Recomiendo:
1

Prólogo a "Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica (CAT)" de Jorge Riechmann

Contra las falsedades y la irracionalidad del productivismo

Fuentes: Rebelión

[…] La ciencia puede revelar el alcance de dicha crisis, pero sólo la acción social puede resolverla. Hoy en día, la ciencia puede servir a nuestra sociedad exponiendo la crisis de la tecnología ante el juicio del género humano. Este bloque dictaminador será exclusivamente el que haya de decidir si el conocimiento creado por la […]

[…] La ciencia puede revelar el alcance de dicha crisis, pero sólo la acción social puede resolverla. Hoy en día, la ciencia puede servir a nuestra sociedad exponiendo la crisis de la tecnología ante el juicio del género humano. Este bloque dictaminador será exclusivamente el que haya de decidir si el conocimiento creado por la ciencia debe destruir la humanidad o promover el bienestar humano.

 

Barry Commoner, Ciencia y supervivencia, p.157

En una destacable reflexión sobre «Ciencia y anticiencia»1, el reconocido historiador de la ciencia de la Universidad de Harvard Gerald Holton expone un ejemplo revelador de la decisiva importancia de la participación ciudadana en asuntos de política de la ciencia. En un experimento piloto iniciado en 1980 por la Public Agenda Foundation de EE.UU., fueron convocados seis grupos, de entre 9 y 14 personas, representativos del conjunto de la ciudadanía norteamericana, con la finalidad de que mediante documentados y adecuados debates tomaran decisiones fundamentadas sobre problemas normativos ético-políticos cuya evaluación parecía en principio requerir sofisticados conocimientos científico-técnicos tan sólo accesibles a una reducidísima minoría de miembros prominentes de determinadas comunidades académicas. Los dos ejemplos citados por Holton como temas propuestos para su discusión fueron la pertinencia o no de fomentar la producción de isótopos de material fisionable y, en un orden distinto, la de primar o no la investigación agresiva del proceso de envejecimiento.

Al inicio de cada sesión, cada uno de los grupos participantes, sin preparación ni discusión previa, ofrecía una respuesta bastante previsible y que reflejaba el grado habitual de desconocimiento o de imprecisión en asuntos tecno-científicos que suele en general traslucirse en gran parte de las encuestas o estudios realizados2. Empero, al final de cada sesión, después de que se hubiera indicado al grupo de debate la necesidad de informarse, de estudiar y discutir acerca de los aspectos científicos y técnicos del tema en cuestión con la ayuda de materiales explicativos y asequibles puestos a su disposición y, tras haber dialogado unos con otros sin urgencias ni precipitaciones, se volvían a pronunciar sobre el mismo asunto. Pudo entonces observarse que el resultado de esta segunda votación, la realizada después de sus en ocasiones prolongadas y no fáciles discusiones, era muy diferente del de la primera ya que se aproximaba en gran medida al obtenido independientemente por destacados grupos de científicos profesionales que habían abordado las mismas cuestiones. Cabía entonces concluir, apunta Holton -que además de historiador de la ciencia es profesor de Física y forma parte del comité editorial que trabaja en la publicación de las obras completas de Einstein-, que con los recursos necesarios y con condiciones sociales y culturales que posibiliten la intervención

informada de las poblaciones determinados aspectos de cuestiones científicas o tecnológicas con netas y decisivas aplicaciones económicas y políticas podrían ser dilucidados con racionalidad y mesura, incluso en plazos relativamente breves, con la activa participación de personas no necesariamente expertas en las materias objeto de discusión.

