La capacidad de injerencia de las corporaciones privadas en la arena política está en el centro del debate internacional, y quedó particularmente expuesta al suspenderle las redes sociales al entonces presidente Donald Trump en medio de la toma del Capitolio. ¿Qué tensiones subyacen entre las empresas y el Estado?
El 6 de enero pasado, Twitter decidió suspender la cuenta del entonces presidente Donald Trump. La decisión se basó en el argumento de que sus mensajes habían constituido una incitación a los hechos de violencia que terminaron en la toma (fallida) del Capitolio en manos de grupos radicales de extrema derecha. La misma decisión tomó Facebook, argumentando de un modo similar. Y siguieron varias más, entre ellas Snapchat, Instagram y Spotify. Tump y sus seguidores buscaron refugiarse en Parler, un rival de nicho de Twitter popular entre los grupos de extrema derecha. Pero inmediatamente, Amazon decidió interrumpir su servicio de alojamiento de contenidos de la aplicación, argumentando la incitación a la violencia de los mismos. Acto seguido, Google y Apple prohibieron descargar la aplicación desde sus tiendas, citando el mismo argumento. Unos días después, un grupo importante de donantes individuales y corporaciones, como Amazon, Walmart, Cisco, Verizon o Home Depot, anunciaron que dejarían de financiar a los 147 republicanos que votaron en contra de la certificación del resultado electoral en al menos un Estado.
La reacción de las corporaciones a los hechos ocurridos el 6 de enero en Washington DC mostró la delicada relación entre ellas y la política. La suspensión de las cuentas de Trump en las redes sociales de Trump en las redes sociales trajo en el mejor de los casos sentimientos cruzados: satisfacción por haberle quitado el megáfono digital a un narcisista manipulador; serias dudas sobre la legitimidad de un conjunto de decisiones tomadas por empresas privadas. ¿De dónde emanó la autoridad de Twitter o Facebook para tomar estas decisiones? ¿En nombre de quién las tomaron? ¿Y qué hacer con las cuentas alrededor del mundo, incluyendo la de varios líderes autoritarios, que incitan también a la violencia? Son preguntas que tienen que ver con el poder, la autoridad y la autonomía que tienen las corporaciones en su relación con el Estado y la sociedad.
Las respuestas, sin embargo, no son fáciles. La relación entre mercado y Estado es tan vieja como el capitalismo. Y por mucho tiempo las corporaciones funcionaron en dos realidades paralelas. Por un lado, de manera pública, afirmaron que el principal negocio que tenían era precisamente hacer negocios, no política. Por otro lado, y lejos del escrutinio público, buscaron influir en las decisiones públicas tomadas por los gobiernos, ejerciendo presión a través del cabildeo o lobby, pidiéndole al Estado que intervenga en su nombre ante conflictos externos o bien desplegando recursos, bajo la forma de sobornos, para torcer la voluntad de funcionarios.
Nada de esto ha desaparecido. Pero la historia es más compleja. Las empresas ya no pueden, ni desean, ser vistas operando solo en el mercado y soslayando la sociedad en la que operan. Están cada vez más presionadas, por gobiernos y actores de la sociedad, a dar cuenta de las cambiantes preferencias sociales en materia ambiental, de género o derechos humanos. El cabildeo no ha dejado de crecer, se ha hecho más profesional y los grupos de lobby forman parte legítima de un ecosistema que funciona en las grandes capitales de las decisiones públicas, como Washington o Bruselas. Hay más aún. El pago de sobornos, aunque aún existente, se ha vuelto menos eficiente en términos de gestión y más sancionado, desde adentro por el sector de compliance de las firmas y desde afuera por las regulaciones públicas. El resultado es que las grandes firmas han dejado el mantra del “no se metan” y han abierto sus relaciones para decir “trabajemos juntos”.
