A un año del estallido de la burbuja financiera, la visión optimista afirma que la recesión mundial ha concluido y lo peor ya pasó. Pero poco se hizo para evitar que se repita.
Todo es agua alrededor del barco que yace inclinado y con la mitad de su estructura clavada como una estaca en el lecho del mar. Hay peces aquí y allá y un tiburón con dientes que parecen armar sonrisas. La voz del capitán a cargo del calamitoso transporte suena de pronto con alegre tono dirigiéndose a los pasajeros: «estamos encantados de informar que hemos tocado fondo». El nombre del barco no es Titanic, sino «global economy».
La viñeta publicada por The Economist es un editorial en imágenes sencillas sobre la ambigüedad que reina en el planeta respecto de dónde estamos realmente, un año después del estallido de la crisis financiera global. El ahora conocido como «15-S», un eco exagerado del 11-S de los atentados en Nueva York y Washington, refiere al lunes negro cuando el 15 de setiembre de 2008 el gigantesco Lehman Brothers comunicó que iba a la quiebra. Y el gobierno de George Bush, atrapado en su propio caos, no supo reaccionar.
Es sabido lo que ocurrió luego. Un torrente de dinero incalculable, y cuyo futuro impacto inflacionario forma parte de los fantasmas que ningún analista quiere corporizar, fue bombeado al sistema desde las capitales financieras en un desesperado intento para evitar la repetición de ese quebranto. El desastre generó una espectacular destrucción de dinero, empresas, bancos y también de empleos en una escala que no se veía desde los años ’30.
Pero si aquello fue visible, lo que hoy no se sabe es que pese al abismo abierto por los aprendices de brujo del sistema financiero global, no existe nada que impida que la crisis se repita. No hay herramientas en los talleres de los Estados. The International Herald Tribune recordaba hace poco que Henry Paulson, el ex ministro de Economía de EE.UU. a quien lo sorprendió la inundación en el cargo, había teorizado en severo tono que para sostener la percepción de que algunas instituciones son demasiados grandes para caer «necesitamos mejorar las herramientas de que disponemos para organizar y resolver las fallas en grandes instituciones». Paulson dijo todo eso en julio de 2008. Y, por cierto, no pasó de la retórica. Dos meses después lo tapó a él también el agua.
Lo que es aún peor, instituciones como JP Morgan, que también estuvo en la fiesta de disfraces y arma el índice de riesgo soberano, han difundido investigaciones que alertan contra las consecuencias que una mayor regulación causaría en el negocio de la banca de inversión. El reporte, que comenzó a ser conocido desde el pasado miércoles 9 anticipa una baja de las ganancias de los bancos de inversión de un 15 al 11% para 2011; en otras palabras, parte de la cuota de liquidez que no generarían en sus mercados si no tienen libertad para moverse. Otro ejemplo de este mundo distorsionado es que nada se ha hecho (muy poco, es nada) para frenar los bonos y regalos que reciben los ejecutivos, un tema que, dicen, estará en la agenda de la cumbre del G-20 del 24 y 25 próximos en Pittsburgh. Lo dicho es, con todo su feo aspecto, solo una parte de la historia. La otra es el debate sobre si vamos despertando de la pesadilla. Los optimistas afirman que la recesión ha concluido en el primer mundo y parte del segundo.
Ese movimiento es discutido por algunos economistas como el Nobel Paul Krugman que dicen que, en realidad lo que sucede no es que se volvió a ganar sino que se dejó de perder debido al fenomenal achicamiento de la economía. Pero quien más ha encendido luces rojas es el hombre que anticipó esta crisis, Nouriel Roubini. Afectos a la sopa de letras que caracteriza a la economía, estos especialistas sostienen que en lugar de una V, es decir una caída que golpea en el fondo como aquel barco y luego se dispara hacia las alturas, lo que podría haber es una W. Y lo que ahora sucede, sostiene Roubini, sería solo la primera parte de la letra, es decir que otra crisis, quizá más profunda, está a las puertas.
La gran cuestión no es solo la ausencia de mayor regulación para controlar el riesgo, sino qué tipo de impulso se da a los mercados, expresión que no sólo define a los bancos y sus creativos. En Asia, donde circunstancialmente se encuentra este cronista, se reivindica la fortaleza de la decisión China, que parece ya convertida en la mayor economía de la región por encima del atribulado Japón, de inyectar más de 600 mil millones de dólares en créditos para estimular la actividad económica, no la financiera, dicho de otro modo, el puro consumo. China tiene algunas ventajas: sus bancos son controlados por el Estado y cuenta con un mercado de consumo no explorado, gigantesco. Pero su economía muestra una fuerte volatilidad que genera dudas entre los inversionistas, también dudosos respecto a qué sucederá en Japón tras la caída del poder de los ultraliberales que gobernaron medio siglo.
Crueldades de la recesión. El esfuerzo para irrigar el consumo y no la especulación llega a puntos notables en casos como el de Suecia, cuyo Banco Central decidió cobrarles y no premiar al resto de las entidades para recibir sus depósitos. Entre 2001 y 2006 el Banco de Japón emitió dinero para que la banca privada lo gerencie en créditos para el consumo. Pero en lugar de eso lo guardaron. Es una trampa de liquidez que los suecos intentan esterilizar de un modo tan original y que es un ejemplo que merecería ser estudiado en estas orillas.
Por último, el tema del desempleo. En ningún informe figura y cuando lo hace es en términos temibles. El aumento de la desocupación es geométrico. El «beige book» de la FED, que resume los datos de sus 12 dependencias en todo el país, realza que EE.UU. está saliendo muy suavemente de la crisis. Es la buena noticia. Pero la mala es que las condiciones laborales en todos los sitios se mantienen muy débiles y «aumenta el empleo temporal». Es un drama que recibe discreta atención y poca prensa. Algo que se va ocultando bajo el felpudo hasta que de tan enorme ya no se pueda abrir la puerta ni para escapar.