La amplitud y profundidad de la crisis económica internacional parecen haber unido a los gobiernos -con referentes ideológicos bien dispares- en los esfuerzos por detener la caída del producto, primero, y alcanzar de nuevo sendas de crecimiento, después. Como si la consecución de este objetivo instalara de nuevo a las economías en una normalidad bruscamente […]
La amplitud y profundidad de la crisis económica internacional parecen haber unido a los gobiernos -con referentes ideológicos bien dispares- en los esfuerzos por detener la caída del producto, primero, y alcanzar de nuevo sendas de crecimiento, después. Como si la consecución de este objetivo instalara de nuevo a las economías en una normalidad bruscamente alterada por la debacle financiera
La economía convencional descansa en un principio que, prescindiendo ahora de los matices, constituye el núcleo duro de su argumentación: el crecimiento económico contiene y resuelve la agenda social; como si el crecimiento, en sí mismo, facilitara o incluso asegurara alcanzar niveles crecientes de cohesión social, en una suerte de secuencia automática e inexorable, capaz de configurar un proceso de suma positiva, donde, finalmente, todos son ganadores.
No estamos ante un razonamiento que haya surgido -aunque sí se ha reforzado- por las exigencias de una coyuntura particularmente adversa. En realidad, la asociación entre crecimiento y cohesión social ha sido uno de los iconos más reverenciados de las economías basadas en el mercado (y también, por cierto, de las organizadas en torno a los sistemas de planificación centralizada). Alrededor de este fetiche han convergido muy distintas corrientes de pensamiento económico, las cuales han prevalecido en buena parte de los foros académicos y han impregnado las políticas económicas aplicadas por los gobiernos.
Dado que la principal fuente de ingresos de la población consiste en las remuneraciones percibidas por su trabajo, el impacto del crecimiento sobre la cohesión social depende en gran medida del empleo creado. Éste sería por lo tanto uno de los factores vertebradores de la política social; lo cual, por supuesto, no es en absoluto sinónimo de que dicha política consista, quede acotada, en la creación de empleo, concepción reduccionista que ignora que, además de sustentarse en la generación de puestos de trabajo, se proyecta en otras muchas direcciones que desbordan el mercado laboral e incluso los contornos de la economía; y que ignora igualmente que una parte de los puestos de trabajo generados son de muy mala calidad.
De cualquier modo, la dinámica económica ha creado poco empleo en términos netos, insuficiente para reducir de manera sustancial los niveles de desempleo, Además, buena parte de los nuevos puestos de trabajo se caracterizan por sus bajos estándares; se les encuadra, con eufemismo, en la categoría de la contratación «atípica». Las nuevas modalidades de contrato -temporales, a tiempo parcial, por obra y servicio- han adquirido relevancia y se han extendido, al margen de cuál sea el ciclo económico; al margen, incluso, del signo político del gobierno de turno. Esta situación no sólo se ha generalizado en el sector privado sino que también preside cada vez más las pautas de contratación de las administraciones públicas. Todo ello matiza la trillada afirmación de que la creación de empleo es el camino a través del que los trabajadores comparten los frutos del crecimiento.
Desde esta perspectiva, el problema se habría desplazado desde los aspectos meramente cuantitativos de las políticas ocupacionales hacia aquellos que presentan una vertiente más cualitativa, que necesariamente debe considerar las remuneraciones de los trabajadores y las características y los derechos asociados al puesto de trabajo y al tipo de contrato.
Pues bien, los salarios han crecido, en el mejor de los casos, de manera moderada y se han apropiado de una limitada parte de los aumentos de productividad obtenidos. Repárese, además, que la categoría salario, como todos los índices sintéticos que recogen valores promedio, es un verdadero «cajón de sastre» que contiene muy diferentes situaciones y dinámicas. En el cómputo de los ingresos salariales se incluyen las remuneraciones de los directivos y de otros colectivos que disfrutan de posiciones privilegiadas. Todo ello refuerza la idea de que las retribuciones de los trabajadores de inferior cualificación y los que tienen contratos más inestables y precarios han experimentado una profunda y continua degradación salarial.