Mercado y Estado
¿Cómo llegamos acá? Las historias para contar son varias y tienen que ver con la economía política del capitalismo, la transformación del orden social y los intereses cambiantes del Estado en su relación con el mercado. Vamos por partes. En primer lugar, el fin de la Guerra Fría abrió paso para un incremento de las transacciones globales, típicamente contenidas dentro del mundo industrializado. La globalización aumentó el volumen exportado. Amplió, también, la geografía del mercado global y los actores, públicos y privados, que se sumarían al juego. Se encargó de monetizar casi todo lo que tenemos a nuestro alcance, hasta nuestro tiempo libre o las cosas que no usamos, como ese cuarto que ahora podemos ofrecer en alquiler. La globalización no hizo otra cosa que ampliar la superficie de riesgos sobre la cual deben operar las grandes firmas. La presión para operar sobre esa superficie no tardaría en llegar. La paradoja de esto es que un mundo que aspiró a más mercados y menos política no hizo otra cosa que aumentar el riesgo político.
En segundo lugar, la globalización y la interdependencia en red se desarrolló dentro de un sistema internacional donde los Estados siguen compitiendo por poder e influencia como siempre lo han hecho. Lo singular de nuestro presente es la convivencia de interdependencia económica y geopolítica a escala global. En este juego, los incentivos a la guerra han declinado notablemente, pero no los incentivos a practicar la coerción por otros medios disponibles. Uno de esos medios es el uso de las redes económicas globales, principalmente el mercado de transacciones financieras, las cadenas de suministro y la internet, tres sectores que funcionan como las tuberías de la globalización. Como resultado, las firmas que operan en la red han quedado atrapadas en medio de la competencia geopolítica.
En tercer lugar, junto a las fuerzas de la globalización y la competencia de poder, la sociedad civil global fue construyendo un entramado cada vez más sofisticado de redes, plataformas y espacios de conversación y acción colectiva. El ecosistema tiene su hub en los países centrales del norte global pero importantes nodos en el sur global. Los actores que lo componen son variados y pueden incluir a organizaciones no gubernamentales, comunidades locales, medios de comunicación, la opinión pública y hasta inversores en las llamadas “empresas B” –firmas que buscan un impacto positivo social y ambiental–. El reclamo de estos actores tiene que ver fundamentalmente con el modo en que las empresas producen y llevan a cabo sus transacciones globales. Las demandas se vinculan típicamente con los derechos laborales, los derechos humanos, el enfoque de género, el cuidado del ambiente, el pago de impuestos y la transparencia del gobierno. El resultado es que las empresas no solo se ven presionadas por las decisiones del soberano que afectan la producción y el intercambio, sino también por el escrutinio de la sociedad que puede dañar la reputación de una firma. Así como los Estados elaboraron una doctrina (la responsabilidad de proteger) para, al decir de Nicholas Wheeler, “salvar extraños” en países con serias violaciones a los derechos humanos, las sociedades, como observa Nigel Gould-Davies, no solo reclaman “no nos exploten” sino también “no los exploten a ellos”. Lo que se amplió es el “círculo de la empatía”, de adentro hacia afuera de las fronteras.
En síntesis, el crecimiento del riesgo político resulta endógeno al proceso mismo de globalización; la competencia geopolítica ofrece incentivos para la coerción sobre las empresas y las sociedades no solo reclaman a sus representantes, sino también a sus explotadores. Las respuestas corporativas no tardarían en llegar. Desde hace una década o algo más, las grandes firmas se han visto en la necesidad de incorporar el riesgo político seriamente en el proceso decisorio bajo la estimación de que su crecimiento es el signo de la época. De acuerdo a Berne Union, los seguros de riesgo político se han triplicado desde 2005. En 2018, un informe de KPMG sugirió la necesidad de que las firmas crearan un nuevo cargo, el de Chief Geopolitical Officer, o CGO. En 2019, la consultora EY recomendó la necesidad de que las firmas desarrollen una “geoestrategia” para incorporar la geopolítica a las decisiones operativas y de gestión.