Caminando por un sendero afín, durante el coloquio de una conferencia3 impartida en enero de 1981 por Manuel Sacristán Luzón (1925-1985), un poliédrico marxista hispánico de enorme y no siempre reconocida importancia, se preguntó al conferenciante por la posibilidad de que la filosofía o la ciencia «salieran más a la calle», de que se situaran al alcance del ciudadano (o ciudadana) medio, generando de este modo una situación que favoreciese la difusión de una mayor y más completa racionalidad entre la población. En opinión de Sacristán, no había atisbo posible de duda: «a eso no se le puede contestar más que afirmativamente, sin ocultarse los grandes problemas que tiene». Dar a conocer la filosofía, hacer público los supuestos saberes filosóficos, era relativamente fácil, pero difundir una información de calidad acerca de la física nuclear o de la ingeniería genética resultaba bastante más complicado, dado que incluso «las personas con estudios, pero con otro tipo de estudios, no tenemos muchas veces buena información acerca de esas cosas; es decir, sobre un reactor nuclear, los que no somos físicos, toda la información que tenemos proviene de los físicos (…) No hay ninguna duda de que eso les da un poder muy especial a determinados científicos, con independencia de la mayor o menor situación del conocimiento popular». Empero, la realista consideración anterior no restaba un átomo de verdad a la sugerencia: en estos asuntos había «un problema muy importante de información, que no lo resolvería todo porque hay además un problema de moral, de valores y social, pero que sólo así se permitiría plantear el problema de valores «.

Jorge Riechmann, matemático, poeta, ensayista, traductor, ecologista, profesor de filosofía moral, redactor de la revista mientras tanto, responsable de biotecnologías en el departamento confederal del sindicato de CC.OO., tomó nota hace ya algún tiempo de la importancia de estos asuntos, se atrevió con modélico coraje con el reto planteado y lo ha hecho, una vez más, con toda la excelencia de la que es capaz, Cultivos y alimentos transgénicos. Una guía crítica (CAT), que cuenta con un apretado e ilustrado prólogo filosófico de Ramón Folch, es una revisión a fondo y actualizada de una de sus anteriores publicaciones Argumentos recombinantes (Sobre cultivos y alimentos transgénicos), estudio que fue todo un acontecimiento cultural: es absolutamente infrecuente que se distribuyan casi 10.000 ejemplares de un libro de estas características en una sociedad como la española que sigue siendo poco consciente de la importancia, e incluso a veces de la posibilidad, de los debates científico-morales y de sus enormes y cruciales repercusiones políticas.

Riechmann señala en la presentación de su ensayo que sin duda la mercantilización creciente del acervo genético de la biosfera, junto con la progresiva privatización del conocimiento científico, «representan una de las mayores amenazadas a las puertas del siglo XXI». Apenas puede concebirse una tecnología más funcional al sistema económico capitalista que la de la ingeniería genética. Sin que ello conlleve, desde su temperado punto de vista, la problematización de las técnicas de manipulación genética en sí mismas sino más bien del contexto político, jurídico, económico, en el que se emplean y de los intereses a los que sirven. Con sus palabras: «El problema no es «la biotecnología» en sí misma, sino «la biotecnología de las multinacionales«: y una parte de ese problema es que la biotecnología de las multinacionales tiende a convertirse en toda la biotecnología». En línea consistente con Vandana Shiva4, Riechmann también denuncia con claridad argumentativa que las prácticas de las multinacionales del Imperio (y afines) se enfrentan a la biodiversidad como la colonial y clásica piratería del oro: con medios ilegítimos asumen nuevos derechos sobre la biodiversidad y el conocimiento nativo de las comunidades autóctonas, sobre el patrimonio colectivo de poblaciones no pobres sino empobrecidas, robando de esta manera su riqueza más primordial y acaso única.

Sin duda imaginable, su preocupación, interés e investigación son oportunas y necesarias. Los cultivos transgénicos se están convirtiendo en un tema nada marginal para sectores no minoritarios de las ciudadanías de este mundo, sesgada, injusta y desigualmente globalizado. Si hace apenas cuatro o cinco años, las grandes empresas del sector (Monsanto, Novartis, Astra-Zeneca, Bayer, AgrEvo) preveían que al cabo de apenas una década los principales cultivos comerciales del mundo serían productos transgénicos, la situación en este belicoso e imperial inicio de siglo no parece tan obvia ni tan a favor de los eternamente insatisfacibles intereses de los poderosos. La manifiesta preocupación de poblaciones de lugares muy diversos del planeta, las frecuentes movilizaciones populares, los repetidos escándalos alimenticios, la sensibilidad de algunos medios de comunicación, la búsqueda concretada de alternativas agrícolas respetuosas con el medio, el demostrado y muy positivo interés de fuerzas sindicales, de algunas ONG y de unas cuantas organizaciones políticas, han provocado, por ejemplo, un meritorio y deseable cambio de rumbo en algunos sectores gubernamentales europeos. Las numerosas acciones ciudadanas, en línea con el participativo camino vindicado por los varios foros sociales de Porto Alegre, han conseguido que el supuestamente técnico e inaccesible tema de los transgénicos se haya convertido ya en un controvertido asunto público.

