ver la tele en la sala o a escuchar música al cuarto! En las escuelas las clásicas pizarras deben sustituirse inmediatamente por pantallas de plasma donde con una sencilla presión del dedo puedan realizarse todas las operaciones sin necesidad de escribir en ellas, y en lugar de incómodos pupitres han de instalarse terminales de ordenador, desde luego sin los innecesarios teclados decimonónicos; los libros de texto pueden editarse en CD y DVD donde todo el mensaje venga recogido con imágenes o en explicaciones auditivas, y los únicos lápices que se vean serán los que cuelgan del cuello como si fueran amuletos o modernos cencerros en los que pasear la memoria escolar de varios mega-gigas. El estado, por su parte, y todos sus organismos oficiales, primarán el no saber leer y escribir, por cuanto ello puede resultar perjudicial para la comunicación con la ciudadanía -como sucede en la Seguridad Social, donde a los médicos sólo les entiende la letra el farmacéutico-, y como ejemplo editará todos sus documentos, a modo de telediarios, con pequeños rótulos y abundante reportaje gráfico, empezando por el propio BOE, etc.
Indudablemente, estas milenarias costumbres, cuales son las de la escritura y la lectura, que en su día se adquirieron más por necesidad que otra cosa, no desaparecerán de la noche a la mañana, toda vez que algunos se resisten a perder el poder que les otorga dominar su técnica, como en su día los sacerdotes y escribas se resistieron a que dicho conocimiento se extendiera al resto de la población, olvidándose por entero de su quehacer esclavo. Llevará tiempo eliminar por entero su uso e incluso su realidad. Pero tan pronto la gente advierta que sólo leen los pobres por no tener otro medio con el cual divertirse, o aquellos pueblos subdesarrollados que carecen de la fibra óptica con la cual poder avanzar hacia ésta nueva cultura de la imagen, la erradicación de la lectura y de la escritura será más fácil y rápida, quedando relegada y reducida su presencia a clubes literarios de nostálgicos y a los museos. De ahí a que se olvide por completo sólo será cuestión de tiempo. Y así como hoy hay lenguas muertas, como el sánscrito, el arameo, el latín o el griego, esperemos que para el siglo XXII lo que verdaderamente esté muerto y en desuso sean precisamente la escritura y la lectura. La propia UNESCO, que algo sabe del asunto, parece haber emprendido una drástica campaña de concienciación global y ha informado al mundo de que en el pasado 2007 ha empezado a eliminar libros por medio del también antiguo procedimiento del fuego, al que fueron a parar no menos de cien mil ejemplares. ¡Todo un ejemplo!
Nicola Lococo es filósofo