Corporaciones autorreguladas
Dado este contexto, ¿para qué necesita entonces una empresa hacer política? Una forma de responder esta pregunta es utilizando un continuo que vaya de motivaciones más egoístas a motivaciones más inclusivas. En primer lugar, las empresas necesitan hacer política para sobrevivir. La destrucción creativa no es un mito. En 2016, un estudio de McKinsey encontró que la vida promedio de las compañías listadas en el índice Standard & Poor’s 500 era de 61 años en 1958. Hoy el promedio es de 18 años. En segundo lugar, hacer política es un medio necesario para incrementar las ganancias. El Estado es el principal regulador del mercado, pero también puede ser el principal cliente. Acceder a su poder de compra o ayudarlo a diseñar regulaciones más convenientes son maneras de hacer crecer los ingresos. En tercer lugar, las empresas necesitan hacer política para aumentar la reputación. La responsabilidad social corporativa puede ser vista, en parte, como un intento de mostrar un rostro humano asumiendo que las firmas no solo operan en el mercado, sino también en la sociedad. Por último, las empresas harán política cuando deseen formar parte de la conversación global sobre los objetivos de desarrollo sustentable.
Aunque los instrumentos son múltiples, a la hora de hacer política, las corporaciones utilizan principalmente cuatro. En primer lugar, financian políticos. Esta es quizás una de las actividades más antiguas de las corporaciones. Pero el volumen del flujo no ha parado de crecer. Según el Center for Responsive Politics, en el último ciclo electoral para presidente de los Estados Unidos los demócratas recaudaron cerca de 3.200 millones de dólares mientras que los republicanos recaudaron casi 800 millones de dólares. Si tomamos los montos recaudados también para la Cámara de Representantes y el Senado, el monto total estimado supera los 10 mil millones de dólares. En 1998, el monto total no pasó de los 3 mil millones. Dado que muchas empresas aportan números similares para ambos partidos, donar dinero para campañas no asegura decisiones públicas alineadas con sus intereses. Asegura acceso asimétrico, en relación a quienes no donaron, a quienes las toman.
En segundo lugar, las corporaciones gastan mucho dinero en lobby. Y cada vez más, de acuerdo al Center for Responsive Politics. En 1998, las empresas norteamericanas destinaron 1600 millones de dólares en lobby. En 2019, el monto ascendió a 3200 millones, los cuales terminaron en las cuentas bancarias de cerca de 11 mil lobbies. Para la discusión de la CARES Act, los lobbies representaron a 1989 clientes. Para la Heroes Act, representaron a 1601 firmas. Y para discutir el presupuesto en defensa, los lobbies representaron a 640 compañías. La Cámara de Comercio desembolsó 59 millones de dólares en lobby en 2020. La industria farmacéutica destinó 20 millones y Facebook y Amazon desembolsaron 15 y 13 millones respectivamente. Lee Drutman estimó en 2015 que el gasto en lobby de las corporaciones es 30 veces superior al gasto en lobby de los sindicatos y otros grupos representando intereses públicos como el ambiente o los derechos humanos. Doris Fuchs observó en 2013 que el 75 por ciento de las asociaciones representadas en Bruselas, la capital del lobby europeo, son asociaciones de negocios, mientras que los sindicatos solo representan el 5 por ciento.