Así, en varia secciones de El País – uno de los periódicos de mayor importancia cultural en España, independientemente del juicio no siempre positivo que nos merezcan muchas de sus posiciones políticas- se han podido leer, en diferentes, períodos, artículos o entrevistas de (o con) Xavier Pastor, Daniel Ramón Vidal, Enric Banda, Víctor de Lorenzo, Francisco García Olmedo, Jesús Mosterín y un largo etcétera, donde se exponían opiniones diversas sobre este tema. Mosterín, por ejemplo, en su artículo «¿Quién teme a los transgénicos?», resumía sucintamente las causas esgrimidas por los no-partidarios de las OGM: a) porque representan un peligro para la salud humana; b) porque hacen sufrir a algún animal sensible; c) porque disminuyen la biodiversidad de la biosfera, y se enfrentaba a estas críticas señalando que si bien las nuevas variedades de plantas transgénicas podrían tener efectos patógenos, por lo que debían ser sometidas a las pruebas habituales de inocuidad, de hecho no se conocía caso alguno de planta modificada que hubiera supuesto un problema para la salud. Lo que sin duda había acarreado graves problemas era la ganadería abusiva (las «vacas locas» en Inglaterra, las dioxinas de los pollos belgas, etc.), pero, en su opinión, basarse en ello para argumentar en contra de los transgénicos era confundir planos heterogéneos. Según su punto de vista, la biodiversidad de nuestro planeta, valor supremo desde la perspectiva de una ética ecológica, no sólo no se ve amenazada sino que encuentra un aliado en este tipo de alimentos, ya que los cultivos transgénicos incrementan la productividad agrícola y, de esta forma, mayor será la superficie que la humanidad puede destinar a conservar la biodiversidad. Concluía su análisis Mosterín indicando que se habían desmentido las informaciones en torno al incremento de la mortalidad de la mariposa monarca a causa del maíz transgénico, ya que aquélla aumentaba tanto si se les obliga a comer polen de maíz génico como transgénico. Aún más, añadía, la cantidad de mariposas monarca se había incrementado durante los años en que se había incrementado el cultivo de maíz transgénico.

Riechmann argumenta muy seriamente y con buenas y poderosas razones contra estas y otras muchas objeciones, ampliando notable y brillantemente el horizonte de la discusión. En la p.140 de su ensayo recoge sucintamente los diez peligros de los cultivos y alimentos transgénicos en el contexto sociopolítico actual: el debate en torno a los transgénicos, la discusión en torno a las nuevas biotecnologías, las consideraciones sobre la propiedad mercantil de la vida, no son tan sólo cuestiones técnicas, ya que, apunta justamente, no se trata de que algunos activistas se encarguen de politizar la ciencia o la tecnología sino que «son los mismos desarrollos tecnocientíficos los que ponen en juego la estructura y el destino de la polis democrática en la que queremos vivir». La cuestión política de fondo está centrada nada más, y nada menos, en torno a quién debe controlar la biodiversidad, los recursos genéticos, las fuerzas de la vida y en beneficio de quién, es decir, apunta de nuevo al combate entre quienes están a favor y quienes estamos en contra de la creciente privatización de la vida y de los procesos vitales.

No hay en CAT enfrentamiento alguno ni oposición a la ciencia ni a sus prudentes o rupturistas avances. No hay defensa alguna del irracionalismo ni del anticientificismo, como no hay tampoco tecnocatastrofismo ni tecnofanatismo. El autor expone con claridad la enorme importancia de la contribución de sectores de las comunidades científicas ante los nuevos retos. Con algo de optimismo y no tanto como mera descripción de la situación sino con intención de señalar un transitable sendero de racionalidad y compromiso social, sostiene Riechmann (p. 143) que no hay ningún tipo de control externo que pueda suplir el autocontrol de los científicos y tecnólogos conscientes de su responsabilidad moral y social. Satanizar la ciencia y a los científicos es un camino seguro de derrota para el ecologismo y causas afines. Se puede hacer política ecológica basándose en la racionalidad de las gentes, o en su ignorancia, pero, en opinión del autor fácilmente compartible, «aunque lo segundo pueda proporcionar réditos a corto plazo, creo que a plazo largo y medio está condenado al fracaso» (p. 213).

