Nuestro modelo económico requiere de la permanente aceleración (no es otra cosa el incremento anual del PIB y otras variables crematísticas en un tanto por ciento): si cada año crezco un 2%, voy acelerando cada vez más el movimiento de bienes, servicios, etc. Esta situación, del todo anormal en un espacio finito, se convirtió en […]
Nuestro modelo económico requiere de la permanente aceleración (no es otra cosa el incremento anual del PIB y otras variables crematísticas en un tanto por ciento): si cada año crezco un 2%, voy acelerando cada vez más el movimiento de bienes, servicios, etc. Esta situación, del todo anormal en un espacio finito, se convirtió en santo y seña de la organización socioeconómica a partir, especialmente, de la era de los hidrocarburos. La Historia del hombre, parece claro, está llena de crecimientos y colapsos, pero los ritmos de estos procesos fueron casi siempre mucho más «humanos» en cuanto a la percepción temporal y espcial, y llenos de retruécanos, circunloquios y vaivenes…Fue la era industrial la que aceleró inusitadamente la extracción de recuros y la multiplicación rimbombante de todo lo que se pudiera. La doctrina decimonónica, en la euforia de la abundancia carbonífera, apadrinó esta forma anómala de entender la economía como el estado natural de nuestra presencia en la faz de la Tierra, algo que reforzó en el plano de la justificación teórica lo que se estaba convirtiendo en práctica cotidiana: desde que comenzó la extracción del carbón, petróleo y gas, casi nadie ha optado por dejar estos valiosísimos recursos en el subsuelo, sino que se ha acelerado lo indecible su consumo.
Mientras se acelera la extracción y transformación de recursos, se mantiene el pulso por la aceleración. Cualquier elemento que haga disminuir ese ritmo pone en cuestión todo el edificio económico. No hay contradicción entre crisis y desaceleración: son caras de una misma moneda. Nuestro sistema se ha hecho adicto al crecimiento y, como sabemos, la deuda que pagamos se satisface con el interés nacido de la expectativa del crecimiento en el mañana. Por eso suben hoy los intereses del dinero: hay bastante menos confianza en crecimientos futuros, por lo que se encarece su préstamo (salvo para la devaluada economía norteamericana que no deja de mostrar síntomas de grave agotamiento, reflejo paradigmático de declive del modelo global, y no solo del de ese país, dado su papel rector hoy insustituible en las finanzas mundiales). Y por eso también suben los precios: el capital huye de aventuras burbujiles para volver a su redil de atesoramiento de lo esencial (y cada vez más valioso por insuficiente para la demanda mundial) entre los que más tienen: es la forma de concentrar la inversión, el futuro y las expectativas. Algunos llaman a ese proceso especulación, olvidando que una de las patas esenciales de nuestras reglas de juego es el proceso de especular monetariamente con bienes finitos, prometiendo retornos crecientes y esperanzas de rentabilidades sin mayor límite que la astucia del inversor. La dinámica de juego con el dinero – contraviniendo las condenas explícitas de filósofos, religiones y costumbres inveteradas – es el sancta santorum de nuestro acelerado modelo, diluyendo cualquier barrera consuetudinaria que permitiera frenar esta huida hacia delante: sabían los antiguos que la deriva de la moneda con interés no podía traer nada bueno, y parece ser que tenían razón.
El freno de esta dinámica de éxito perverso y suicida ha cogido al consumidor del Norte con el pie cambiado y la tarjeta de crédito llena de débito, como está sorprendiendo a los de otros países que permanecían acelerándose de forma singular para alcanzar – vano esfuerzo en una Tierra redonda – a quienes nos situamos en las latitudes de mayor acceso a recursos del Planeta. La situación de virtual meseta en la extracción mundial de petróleo en los últimos tres años está pulverizando, en un espectáculo que la globalización mediática nos permite ver casi en directo, la globalización que creíamos eterna, la confianza en el crecimiento y la aceleración de la Historia en la que estábamos embarcados. Nos anuncia la Agencia Internacional de la Energía un shock petrolero, y el Comisario de energía de la Unión Europea habla del hueco creciente entre la oferta declinante de petróleo para satisfacer la creciente demanda, rememorando las anteriores crisis energéticas, aunque sea conocido que ésta tiene unas características de permanencia en el tiempo del que las otras carecían. Como se ha dicho, parece que a la «megamáquina» se le están gastando las pilas. Desaceleración, crisis y, sobre todo, cuestionamiento del acelerado crecimiento exponencial, este episodio puntual de la Historia, cuya tremenda paralización y primeras consecuencias parece que estamos empezando a ver en estos años.