Los hechos se suceden y concatenan a una velocidad inusitada. Resulta extremadamente complejo “organizar” una realidad que, como siempre -pero algunas veces mucho más que otras- se presenta de una manera caótica. La única certeza hasta el momento es que una contingencia relativa -una venganza de la naturaleza, dice David Harvey[1]– emergió como un iceberg contra el que están chocando tanto las condiciones de la economía -la política y la geopolítica- mundial legadas por la debilidad de la recuperación post crisis 2008/2009 como las propias consecuencias de una estructura productiva globalizada y la herencia de cuatro décadas de neoliberalismo. De algún modo y apelando libremente a una metáfora de Marx de hace ya demasiado tiempo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”. En un contexto en el que la fuerza de la pandemia avanza, los intentos de los gobiernos por achatar la curva epidemiológica derivan en un empinamiento de la curva recesiva[2]. Esta contradicción que invade la escena a pasos agigantados exige definiciones sobre las características particulares que definen a esta crisis, el lugar de las medidas monetarias y fiscales implementadas por los Estados y finalmente, algunos elementos de análisis estructural y la tentativa de algún pronóstico. Alertamos al lector que el aspecto disruptivo del momento que estamos atravesando indica que habrá que prepararse para el desarrollo de escenarios particularmente desconocidos y cambiantes.
Naturaleza de una crisis ¿más grave que Lehman?
En un artículo reciente, el semanario británico The Economist, señala que a medida que la economía se sumerge en un apagón prolongado, algunos analistas creen captar en las crecientes perturbaciones económicas y el pánico del mercado, las primeras agitaciones de un colapso más grave que el de la crisis financiera mundial de 2007/8. En este contexto y en ausencia de una acción suficientemente agresiva por parte de los gobiernos, agrega, el mundo podría enfrentar un colapso del mercado y la consiguiente depresión.
Evidentemente esta perspectiva no es ajena a los gobiernos y Bancos Centrales que en pocos días lanzaron sendas baterías de medidas inicialmente monetarias. Luego de rebajar la tasa de interés a un rango entre cero y 0,25 -partiendo de un piso muy bajo- la Reserva Federal norteamericana, lanzó un plan de al menos 700 mil millones de dólares para la recompra de activos financieros tales como bonos del Tesoro y letras hipotecarias. Es decir retomó los planes de facilidades cuantitativas conocidos como QE -lanzados tras la crisis de 2008- y anunció una medida de acción coordinada con bancos centrales de Canadá, Inglaterra, Japón, Suiza y el Banco Central Europeo, para canalizar mayor liquidez al mercado a través de líneas de créditos recíprocos en dólares. También el Banco de Inglaterra rebajó la tasa de interés y los Bancos de Japón y el Banco Central Europeo, lanzaron planes de recompra de activos. De hecho, bancos y gobiernos reaccionaron inicialmente como si se tratara de una crisis similar a la que se extendió mundialmente luego de la caída de Lehman. En aquel momento, buena parte del establishment político y de los banqueros centrales se había juramentado no repetir la inacción de 1929[3]. En el post Lehman, la esencia de las políticas estuvo centrada en medidas monetarias masivas para el salvataje de los bancos -no solo estadounidenses- y grandes empresas, mientras millones de personas caían en la desocupación y la miseria y otros tantos quedaban sin techo. Una batería de medidas que internacionalmente y como planteamos en Crisis económica mundial: ¿escaparán los “espíritus subterráneos”?, se combinó con la emergencia de China como factor clave de sostén de la “economía real”. Pero esta vez, la respuesta inicial de los “mercados” prueba que, al parecer, no es lo mismo.