No es posible dar aquí cuenta detallada de la variedad de las cuestiones planteadas ni de los razonamientos esgrimidos. Cabe citar un caso como ejemplo ilustrativo del buen argumentar de Riechmann. Se suele afirmar que no hay diferencias cualitativas entre las biotecnologías tradicionales y las nuevas. En su opinión (p. 59 ss.), la asimilación es incorrecta. Hay cuatro grandes clases de riesgos que motivan y justifican la inquietud: 1º: riesgos sanitarios: así, el potencial alergénico de los nuevos alimentos recombinantes o la difusión de nuevas infecciones a través de los xenotrasplantes; 2º: riesgos ecológicos, como la reducción de la diversidad silvestre o la contaminación de suelos o acuíferos por bacterias manipuladas genéticamente para que expresen sustancias químicas; 3º: riesgos socio-políticos: básicamente, el incremento de la desigualdad Norte-Sur como consecuencia de una tercera «revolución verde» basada en la ingeniería genética, y 4º: riesgos para la naturaleza humana y para nuestra concepción de nuestra especie a través de la difusión creciente de ideologías y de prácticas eugenésicas o de la misma postulación normativa que defiende la conveniencia de crear de nuevas «razas» de humanes que nos sirvan para realizar determinadas y penosas tareas.

En su opinión, de la crónica de estos problemas anunciados tan sólo los del primer tipo se están teniendo en cuenta, «mientras que las otras tres grandes categorías de riesgos apenas se consideran, o no se tienen en cuenta en absoluto». De lo que Riechmann colige que, sin oponerse por principio a las técnicas de manipulación genética, hay que denunciar unas relaciones de poder y propiedad y una organización del capítulo de investigación y desarrollo que nos vuelvan «estructuralmente incapaces de obrar con la prudencia que sería de rigor». Hay que alertar sobre los intentos de banalizar estas nuevas tecnologías. Kierkegaardianamente, apunta, había que acercarnos a ellas con «temor y temblor», si bien sin concesiones a irracionalismos abiertos o encubiertos.

El autor de CAT ha tenido la gentileza, además, de ofrecer un excelente capítulo de documentada ciencia divulgativa (Capítulo II: «Algunos conceptos básicos de biología molecular») y una no menos interesante sección de política y sociología de la ciencia (Capítulo VI. «La privatización del conocimiento y de la vida» y capítulo VII «Ciencia, tecnología y democracia»). El lector encontrará finalmente una breve y actualizada bibliografía en castellano al final del libro (pp. 219-221). De hecho, esta línea de ciencia crítica, de ciencia brillantemente divulgada, de ciencia para la ciudadanía que defiende Riechmann, no es sólo en mi opinión una posición político-moral encomiable sino que presenta además una visión global del hecho social y cultural de la ciencia con interesantes aristas gnoseológicas: la ciencia es parte integrante de la cultura humana; la ciencia no debe ser vivida ni entendida como enemiga de la emancipación humana; el conocimiento positivo no es un sinónimo de ninguna Verdad escrita con ostentosas y soberbias mayúsculas y, frecuentemente, con sangre, beneficio y fuegos; la prudencia y el equilibrio son y deben ser parte integrante del hacer de las comunidades científicas; aún más, la conjetura, la imaginación creativa, incluso el prejuicio controlado no forman un conjunto disjunto con la marcha real de la ciencia. En su concepción, Riechmann está en buena compañía. Steven Weinberg, distinguido opositor a las políticas armamentísticas del reaganismo, premio Nobel de Física en 1979 y catedrático de Física y Astronomía de la Universidad de Texas, en una conferencia de 1985 titulada «La ciencia como arte liberal»5, señalaba:

«(…) La empresa científica depende en el mejor de los casos de los meros prejuicios y de las preconcepciones humanas. Sé que hice parte de mi mejor trabajo porque tenía ciertas preconcepciones sobre la manera en que las fuerzas debían funcionar, e ignoré evidencias experimentales en su contra, y no tuve éxito en dar el paso siguiente en este trabajo porque tenía prejuicios en contra de ciertos métodos matemáticos. No es una historia atípica. No conozco un modo mejor de enseñar ciencia a los estudiantes de licenciatura que a través de su historia. La ciencia es, después de todo, una parte de la historia de la humanidad y, según creo, no es la parte menos interesante».

