Durante años, intelectuales progresistas, izquierdistas y radicales, e incluso algunos pesimistas de Wall Street, han debatido sobre el colapso del capitalismo estadunidense. Por mucho que aumente el número de multimillonarios, que las casas de inversión obtengan ganancias sin precedente y las principales corporaciones logren utilidades de dos dígitos, nuestros agoreros rehúsan replantear sus profecías. Nada […]
Durante años, intelectuales progresistas, izquierdistas y radicales, e incluso algunos pesimistas de Wall Street, han debatido sobre el colapso del capitalismo estadunidense. Por mucho que aumente el número de multimillonarios, que las casas de inversión obtengan ganancias sin precedente y las principales corporaciones logren utilidades de dos dígitos, nuestros agoreros rehúsan replantear sus profecías. Nada ha desacreditado más a la izquierda estadunidense que sus visiones apocalípticas del Gran Derrumbe, a la vista del robusto crecimiento económico. Mientras la izquierda predica sobre la crisis y el final del capitalismo, la mayoría de los trabajadores se quejan de que sus jefes se quedan con una rebanada cada vez más grande; de la intensificación de su explotación, que se traduce en más productividad; de la prolongación de la jornada de trabajo y del año laboral a causa de la reducción de vacaciones, permisos económicos por enfermedad y días de asueto.
El colapso del capitalismo no ha ocurrido porque las empresas, la banca y el gobierno han trasladado a las espaldas del salario y de las clases asalariadas toda la carga de adaptar el capitalismo estadunidense a las demandas del mercado. Lo que se llama la «crisis del capitalismo» es en realidad la crisis del trabajo, es decir, la reducción absoluta y relativa de los niveles de vida, evidente en la eliminación de a) planes de pensión con fondos de las empresas -e incremento en la aportación de los trabajadores a esos planes-; b) eliminación o reducción de pagos a planes de salud y mayores deducciones a los salarios para gastos en salud, o bien pérdida total de la protección a la salud; c) crecimiento de dos dígitos en los costos de energía, salud, educación y medicinas que no están calculados en el índice de precios al consumidor, y d) la ola creciente de concesiones de líderes sindicales escleróticos que ganan sueldos excesivos, los cuales degradan los niveles de vida e incrementan las ganancias de las corporaciones. Además, la desregulación de las dependencias ambientales, laborales y de protección al consumidor ha conducido a problemas de salud y pérdida de ingreso para los asalariados y en mayores ganancias para las empresas.
Para una resurrección del radicalismo es importante concentrarse no en la tesis del derrumbe, sino en la intensificación y extensión de la explotación de los trabajadores, del medio ambiente y de los consumidores por el capital corporativo, la cual permite a la economía estadunidense continuar creciendo y sobreponiéndose a cualquier tropiezo momentáneo. Las predicciones de un colapso del capitalismo se construyen sobre un especioso conjunto de argumentos, que es fácil volver de revés y que desvían nuestra atención de las verdaderas tareas de unirse a la lucha en los lugares de trabajo, en el medio ambiente y en los sitios de consumo.
Mitos sobre el fin
Durante más de una década se han manejado diversos argumentos para predecir el colapso del capitalismo estadunidense. Entre ellos se cuentan: 1) el déficit del presupuesto, anual y acumulado; 2) el déficit de la balanza de pagos; 3) la naturaleza especulativa de la economía estadunidense; 4) la debilidad del dólar; 5) la crisis energética -la carestía de los recursos energéticos-; 6) la «insustentabilidad» del modelo estadunidense, y 7) la «exportación» al exterior de trabajos de alta calificación. Estos argumentos se han citado por separado o juntos. Sin pretender minimizar esos problemas, no son tan serios como se plantea, por varias razones.