Los impulsos recesivos no tienen como disparador inmediato ni quiebras bancarias -que aún no sucedieron- ni los desplomes bursátiles consecutivos -aunque Wall Street perdió hasta ahora todo lo ganado durante la era Trump- sino que la situación se presenta invertida. El riesgo bancario y los desplomes bursátiles, tienen por origen la parálisis contractiva producida por cuarentenas y cierres de frontera con los que múltiples gobiernos pretenden -en muchos casos tardíamente y en la mayoría de ellos, con sistemas de salud destruidos por años de neoliberalismo- detener la pandemia. De hecho, estamos presenciando una ruptura de la cadena de pagos y de la de comercialización -con particular efecto sobre los servicios que florecieron en la era actual de la globalización- que derivó ya en grandes pérdidas de empleos, horas trabajadas, etc. Una cuestión que se agrava debido al significativo porcentaje de trabajadores precarios legado por el neoliberalismo y profundizado en el período post Lehman. El Departamento de Trabajo de Estados Unidos, registró la semana pasada uno de los mayores picos de aumento en la solicitudes de seguro de desempleo, desde septiembre de 2017. Lo nuevo y lo que queda flotando en la gráfica de las dos curvas contrapuestas de coronavirus y contracción económica es el hecho de que tanto un eventual prolongación y empeoramiento de la pandemia como una nueva Gran Recesión y mucho más una Depresión, podrían derivar en situaciones altamente inestables para la élite económica y política -incluyendo ahora a personajes de la derecha como Donald Trump o Boris Johnson e incluso a coaliciones de centroizquierda como la de Pedro Sánchez y Podemos- profundamente cuestionada en el marco de las debilidades de la recuperación post Lehman. De hecho y en este contexto, aunque las medidas monetarias expansivas aparecen como necesarias para facilitar la circulación de dinero en una tormenta que en sus aspectos más superficiales aparece como una crisis de liquidez, se están manifestando como claramente insuficientes e impotentes para frenar el descalabro en curso.
Pánico y “keynesianismo” (o monetaristas que se temen a sí mismos)
Esta situación explica el reclamo a los gobiernos por parte de distintos organismos internacionales, como el FMI, la OCDE o el Banco Mundial de la necesidad inmediata de políticas fiscales masivas y agresivas. Como señalaba Michael Roberts hace unos días, la política fiscal constituye el grito universal de los economistas y policymaker.El editorialista de Financial Times, Martín Wolf, por ejemplo, alerta que podemos estar ante una amenaza económica mayor a la de 2008/9. Señala que mientras resultará particularmente difícil contener la propagación de la enfermedad en países con seguro social limitado como Estados Unidos, existe el riesgo de un colapso de la demanda y la actividad económica que va mucho más allá del impacto directo de la emergencia sanitaria. En este contexto, Wolf plantea la urgente necesidad no sólo de que los bancos centrales garanticen liquidez sino una serie de medidas como una paga generosa por enfermedad y seguro de desempleo incluso para trabajadores independientes durante el período de crisis. Agrega que, si esto resulta demasiado difícil, los gobiernos podrán enviar un cheque a todos. Además será necesario mantener los ingresos y minimizar los costos a largo plazo de las empresas, mientras los gobiernos podrán imponer luego impuestos adicionales para recuperar los desembolsos[4]. Por su parte el profesor de economía de Berkeley, Pierre-Olivier Gourinchas, calcula que si la producción permanece detenida por un mes al 50% y por dos meses al 25%, ello costaría un 10% de caída en el PBI anual. Otros dos meses con un 25% de caída costarían otro 5% de retracción. Gourinchas señala que los gobiernos podrían necesitar desplegar un nivel de recursos fiscales en la misma proporción en la que se produce la caída de la producción. Ambos economistas coinciden en destacar la circunstancia de que las políticas fiscales se ven favorecidas por el hecho de que las tasas de endeudamiento para los Estados se encuentran en mínimos históricos -una situación muy distante a la de países dependientes como por ejemplo la Argentina para los cuales las tasas de interés resultan prohibitivas. Gourinchas grafica que el rendimiento de los bonos del Tesoro a 10 años es del 0,88%, las tasas en la zona del euro son igualmente bajas. Incluso un aumento del 10% en el PIB de la deuda solo aumenta los costos de intereses anuales en un 0.1% del PIB. Una emisión coordinada de deuda soberana “jumbo” -entre el 10% y el 20% del PIB- coordinada con una expansión de la flexibilización cuantitativa por parte del BCE proporcionaría un espacio fiscal muy necesario[5].