Es necesario insistir en que no hay en Cultivos y alimentos transgénicos aversión ni desconsideración alguna de las prácticas y saberes tecnológicos. Los capítulos VIII y X del ensayo de Riechmann son una excelente muestra de su equilibrada aproximación a los debates enmarcados usualmente con la etiqueta «ciencia, tecnología y sociedad». Nos advierte el autor, como antes señalaba, contra dos ismos sesgados y poco documentados: debemos oponernos tanto y con la misma firmeza al tecnofanatismo irresponsable como al tecnocatastrofismo poco fundado. Sabe Riechmann, como diría René Vega, que detrás del estrecho paradigma cientificista se esconde el paradigma productivista, pero no desconoce que cercano al postmodernismo antitecnológico sin matiz alguno se esconde la pereza de la reflexión, cuando no la simple y llana inconsistencia o hipocresía.

La polémica, el debate social sobre las OGM, sigue sin duda en primer plano de la discusión cultural y política. Susan George, vicepresidenta de Attac, señalaba recientemente en las páginas de Le Monde Diplomatique6 que la oposición a los OGM no es fruto de la ignorancia, de la desinformación o del populismo irracional sino que se basa en hechos reiteradamente corroborados. Entre ellos, el carácter irreversible de la contaminación ambiental que pueden provocar; la interesada voluntad económica y política de un reducido grupo de empresas multinacionales de controlar mercados casi ilimitados, y la tentativa de poderosos sectores estadounidenses de dominar, tal Imperio indiscutible, al resto del mundo, con el apoyo, en ocasiones explícito, de instituciones europeas. Baste pensar, señala George, en la rápida extensión de los cultivos comerciales de OGM. En 2000, existían en el mundo unas 45 millones de hectáreas con este tipo de cultivos, el 68% de los cuales correspondía a EE.UU pero el 23% (casi un cuarto del total) se centraba en Argentina. Maíz y soja representan en 80% de esas superficies, seguidos muy de lejos por la colza, el algodón y la papa. La facturación anual del mercado mundial de semillas es de más de 45.000 millones de dólares, pero el 80% de los agricultores, sobre todos los de países del Sur, todavía no han renunciado a conservar las semillas del año anterior y a intercambiarlas con sus vecinos en lugar de comprar nuevas. La estrategia transnacional es diáfana: Monsanto, Syngenta, Aventis, Dupont, Dow, cinco poderosas empresas, controlan en EEUU el 90% de las semillas OGM, apuntando sin tapujos a una triple expansión geográfica, en variedades y comercial. Su campo de acción se amplía constantemente además dado que producen y comercializan también herbicidas y pesticidas.

Las armas de las multinacionales no rechazan la falsedad y la denigración cuando lo estiman necesario. George da cuenta del siguiente caso: David Quist e Ignacio Chapela, de la Universidad de California, publicaron un artículo en la prestigiosa revista Nature el 29/11/2001 en el que mostraban que se había descubierto restos de maíz OGM en las variedades del maíz autóctono mexicano no manipulado y apuntaban además que el ADN genéticamente modificado se había fragmentado y desplazado de manera imprevista al genoma del maíz local. Nadie pudo negar la primera afirmación pero la segunda constituía una auténtica bomba contra la engañosa publicidad de las industrias biotecnológicas que sostiene que los genes nunca se desplazan del lugar preciso donde fueron introducidos en el genoma. La empresa no dudó: solicitó los servicios de Bivings Group, empresa especialista en manipulación a través de Internet, la cual, a su vez, contrató a científicos vinculados a la industria para cuestionar las investigaciones de Quist y Chapela, llegando a inventar personas ficticias para envenenar el debate. Nature, en una decisión sin ningún precedente hasta entonces, se retractó de la publicación del artículo incriminado. Sin embargo, hasta la fecha, la reconocida revista no ha publicado los estudios de investigadores independientes mexicanos que corroboraron los resultados obtenidos por sus colegas californianos.

