Nuevo fenómeno mundial en torno a una serie de plataforma, esta vez se trata de El juego del calamar. Si algo podemos dar ya por sentado es que, diez años después de que Netflix extendiera su negocio más allá del suelo estadounidense, la compañía de entretenimiento es puntera en atraer la atención global hacia sus productos audiovisuales. El negocio se centra en la cuota que pagan sus millones de suscriptores, pero también en los datos que se extraen del uso que hacen de la plataforma. No falta tanto para que un algoritmo escriba narraciones de relevancia internacional. Existe un reverso que siempre hay que contemplar. Netflix es un poderosísimo altavoz para transmitir no sólo entretenimiento, sino también ideas. ¿Qué poder no ha soñado con llegar a todo el mundo de forma simultánea en sus momentos de esparcimiento desde la intimidad de sus hogares?
Si algo nos salva, de momento, de un sesgo en los contenidos de Netflix y otras plataformas de entretenimiento es su amoralidad ideológica mercantil, para que funcione cualquier usuario debe encontrar un contenido que se adapte a su gusto. Teniendo en cuenta, eso sí, que nuestros gustos, en la era de la loa a la diversidad, son cada vez más uniformes. En este sentido El juego del calamar es el producto perfecto para nuestros tiempos, trepidante, visualmente audaz y controvertido. Si funciona se emite, no hay más, incluso aunque su argumento tenga un marcado contenido crítico con el capitalismo. La sensación es que las alegorías culturales han dejado de importar como amenaza cuando se produce una desconexión comunitaria con las herramientas políticas del pasado. Nos sentimos atemorizados, saturados y cansados, pero no acabamos de saber bien por qué ni cómo solventarlo. No importa, por tanto, contarlo.
No teman, este no es otro artículo sobre El juego del calamar y sus lecturas sociopolíticas. Sí sobre el escenario del que parte la serie. Cualquier ficción, al menos mientras siga siendo escrita por humanos, requiere un contexto y unos antecedentes que hacen que el creador, en este caso Hwang Dong-hyuk, necesite contarnos algo que sea materia de atención común. La pregunta que viene a continuación debería ser obvia, ¿cómo alguien que vive en Corea del Sur, uno de los países más ricos y desarrollados del mundo, tiene la necesidad de hablar de un sentimiento de miedo, violencia, desesperación y desarraigo? A Corea del Sur, al fin y al cabo, la conocemos por aquellas olimpiadas de Seúl, por aquel Mundial de fútbol organizado con Japón en 2002, por las boy bands de K-Pop que triunfan entre los adolescentes y, desde hace unos años, por una dinámica industria audiovisual que sobre todo ha llegado a Occidente en forma de cine de terror. Pero por poco más.
De hecho tengo la sensación, puede que compartida, de que conozco mucho más a su vecino. Pese a que los titulares sobre Corea del Norte siempre se acompañan del apelativo de ser el país más hermético del mundo, su presencia en la prensa internacional es permanente, no siempre con el rigor que se debería suponer. Sin embargo, apenas sé nada sobre Corea del Sur. Hagamos la prueba. Seguro que si les digo el nombre de Kim Jong-un reconocen no sólo de quien se trata, sino que además pueden ponerle cara y contarme hasta excentricidades sobre su vida privada. Si por contra les digo el nombre de Moon Jae-in, el presidente de Corea del Sur, no sólo resulta casi desconocido para el gran público, sino que no sabrán cuál es su aspecto o citar algún hecho relevante sobre su carrera política. La atención y la información en nuestro mundo no sólo se miden por lo que se cuenta o por cómo se cuenta, sino también por aquello que se deja de contar.
Un breve apunte histórico. Corea fue un país terriblemente maltratado durante el siglo XX. En su primera mitad fue una colonia del Imperio Japonés, en la época en que el país nipón era conocido más por su crueldad bélica que por sus muñequitos sonrientes. Tras la Segunda Guerra Mundial fue brevemente administrado por la URSS y EEUU, lo que a partir de 1948 dio lugar a la división de la península sobre la que se asienta Corea. A partir de 1950 estalló una terrible guerra entre vecinos que costó la vida a tres millones de personas, el 10% de la población de ambos países. Una guerra que fue de todo menos civil, ya que fue el primer gran conflicto de la Guerra Fría, donde por un lado la URSS y sobre todo China y por otro Estados Unidos, tomaron aquel territorio como el teatro de operaciones de su disputa geoestratégica e ideológica. De hecho, aunque las hostilidades cesaron en 1953, nunca se firmó un armisticio, por los que ambos países siguen formalmente en estado de guerra.
Y aquí empezamos, seguramente, con algunos interesantes datos que usted desconoce. La razón es sencilla, si Corea del Sur es el aliado del espacio norteamericano, conviene resaltar las maldades del Norte, pero silenciar siempre las que suceden en lo que el informe World Factbook de la CIA describe como una «democracia moderna completamente funcional». Algo que no sucedió hasta 1992, cuando el país pudo elegir por primera vez a un presidente sin antecedentes militares. De 1960 a 1980, Corea del Sur fue una dictadura militar. En la década de los ochenta se vivió una transición donde los militares seguían rigiendo el país, de facto, pero vestidos de traje y corbata. No encontrarán demasiados libros, estudios ni reportajes sobre las violaciones de derechos humanos, la falta de libertades civiles y la represión política que Corea del Sur llevó a cabo contra sus ciudadanos en buena parte de la segunda mitad del pasado siglo. Pero, ¿y ahora? ¿Qué significa para la CIA el término «democracia funcional»?