Es evidentemente que el pánico -y la cercanía electoral en el caso particular de Estados Unidos- y no la simpatía por estas políticas, están conduciendo no sólo a varios gobiernos europeos sino al propio Donald Trump por el sendero de los estímulos fiscales -bajo una forma distinta a la de las exclusivas rebajas impositivas a los ricos. Luego de que el Banco Central Europeo solicitara a los gobiernos el lanzamiento de planes fiscales contundentes, España anunció que destinará el 20% de su PBI a la generación de préstamos, avales crediticios, ayudas y prestaciones sociales, Reino Unido dedicará el 15% de su PBI a garantías crediticias y otras medidas para ayudar a las empresas en dificultades mientras su Ministro de Finanzas declaró estar dispuesto a aumentar el tamaño de los avales sobre los préstamos para que el dinero en efectivo llegue a todas las empresas que lo necesiten cuando sus negocios se desplomen[6]. Al cierre de esta nota, Boris Johnson anunciaba que su gobierno subvencionará por tres meses a las empresas cubriendo hasta el 80% de los salarios de los trabajadores que están recluidos para evitar que sean despedidos. Por su parte y en el curso de la semana pasada, el Banco Central Europeo anunció una medida monetaria excepcional que implica un plan de compra de activos públicos y privados por 750 mil millones de euros. Trump, por su parte, prevé una batería de estímulos por alrededor de 1 billón de dólares que incluye aplazamiento del pago de impuestos, asistencia a sectores especialmente afectados como las aerolíneas o los hoteles y la entrega de dinero en efectivo a los ciudadanos. El proyecto del Departamento del Tesoro que aún debe pasar por el Congreso, destinaría la mayor parte del paquete a esos pagos en efectivo que sumarían 500 mil millones de dólares y se efectivizarían en dos cuotas[7]. Además Trump anunció que podría intervenir en la guerra de precios del petróleo entre Rusia y Arabia Saudita.
Tras el paquete de anuncios, las bolsas europeas, asiáticas y estadounidenses mostraron un rebote. No obstante, Wall Street no consiguió registrar dos días consecutivos en territorio positivo. Los anuncios de la Organización Mundial de la Salud advirtiendo que los sistemas de salud global estaban “colapsando” y la cuarentena parcial ordenada por el gobernador de Nueva York, hicieron que Wall Street cerrara su peor semana desde octubre de 2008. Más allá de cuán reales terminen siendo estos estímulos prometidos por los Estados, es evidente que la carrera de velocidades entre la pandemia y los paquetes de emergencia monetaria e incluso fiscal, por ahora la viene ganando el coronavirus.
Como una guerra pero… sin guerra
Resulta, no obstante, complejo determinar las posibles derivaciones de aquella carrera de velocidades y los escenarios que de ella se desprenden. Si la pandemia cediera en un tiempo acotado -cuestión que parece poco probable- los estímulos monetarios y fiscales tendrán que actuar sobre el terreno pantanoso de una economía que sumará el shock recibido a la ya lacerante debilidad subyacente. Pero si, como parece lo más probable, la pandemia no puede contenerse en un tiempo más o menos prudencial, los escenarios que se plantean resultan mucho más aterradores. En una estimación reciente, la ONU calculó que debido a las consecuencias de la pandemia sobre el turismo cuya actividad podría contraerse en un 25%, la cantidad de personas bajo el umbral de pobreza en Latinoamérica se incrementaría en un 35%, pasando de 67 millones de pobres a 90 millones. Por otra parte y en línea con las estimaciones de Gourinchas, The Economist -en la ya mencionada nota– sugiere la posibilidad de que diversos “países centrales” experimenten caídas económicas cercanas al 10% del PBI. Una situación que, resalta, si bien resulta relativamente frecuente en las “economías en desarrollo”, no lo es en los países “industrializados”. En los “países centrales”, agrega, la mayoría de las caídas registradas de esa magnitud estuvieron asociadas a las guerras mundiales o a la Gran Depresión.