Las falsedades interesadas no están pues ausentes en esta discusión. Vandana Shiva, en una conferencia pronunciada en Madrid con motivo del Día de la Tierra7, ha señalado que tanto los transgénicos usuales como el arroz transgénico con más vitamina A, están envueltos en gruesas capas de inexactitudes e ilusiones sesgadas. Así, el arroz dorado, tras millones de dólares invertidos en investigaciones y experimentos, tiene apenas 30 microgramos, por cada 100 gramos de arroz, de equivalente de vitamina A y, en cambio, hay muchísimos arroces cultivados por los granjeros y en la granja orgánica «Semillas de Libertad» que presentan valores mayores sin ninguna manipulación genética. Shiva apuntaba que el «arroz dorado no va a resolver ningún problema y, sin embargo, aumenta el uso del agua, lo que incrementa la desertificación». Corremos el apocalíptico riesgo de que el arroz, el alimento que consume más gente en el planeta, se quede en manos de tres o cuatro grandes empresas cuya finalidad no ha sido nunca, ni remotamente, la justicia ni la felicidad de la humanidad.

En la mismo línea, Bernard Cassen8, miembro del consejo de redacción de Le Monde Diplomatique, ha denunciado el comportamiento de algunos académicos o científicos y ha criticado a instituciones francesas como las Academias de Ciencias y de Medicina por situarse en ámbitos tan alejados del suyo propio como el de la política comercial, acusándolas de ser correas de transmisión de transnacionales partidarias de los OGM, amén de las vinculaciones de algunos de sus miembros con los grandes grupos industriales del sector. ¿Es acaso admisible, denuncia Cassen, que una institución como la Academia de Ciencias inste al ministro del Interior del gobierno francés a adoptar una actitud de firmeza para mantener el «orden público en torno a las diseminaciones experimentales de OGM»?.

No hay, empero, una actitud similar en el caso de otras organizaciones científicas de prestigio indiscutido. El mismo Cassen da cuenta de que la Royal Society británica y la Asociación Médica Británica (BMA) han mostrado serias y documentadas inquietudes sobre la supuesta inocuidad de ingerir alimentos transgénicos, al igual que sobre la inexistencia de riesgos en los cultivos de OGM a campo abierto. La BMA afirmaba, en noviembre de 2002, que no existían hasta la fecha investigaciones concluyentes sobre la ausencia de efectos negativos de los OGM alimenticios en la salud humana, por lo que los autores del informe indicaban que «en nombre del principio de precaución, las pruebas de OGM en campo abierto no deberían ser autorizadas».

Esta última consideración nos acerca al punto normativo que con toda seguridad subyace a muchas de estas discusiones y sobre el que el mismo Riechmann9, en colaboración con Joel Tickner, ha coordinado una publicación reciente. Como señala en su excelente introducción al volumen -«Un principio para reorientar las relaciones de la humanidad con la biosfera»- nos encontramos ante un debate moral-político nada marginal. Consultoras multinacionales como Wirthlin Worldwide y Nichols-Dezenhall Communications Management Group sostienen que el principio de precaución representa al mismo tiempo una seria amenaza contra la ciencia rectamente entendida (es decir, entendida como la entienden los grupos de poder: como palanca decisiva para la obtención incontrolada de los mayores beneficios), el comercio mundial, la libertad de los consumidores y el progreso tecnológico. Empero, no sólo el poder multinacional es anti-precaución. Riechmann señala que en un artículo publicado por Henry I. Miller y Gregory Conko en Nature biotechnology (19 abril 2001, pp.302-303), una revista de artículos científicos, se sostiene que este principio, que para los autores no es sólo antitecnológico sino liberticida, trata acerca de cómo un minoritario y, por supuesto, violento grupo de radicales trasnochados quiere imponer su irracional forma de vida al resto de los pobladores de nuestro descuidado planeta.