Corea del Sur es un país altamente desarrollado, la 15º economía mundial, con separación formal de poderes y elecciones democráticas de sus órganos políticos. Tiene, además, una alta esperanza de vida y una tasa de desempleo bajísima, del 3’6 por ciento. Pero también es el país con la natalidad más baja del mundo. Sin embargo, ocho de cada diez jóvenes consideran que la vida allí es un «infierno», según una encuesta del medio coreano The Hankyoreh publicada en 2020. ¿Qué es lo que falla aquí? ¿Son los jóvenes coreanos unos llorones? ¿El juego del calamar es una excentricidad de su creador? Empecemos con un dato que quizá aclare algo el panorama: la semana laboral es de 52 horas. Estos últimos días han trascendido las declaraciones de un político conservador, Yoon Seok-youl, que propone elevarla hasta las 120 horas semanales.
Según la OCDE, el 51% de los trabajadores coreanos declaran que soportan más presión de la que pueden, siendo el país con lo que el organismo denomina la «incidencia más alta de tensión laboral». La población, según un artículo de la BBC de febrero de este pasado año, considera en un 85% que «la gente más pobre nunca podrá competir con la que ya nació rica», estando instalada la sociedad en una enorme presión que gira en torno al triunfo y el fracaso. Mientras vídeos musicales como Gangnam Style reflejaban el ostentoso modo de vida de los barrios más ricos de Seúl, la mayoría de personas se enfrentan a una gran inestabilidad laboral que es cada vez más generacional, sobre todo desde la crisis financiera de 1997. El país crece, pero cada vez reparte peor la riqueza y la estabilidad vital entre sus ciudadanos más jóvenes.
Si hay un aspecto que se ha convertido en un problema nacional ese es la vivienda. La oscarizada Parasite ya apuntaba este hecho, donde una familia de clase trabajadora vivía en un banjiha, refugios contra bombardeos en semisótanos reconvertidos en infraviviendas. El alquiler supone el 50% del salario, en una modalidad, el chonsei, donde el inquilino debe desembolsar de golpe gran parte del valor de la vivienda antes de poder vivir en ella. Corea es también el país de la OCDE con menor promedio de habitaciones por persona, datos que, junto con los laborales y educativos, donde hay cada vez una mayor segregación de oportunidades, nos empiezan a desmontar el mito del desarrollo del Corea del Sur y explican el cruel argumentario de sus productos cinematográficos.
Pero, ¿y qué tal anda el país en cuanto a las libertades civiles? Bong Joon-ho, también director de la afamada Okja denunció, cuando su película competía en Cannes, que en Corea del Sur había existido una lista negra compuesta de 10.000 artistas y escritores de izquierdas, con el objetivo de arruinar su carrera profesional: «Fueron unos años tan de pesadilla que dejaron a muchos artistas surcoreanos profundamente traumatizados». ¿A qué años se refiere Joon-ho? A los comprendidos entre 2013 y 2017, cuando el país estuvo gobernado por su primera presidenta, Park Geun-hye, hija de uno de los dictadores militares, que acabó destituida por un caso de tráfico de influencias. Incluso se intentó acabar con el festival de cine de Busán, el más importante de toda Asía.
En la anterior legislatura las cosas no fueron tampoco del todo bien. Entre 2008 y 2013, bajo el gobierno de Lee Myung-bak, se emprendió una campaña a través de los servicios secretos para acabar con el recién creado Partido Laborista, el único nítidamente de izquierdas, algo que consiguieron. De hecho, el actual presidente, Moon Jae-in, es el primero cuya organización, el Partido Democrático, no está relacionada con los militares, pero, aún así, sus propuestas son socioliberales. Es decir, que el más progresista de sus presidentes ocuparía en las coordenadas europeas el espacio del centro-derecha. Algo que no habla demasiado bien de la pluralidad ideológica en las instituciones surcoreanas.
Tampoco del aperturismo de su sociedad. Jae-in ha intentado introducir algunas reformas de carácter feminista. La respuesta electoral es que su partido ha perdido la alcaldía de Seúl, donde el 72,5 por ciento de los hombres jóvenes votaron a la opción conservadora.
¿Cuál es la única alternativa ideológica en Corea del Sur? Sus sindicatos, unos que a finales de los noventa protagonizaron, con motivo de la crisis, una oleada de huelgas de las más duras de la historia del país, brutalmente reprimidas por la policía. La Confederación Sindical Internacional ITUC-CSI, el organismo que agrupa a los mayores sindicatos del mundo y que publica informes sobre los derechos laborales y la libertad sindical a lo largo del mundo, denunció en 2019 la detención del secretario general del KCTU, Kim Myeong-hwan, uno de los dos grandes sindicatos surcoreanos. También los intentos mediante los servicios secretos de crear un sindicato amarillo que desarticulara las luchas de los trabajadores. Corea del Sur no ha ratificado los artículos 87 y 98 de la OIT sobre libertad sindical. El actual presidente, el «progresista» Jae-in, consideró que había que restringir los derechos de los trabajadores autónomos, temporales y de las empresas de plataforma. La ITUC afirma que la mayoría de los trabajadores acaban realizando una jornada laboral no reconocida de 64 horas a la semana.
El juego del calamar es una ficción, su escenario, Corea del Sur, una realidad que, pese a que está a la vista de todos, casi nadie conoce de una forma precisa. A veces la ficción sirve para gritar lo evidente, para advertir al mundo que detrás del poder blando de la sonrisa de las estrellas del pop surcoreano, se esconde un país enormemente desarrollado pero tremendamente cruel e injusto con su propia población. Todas las fábulas, incluso las más crueles, tienen siempre una parte de verdad.
Fuente original: Corea del Sur, el escenario real de ‘El juego del calamar’ (y lo que quiere contarnos su creador)