Es interesante detenerse por un momento en esta última definición. John Maynard Keynes pasó gran parte de su vida especulando sobre la posibilidad de que la economía recibiera el poderoso impulso derivado de las guerras pero sin guerra. Fracasó y terminó asumiendo -no sin pesar- que quizá sólo una guerra pudiera sacar a la economía de la crisis de los años ‘30 y en esto sí acertó. Más bien y amén las esperanzas frustradas de Keynes, más que alcanzar en condiciones de paz el impulso que a la economía le otorgan las guerras, el capitalismo mostró históricamente la capacidad -excepcional- de desatar contracciones similares a las sufridas en las guerras, pero “sin guerra”. Esto sucede sólo en situaciones excepcionales y no caben dudas de que estamos frente a una de ellas. Una pandemia transita a gran velocidad por las venas abiertas de la globalización, sirviéndose de algún modo de la contracción de los límites del espacio y el tiempo. Un acontecimiento que por otra parte no se desenvuelve sobre condiciones relativamente “normales” sino sobre un terreno particularmente enrarecido que entremezcla al menos dos planos. Por un lado y como discutimos en Crisis económica mundial: ¿escaparán los “espíritus subterráneos”?, una década de debilidad económica derivó en múltiples crisis sociales, políticas y crecientes tensiones geopolíticas. Por otro lado, y como señala Harvey[8], se ponen de manifiesto las consecuencias paralizantes de la globalización que mezcla la primacía de servicios particularmente alterados por la detención del tránsito a escala planetaria -compañías aéreas, hoteles, restaurantes, etc.- con el estado de desastre en el que quedaron los sistemas de salud en la mayoría de los países tras décadas de neoliberalismo.
Pero por otra parte la ausencia de “guerra” en contracciones semejantes, tiene un profundo significado y establece una gran diferencia. El impulso económico que en la economía capitalista generan las guerras está asociado a dos elementos fundamentales. Por un lado, el arrastre que la demanda centralizada por el Estado -mostrando aspectos sustanciales de planificación-, las necesidades de reconversión de la mayor parte de las industrias y la aceleración de los tiempos de la guerra, le dan a la inversión para el desarrollo de la industria y los servicios capitalistas[9]. Por el otro, la propia destrucción física de fuerza productiva que genera la misma guerra y que abre grandes espacios para la reconstrucción. Se trata de los tipos de impulsos que desatan grandes desembolsos de capital en nuevas inversiones que a su vez exigen el desarrollo de nuevas industrias y nuevas técnicas en condiciones de alta rentabilidad, a los que hace referencia Alvin Hansen. De modo tal que en las derivaciones de la situación actual y de desarrollarse el peor de los escenarios, podríamos encontrarnos ante caídas económicas de la magnitud legada por las guerras sin los elementos reactivantes de la economía en su conjunto, característicos de la relación destructiva/regenerativa entre capitalismo y guerra.