En la misma línea argumentativa, Robert Nilsson, miembro de la Inspección química sueca (KEMI), profesor de toxicología en la Universidad de Estocolmo y asesor de numerosas comisiones, ha señalado su preocupación por el peligro de regulaciones ilógicas (sic) y por la excesiva prevención, mostrando su alarma, e incluso indignación, porque Massachusetts y San Francisco tiendan a seguir las reglamentaciones suecas que toman la moderación como punto de partida. Según Nilsson, la consecuencia de este enfoque normativo ha sido la actual quimofobia mundial, fomentada por este principio aparentemente positivo pero que es en realidad la antítesis de la ciencia, siendo abyectamente «aprovechado por quienes se ganan la vida asustando a los demás y quienes mantienen que la mera posibilidad de hacer algún daño es suficiente para prohibir el uso de cualquier sustancia. Ese principio exige que quienes desarrollan

tecnologías demuestren que son seguras, lo cual es científicamente imposible. Uno sólo puede demostrar que algo es o no es dañino hasta ahora, no que nunca lo será»10.

Nilsson se lamenta del que denomina maximalismo de la socialdemocracia sueca que, en su opinión, llega a extremos ridículos como el siguiente: los niveles de plomo en la sangre de los ciudadanos suecos han ido disminuyendo en los últimos 20 años como resultado de la progresiva disminución del uso de este metal como aditivo de la gasolina, hasta el punto de que el nivel de plomo de los niños suecos en los últimos años equivale al de los que viven en zonas no contaminadas del planeta, como el Himalaya. Sin embargo, protesta escandalizado, el gobierno sueco ha decidido acabar con todo lo que contenga plomo: baterías de los vehículos, tanques de pesca, quillas de los veleros, uso no restringido de plomo en balas y perdigones, etc., con el consiguiente y perverso efecto en la política-económica: «La aplicación de medidas de ese tipo frena el desarrollo de cualquier país, causando los niveles de desempleo que tiene Suecia».

¿En qué consiste este principio de precaución que tanta alarma causa entre instancias del poder económico y científico-tecnológico? Si desde un enfoque productivista desaforado resulta comercializable cualquier producto mientras no se demuestre positivamente su nocividad (y ‘demostrar’ aquí suele significar la quimera de una prueba concluyente sin duda imaginable), desde la óptica de los defensores de este principio moral-político «sólo deberían comercializarse productos de los que sepamos, con razonable certeza (no con una imposible certidumbre total), que no son nocivos»11. Sólo en las situaciones en las que no dispusiéramos de alternativas, sería aceptable la distribución de productos potencialmente peligrosos siempre y cuando las comunidades ciudadanas afectadas decidieran aceptar los riesgos de su uso.

El dar la espalda a este principio puede tener mortíferos efectos. Alrededor de los años cincuenta del pasado siglo y durante más de dos décadas12, trabajadores portuarios de la ciudad de Barcelona (España) empezaron a manipular amianto procedente de Canadá y Sudáfrica. No fueron sometidos ni a revisiones ni a controles médicos porque la legislatura sobre los trabajos de riesgo de aquella época no incluía esa substancia. Recientemente, decenas de estos trabajadores, con la baja por indisposición o ya jubilados, han enfermado de cáncer de pulmón o de pleura y sufren fibrosis pulmonar. El amianto actúa por acumulación. Las fibras de pequeño tamaño -la fracción respirable- llegan al pulmón, se acumulan en los alvéolos y producen los fibromas. Sabemos hoy que las personas con mayor riesgo de contraer asbestosis son las que han estado respirando esas partículas durante mucho tiempo. De hecho, algunas de ellas han fallecido en los últimos años sin conocer el origen de la enfermedad. El amianto, sustancia netamente tóxica, ha sido prohibido definitivamente este año y España ha sido el último país de la Unión Europea en desterrar su uso. Sin embargo, según fuentes sindicales informadas, la prohibición no impedirá la muerte en las próximas tres décadas de unos 500.000 trabajadores en la Europa comunitaria, 50.000 de ellos de tierras hispánicas. No hubo precaución ante los riesgos potenciales de la manipulación de esta sustancia y con ello las consecuencias no han podido ser evitadas. Es innecesario añadir que la población afectada sigue estando situada en el eslabón más desfavorecido de la jerarquizada pirámide social.