Mientras los profetas del colapso señalaban que el creciente déficit presupuestal conduciría a una implosión económica, los datos de 2006 indican una reducción del déficit de 3.2 por ciento del PIB proyectado en febrero a 2.3 por ciento en julio. La razón es que se prevé la elevación de 11 por ciento en los ingresos fiscales, sobre todo porque los ingresos de los dueños del capital y de los grandes ganadores vía utilidades, sueldos, rentas y pagos de regalías extraídos a los trabajadores se encuentran en niveles sin precedente. En tanto, la concentración y centralización del capital y las fuertes comisiones de los bancos de inversión siguen adelante con singular alegría: las fusiones y adquisiciones en la primera mitad de 2006 llegaron a un billón 930 mil dólares, número récord de transacciones multimillonarias. La fuerza impulsora es la capacidad de los capitalistas de reducir costos laborales y reubicar empresas en zonas de bajos salarios, la alta liquidez y las bajas tasas de interés. Las fusiones y adquisiciones ocurren porque no hay resistencia de los «sindicatos» a los cierres de fábricas ni a las exigencias de los patrones de mayor productividad y mayores ganancias.
Sin duda en el próximo par de años habrá un gran incremento de quiebras de firmas sobrendeudadas que se meten en adquisiciones especulativas que no generan suficientes ganancias para pagar la deuda contratada para la operación. Es probable que esto conduzca a otro coro sobre el inminente «colapso del capitalismo», cuando en realidad sólo servirá para enriquecer a los multimillonarios, que ven en estos procesos la oportunidad de invertir en activos subvaluados.
El déficit del presupuesto ha sido argumento tradicional de los conservadores, en especial los banqueros y el FMI, porque supuestamente tiende a estimular la inflación y devaluar la moneda. Es anómalo que la izquierda se una a los conservadores al considerar el déficit algo catastrófico. La verdadera cuestión no es el déficit, sino la forma en que se estructura, con base en recortes fiscales para los ricos y en un gasto orientado a programas militares de alta tecnología y bajo empleo. Por último, mientras las clases asalariadas estén dispuestas a sufrir recortes en gastos sociales, la privatización de los planes de pensiones y de salud y los gastos extras de energía y tiempo para incrementar la productividad capitalista, el déficit es manejable. Será un problema cuando la lucha de clases desde abajo revierta la distribución de los impuestos y de los gastos, y reduzca la tasa de explotación (productividad).
Otro de los descubrimientos de la izquierda, precedida por los académicos monetaristas de la extrema derecha, es el déficit de la balanza comercial. Durante más de una década Estados Unidos ha tenido ese déficit sin efectos adversos visibles, pese a predicciones anuales de la izquierda apocalíptica. Hay muchas razones para el fracaso de las profecías: una es que el dólar sigue siendo la principal divisa de reserva, pese a constantes advertencias de abandono. Mientras Estados Unidos siga siendo el bastión más estable y confiable de seguridad capitalista, y los demás países lo vean así, el dólar y los bonos del Tesoro seguirán siendo la divisa de último recurso. En segundo lugar, los países asiáticos, con los que Estados Unidos tiene el mayor déficit comercial, dependen mucho de las ventas a Estados Unidos y durante 15 años se han mostrado dispuestos a comprar y retener dólares para mantener su modelo de crecimiento basado en las exportaciones. Pese al descenso en el valor relativo del dólar frente al euro, ningún país asiático, mucho menos China, ha vendido sus dólares. Por el contrario, han incrementado sus reservas en más de 300 mil millones netos entre 2004 y 2006.
La justificación de esta conducta se puede entender si miramos la dinámica de clase del modelo chino de crecimiento, el cual está basado en un control sumamente desigual de los principales sectores exportadores. Entre multimillonarios chinos, trasnacionales occidentales y japonesas y conglomerados chinos del exterior, las industrias de exportación concentran la mayor proporción de riqueza, capital y ganancias, lo cual produce la explotación y las desigualdades más salvajes del mundo moderno. El resultado es que el crecimiento chino y la perpetuación de la expansión de las clases gobernantes dependen primero y sobre todo de los mercados de exportación. La elite china prefiere naturalmente quedarse con este modelo y sentarse plácidamente sobre un montón cada vez mayor de dólares.
En cuanto a la especulación, es cierto que la economía estadunidense tiene un fuerte sector especulativo, el cual ha producido una sustancial volatilidad del mercado cuyo efecto ha sido negativo, pero no catastrófico, sobre los trabajadores, los vendedores minoristas y los futuros pensionados estadunidenses. Sin embargo, no toda la economía de Estados Unidos es especulativa; el país sigue siendo gran productor y exportador de artículos de alta tecnología, y en los seis años anteriores ha sido primer lugar entre los países capitalistas avanzados. También es líder en innovaciones, medidas por el número de patentes concedidas cada año. Además, no existe una distinción clara y rápida entre capital especulativo y productivo: están entremezclados, y el capital se mueve con rapidez de un sector a otro dependiendo de dónde sea menor el riesgo y mayor la ganancia.