En este contexto de ausencia de perspectivas, en el marco de una globalización por el momento colapsada y a falta de una nueva “gran empresa” que reemplace al neoliberalismo en crisis, recrudecen las contradicciones y fricciones entre las potencias. Una cuestión que se pone de manifiesto, particularmente, bajo la forma del enfrentamiento entre Estados Unidos y China aunque por supuesto, involucra también a Alemania y a Europa en su conjunto. Es notable como la pandemia deviene cada vez con mayor claridad el territorio casi explícito de dicha hostilidad en el que la contención del coronavirus y el salvataje de vidas humanas emerge como condición de la demostración del poder de los Estados. La pelea por el “origen” del virus y la exhibición de fuerzas que intenta China luego de que en apariencia -aunque aún está por verse- y a pesar del gran golpe sobre su economía, habría controlado la pandemia, por un lado y el desarrollo del nuevo epicentro de la enfermedad en Occidente -Europa en particular- con Estados Unidos como posible próxima víctima, por el otro, son distintas expresiones de ello. La pelea por la autoría de la vacuna que involucra principalmente a Estados Unidos, China y Alemania se convierte, en este contexto, en una redefinición de la batalla por la tecnología de punta que emergió inicialmente bajo la forma distorsionada de “guerra comercial”. Como lo expresa un artículo de The New York Times, una carrera mundial armamentista por la vacuna contra el coronavirus está en marcha. El diario señala que aquello que comenzó como una cuestión de quién obtendría los elogios científicos, las patentes y los ingresos de una vacuna exitosa se transforma de repente en un tema de seguridad nacional. Si bien existe cooperación en muchos niveles, incluso entre las empresas que son normalmente feroces competidoras, la pelea por la vacuna es la sombra de un enfoque nacionalista que podría otorgarle al obtentor, ventajas para lidiar con las consecuencias económicas y geoestratégicas de la crisis. No casualmente el asunto ya se está militarizando. En China mil científicos trabajan en la vacuna y los investigadores de la Academia de Ciencias Médicas Militares reclutan voluntarios para ensayos clínicos. Mientras tanto, Trump intentó comprar -sin éxito- a la empresa alemana CureVac para que realizara su investigación y producción en Estados Unidos. También China ofreció su participación accionaria y otros beneficios a la empresa alemana BionTech, igualmente en carrera por la vacuna.
En las circunstancias extremadamente críticas que el desarrollo de la pandemia le impone a las ya estancadas condiciones de un capital profundamente globalizado, el rol del Estado se intensifica y recrudecen los elementos de nacionalismo ya actuantes. Una duración extendida de la pandemia de Covit-19 arrastrando una depresión en gran escala -escenario muy probable- agudizará el enfrentamiento entre esas tendencias y exigirá una reconfiguración global. Rediseño que en el curso de su desarrollo implicará tanto nuevas convulsiones de la lucha de clases -que ya venía en ascenso- como el recrudecimiento de las disputas entre potencias en los terrenos económico, político y militar, sin descartar la posibilidad de conflictos bélicos de gran envergadura.
Notas:
[1] Ver Harvey, David, Anti-Capitalist Politics in The Time of Cobid-19, Jacobin, 20-3-2020.
[2] Gourinchas, Pierre-Olivier, Flattening the Pandemic and Recession Curves, Anti-K, nos vies pas leurs profits!, disponible online.
[3] De hecho, la crisis de 2008 fungió como la gran derrota del “libre mercado”, una suerte de “herida narcisística” del neoliberalismo. Los rescates a gran escala propiciados por el obamismo y buena parte de los banqueros del establishment republicano, están en el origen de la crisis del Grand Old Party y la consolidación de una base de masas de derecha que en parte propició el surgimiento de Trump. Ver, Toozer, Adam, Crashed, How a Decade of Financial Crises Changed the World, New York, Viking, 2018.
[4] Ver, entre otros, Wolf, Martin, The virus is an economic emergency too, Financial Times, 17/3/2020, traducido por La Izquierda Diario.
[5] Gourinchas, Pierre-Olivier, op.cit.
[6] Ver, Para evitar el derrumbe las potencias anuncian históricas inyecciones presupuestarias, Ámbito Financiero, 18-3-2020.
[7] El reparto de dinero entre las personas por parte del Estado se conoce con el nombre de “dinero helicóptero” y fue sugerido por Milton Friedman, el padre del monetarismo.
[8] Ver Harvey, David, op.cit.
[9] Ver Gordon, Robert, The Rise and Fall of American Growth, Princeton University Press, 2016, USA.
Artículo publicado originalmente en Ideas de Izquierda Semanario, 22/03/2020