Que las tesis defendidas por Riechmann siguen un sendero correcto, queda acaso corroborado no sólo por la esquemática e inexacta comprensión de sus posiciones anteriormente mostrada sino por pereza y soberbia intelectual que muestran algunos de sus críticos. El mismísimo James Watson, codescubridor de la estructura del ADN, no tuvo su mejor tarde al señalar recientemente en unas jornadas celebradas en Lyón (Francia) que «Cada vez que oigo hablar del principio de precaución me sube la tensión. Los que lo preconizan tienen miedo de hacer algo bueno por si sucede algo malo no definido…»13. Watson no ha tenido en cuenta la urgente necesidad social de una racionalidad temperada y completada por la precaución necesaria, por las múltiples, vitales y auténticas necesidades de las poblaciones más desfavorecidas del planeta, que sin duda deben poder obtener beneficios de una ciencia y de sus aplicaciones que no estén al servicio de beneficios privatistas minoritarios. Una ciencia para y con la ciudadanía. En este razonable, ilustrado y justo sendero libros como los de Riechmann no solo son necesarios sino que son acompañantes imprescindibles.

Notas.

1) Holton, G.:Ciencia y anticiencia. Nivola Libros ediciones, Madrid 2002, pp.184-185. Traducción de Juan Luis Chulilla y José Manuel Lozano-Gotor.

2) John Maddox, el ex-director de la prestigiosa revista Science, comentaba que en una encuesta realizada a finales de los ochenta entre la ciudadanía londinense en la que se preguntaba por el carácter heliocéntrico o geocéntrico de nuestro sistema solar, tan sólo el 50% de los consultados respondieron acertadamente; el 20% falló en su respuesta y el 30% no supo qué contestar. Sin embargo, Levi-Leblond ha argüido con destreza y sin sofismas sobre la racionalidad de algunas de estas respuestas.

3) Manuel Sacristán Luzón: «La función de la ciencia en la sociedad contemporánea» (1981). I.B. Boscán de Barcelona (España). Permanece inédita.

4) Shiva, Vandana: Biopiratería: el saqueo de la naturaleza y del conocimiento. Barcelona, Icaria 2001.

5) Weinberg, Steven: Plantar cara. La ciencia y sus adversarios culturales. Barcelona, Paidós 2003. Traducción de Juan Vicente Mayoral.

6) George, S.: «Nadie quiere los OGM, salvo los industriales», Le Monde Diplomatique (edición española), nº 90, abril 2003, pp.4-5.

7) Vandana Shiva, «La realidad es una visión feminista y ecológica», El País, 24.4.2003, p.32.

8) Cassen, Bernard: «Los académicos, correa de transmisión del lobby OGM», Le Monde Diplomatique (edición española), nº 88, febrero 2003, p.32.

9) Riechmann, Jorge y Tickner, Joel (coords): El principio de precaución. En medio ambiente y salud pública: de las definiciones a la práctica. Icaria, Barcelona, 2002, 159 páginas.

10) http://www.analitica.com/va/ambiente/opinión/4193692.asp. Con la misma mirada, Henry I. Miller, médico y biólogo investigador del Hoover Institution de la Universidad de Stanford ha señalado (analitica.com; Venezuela analítica editores 2001), después de quejarse en tono poco cortés de la actitud de gobiernos tan respetables y moderados como los de Alemania e Italia, que con la aplicación del principio de precaución «los funcionarios gubernamentales de los países que instrumentan esas políticas promovidas por la ONU impedirán que sus conciudadanos se beneficien de adelantos tecnológicos, condenándolos al atraso y al subdesarrollo. Esa es la misma gente que se queja y se da golpes de pecho por las grandes desigualdades en los ingresos en el mundo moderno, mientras utilizan sus cargos oficiales para asegurar que su gente nunca saldrá de la miseria»

11) Riechmann, Jorge y Tickner, Joel (coords): Op. cit, p.12.

12) Josep Maria Cortés y Laura Sali, «Las viudas del amianto», El País, 15.9.2002, p.30.

13) Malen Ruiz Elvira, «Watson critica las presiones religiosas en el 50 aniversario de la doble hélice», El País, 9.4.2003.