En tercer lugar, y asociado al lobby, está la utilización estratégica de los sistemas tributarios nacionales y la acción consistente de las corporaciones y los superricos para evitar una regulación global. La brecha existente entre la concepción económica (unificada) y la concepción legal (fragmentada) de una firma genera enormes incentivos para que las multinacionales desarrollen estrategias que desplacen las ganancias a regímenes de bajos impuestos. Estos regímenes son más de los que conocemos. Los sospechosos de siempre son las Islas Vírgenes Británicas o las Islas Caimán, pero también se encuentran países como Suiza, Holanda, Luxemburgo, Irlanda o el propio Estados Unidos. Quizás el caso más emblemático sea el de Amazon, el omnipresente proveedor de entregas rápidas que en 2018 pagó cero centavos de impuestos sobre un ingreso estimado de 11.200 millones de dólares. La investigación de Ludvig Wier, Thomas Tørsløv y Gabriel Zucman encontró que el 40% de las ganancias de las multinacionales, o sea 650.000 millones de dólares, son transferidos a paraísos fiscales por empresas multinacionales de todos los países. ¿El precio de este tipo de comportamiento? 200 mil millones de dólares perdidos en ingresos fiscales globales.
En cuarto lugar, está el desacople entre la naturaleza global de la producción y la naturaleza local de la regulación. El derecho muy rara vez asume la unidad económica de una firma multinacional. Estas firmas, entonces, operan en un limbo que tiene lugar entre la realidad económica (integrada) y la forma legal (fragmentada). Las jurisdicciones legales operan sobre una subsidiaria, pero no sobre el grupo en su conjunto, el cual controla la totalidad de las operaciones y decide desplazar su producción de un lugar a otro. Pensemos en Starbucks, una empresa que produce café en 30 países y lo vende en 70 países a través de sus 30 mil locales. O miremos a H&M, que no posee ninguna fábrica propia, sino que trabaja con 750 proveedores ubicados en 20 países. Los derechos de estos trabajadores van a depender más de la estrategia global de la empresa que de las regulaciones de cada gobierno por separado. En este sentido, muchas empresas han cerrado la brecha a través de regulaciones privadas transnacionales. Cuando estas están en sintonía con el cuidado del ambiente, la transparencia del gobierno y el impacto social, estamos ante regulaciones privadas que trabajan a lo largo de toda la cadena de valor sin importar mucho el país en el que opera cada eslabón. Tengamos en cuenta que aquello que llamamos ‘comercio internacional’ muchas veces es ‘comercio interno’ dentro de las multinacionales o con sus socios. Esta es, probablemente, la forma más interesante y positiva que tienen las corporaciones de hacer política, esto es contribuyendo a fortalecer las regulaciones globales que trabajen a favor de los empleados, el ambiente y la comunidad en la que operan. Pretender que esto suceda, claro, es otra cosa. Muchas firmas multinacionales aprovechan esta brecha entre integración económica y fragmentación jurídica para localizar geográficamente sus eslabones comerciales allí dónde el retorno sea mayor, sin importar cuántas regulaciones se estén obviando.
Cuando decimos que el mundo está cambiando solemos apuntar, alternativamente, al cambio de poder en el sistema interestatal, a las fuerzas de la globalización en el sistema capitalista o a las transformaciones internas en las sociedades. Pero hay un cambio fundamental menos estudiado. John Ruggie habla de un juego dinámico entre dos centros de poder diferentes con distintas bases de autoridad. Uno es territorial y descansa en la soberanía. El otro es transnacional y descansa en contratos y derechos de propiedad. Determinar quién tiene más poder parece ser un problema menor. El poder de uno, dice Ruggie, se ve limitado por la autoridad del otro. La clave es pensar de qué manera el Estado puede regular al mercado sin generar riesgo político y de qué manera las empresas pueden participar de la conversación pública sin generar un capitalismo rentista. Mientras tanto, y peligrosamente, las multinacionales tienen, y tendrán, autoridad sobre ellas mismas, lo cual ya es mucho decir si consideramos cuántas son, en cuántos países operan o la cantidad de empleados que trabajan en ellas. Nos lo recordó Twitter días atrás, junto a otras redes sociales.
Federico Merke. Director de la Maestría en Política y Economía Internacionales de la Universidad de San Andrés.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur
Fuente: https://www.eldiplo.org/notas-web/las-plataformas-contra-trump/