La verdadera «crisis» no está en el capital especulativo en sí, sino la forma en que los movimientos de capital afectan a la clase trabajadora o, con más precisión, al poder social de los trabajadores y a su capacidad de influir en las inversiones o controlarlas para reducir las tasas de explotación y lograr estabilidad y seguridad en el empleo. La actividad especulativa ha conducido a «crisis» temporales en los 20 años pasados sin provocar el «colapso del capitalismo», que han afectado en gran medida los fondos de pensiones y a los inversionistas en ventas al menudeo y han conducido a quiebras y despidos en masa.
Otra variante de la teoría del colapso se enfoca en la «debilidad del dólar», por lo regular ligada al «déficit en la balanza comercial». En los 20 años pasados el dólar se ha debilitado y fortalecido según los altibajos de las tasas de interés domésticas, los sucesos políticos y las debilidades y fortalezas de la economía estadunidense. Por lo regular el dólar débil ha favorecido a los exportadores y producido un superávit, o mantenido bajo el déficit. Abogar por un dólar fuerte a la vez que se critica el déficit comercial es más economía vudú, promovida por críticos de ocasión. El dólar débil permite a Estados Unidos penetrar en los mercados de exportación sin afectar la capacidad de importar una amplia gama de bienes de consumo de bajo precio de países donde las trasnacionales del propio Estados Unidos explotan la fuerza de trabajo local. Es resultado de tasas de interés muy inferiores a niveles históricos, lo cual permite a consumidores estadunidenses comprar casas, muebles y otros bienes a crédito. El verdadero problema del dólar débil es que los capitalistas locales no han invertido a largo plazo en industrias exportadoras en gran escala o elevado la capacidad de las fábricas locales para incrementar la participación del país en los mercados mundiales: han transferido las ganancias del capital a inversiones en fábricas con mano de obra altamente calificada y bajos salarios en el extranjero para obtener ganancias aún mayores, a la vez que reducen los costos laborales en el país.
«Crisis energética»
Por lo general la «crisis energética» se observa en términos parciales: los altos precios cobrados por las grandes petroleras, la falta de inversión gubernamental en transporte público y en combustibles no fósiles alternativos, la influencia de la industria automotriz, la avaricia de los jeques árabes y así por el estilo. Sin duda la carestía ha perjudicado el presupuesto familiar y es muy probable el agotamiento de las reservas de combustibles fósiles el futuro próximo, pero predecir el «colapso del capitalismo» a partir de esto es una exageración de mentes poco imaginativas. Primero, la mitad de la ganancia petrolera en Medio Oriente, Africa y la mayor parte de América Latina se recicla a bancos estadunidenses o europeos, lo cual conduce a mayor liquidez (para créditos locales) y mayores ganancias. Segundo, la mayoría de las reservas en divisas extranjeras procedentes del petróleo y el gas se mantienen en dólares o euros en bancos estadunidenses o de la Unión Europea, y la mayor parte de las ventas de petróleo se realizan por empresas de esos países. En otras palabras, el «déficit en la balanza comercial» es compensado por los flujos positivos de ganancias recicladas hacia Estados Unidos y Europa. El verdadero problema es el de clase: ¿cómo se fijan los precios y se distribuyen las ganancias? La oferta y la demanda son sólo parte de la historia; también entran en juego el potencial de los precios administrados según prioridades gubernamentales, las políticas de inversión de los consorcios petroleros y la configuración del poder en los estados productores.
El capitalismo, como cualquier otro modo de producción, puede sobrevivir a numerosas «crisis» a menos que una nueva clase sea capaz de derrocarlo y remplazarlo con otro sistema, presumiblemente socialista. Entre tanto, en el periodo actual ni los mecanismos internos del capitalismo están en mal estado ni los trabajadores, consumidores y contribuyentes que lo sostienen muestran signo alguno de rebelión, ya no se diga de organización.
Traducción: Jorge Anaya