El resultado de todo ello es que, aunque todavía lejos de los valores alcanzados por Estados Unidos -el país desarrollado con una fractura social más profunda-, la UE ha conocido un incremento, tanto en la desigualdad como en la pobreza.
Como consecuencia de esa evolución, la parte de los salarios en el ingreso nacional ha mermado con carácter general en el conjunto de la UE y en la mayor parte de los países que la integran, incluidos aquellos que mejor simbolizaban el modelo de cohesión social que, al menos en teoría, impregnaba el proyecto europeo. En abierta contraposición con esta tendencia, las rentas del capital han capturado una parte creciente del ingreso nacional, dando lugar a una dinámica fuertemente asimétrica.
El número de personas privadas de los recursos necesarios para llevar una vida digna en los países donde habitan también ha experimentado un inquietante crecimiento. No sólo se encuentran aquí aquellos grupos excluidos de la actividad económica, sino, cada vez más, trabajadores instalados en segmentos precarios del mercado laboral. Si bien es cierto que los desempleados y ciertas minorías situadas en el margen de la estructura social son los colectivos más vulnerables, ha emergido con fuerza la categoría de «trabajadores pobres»; esto es, personas que aun teniendo un empleo se encuentran cerca o por debajo del umbral de la pobreza, lo cual de nuevo invita a reflexionar sobre la mala calidad de una parte sustancial de las nuevas ocupaciones, o, dicho en otros términos, sobre la virtualidad del empleo como vía para salir de la pobreza.
En resumen, la ecuación crecimiento igual a cohesión social no ha funcionado en la UE, ni en la dirección ni en la intensidad pronosticada desde la economía convencional. No sólo y no tanto por la debilidad de aquel como por su limitado y desigual impacto en la creación de empleo de calidad y en las remuneraciones de los trabajadores. Muy lejos de lo que sostiene la economía dominante, existiría un vínculo complejo, incluso contradictorio, entre crecimiento y cohesión social, que ha recorrido la dinámica europea de las últimas décadas, habiendo cobrado especial relevancia en los años de más intensa globalización de los mercados. La existencia misma de dicho nexo dependería menos de la cantidad de crecimiento que de su contenido, de las relaciones de poder, del papel de los actores sociales y del perfil de los entornos institucionales donde éstos operan.
Naturalmente, este escenario debe ser matizado y concretado en cada uno de los países comunitarios, pero más allá de esas singularidades emerge como tendencia general un panorama de esas características, y lo hace mucho antes de que la crisis se dibujase en el horizonte. De ahí la importancia y la necesidad de una reflexión que trascienda las urgencias de la coyuntura, para situarse en los procesos estructurales que han configurado la dinámica económica comunitaria.
El análisis de las causas profundas de esta deriva es crucial, tanto desde el punto de vista de la reflexión teórica como de la implementación de las políticas económicas, pero, lamentablemente, este debate ha quedado fuera de foco. El triunfo del candidato socialista a la presidencia francesa, Francois Holande puede contribuir a abrir un escenario menos monolítico, más abierto, a la ampliación del espacio social, político y mediático para la consideración de otras políticas o, al menos, para la flexibilización de las actuales. Todo ello es, sin duda, positivo, pero claramente insuficiente, incluyo puede desplegar una cortina de humo sobre aquellos problemas de índole estructural que han impregnado la dinámica económica europea. Invocar como objetivo supremo el retorno al crecimiento y la defensa de la Europa social pasa por alto que, como hemos señalado, el crecimiento de la Unión Europea en las últimas décadas se ha dado en paralelo a una importante fractura social.
¿Qué características deben tener los modelos productivos? ¿cómo distribuir de manera equitativa las mejoras de la productividad? ¿qué papel se reserva a los espacios sociales e institucionales? La superación de la crisis y el bienestar de la población dependerán de cómo se contesten estas y otras preguntas concernientes con la calidad y la sostenibilidad del crecimiento y con la distribución del ingreso y la riqueza.
(*) Profesor de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid, miembro del Grupo de Investigación «Economía Política de la Mundialización» (Instituto Complutense de Estudios Internacionales) y del colectivo EconoNuestra (http://econonuestra.org/)
(**) Investigadora del Instituto Complutense de Estudios Internacionales y miembra del colectivo EconoNuestra.