«El desastre dista mucho de haber sido superado; lo peor está por llegar. A lo que estamos asistiendo es a la primera crisis financiera mundial de verdad, a una crisis que abarca simultáneamente a todos los países y a todos los mercados financieros del mundo, a una crisis en la que desplomes bursátiles y bancarios en una región del planeta traen casi inmediatamente consigo desplomes bursátiles y bancarios en otras regiones.» «La socialdemocracia se tranquiliza por ahora con la idea de que los culpables del gran desaguisado son la poca «regulación» y el «desenbridamiento» de los mercados. Para gentes de flojo caletre y nervios todavía más flojos no es mal consuelo, porque la salida de la crisis parece entonces de fácil prescripción: con una nueva regulación y nuevas instancias de control en un renovado «encauzamiento» de los mercados, salimos del valle de lágrimas.»
Nueva York dispone de una nueva atracción para turistas: se puede contratar un paseo organizado por los «pánicos y desplomes de Wall Street» que te lleva a visitar los lugares en donde acontecieron las megaquiebras y en los que buenos conocedores de los que se urdía entre bastidores te cuentan historias que ponen los pelos de punta sobre las maniobras financieras más aventureras y desapoderadas. Todo, organizado por una astuta damita que hasta hace cuatro días aún tenía un puesto de trabajo muy bien remunerado en Morgan Stanley. Los chicos y las chicas de Wall Street siguen sabiendo cómo hacer negocios con las crisis.
En cambio, a los grandes del mundo financiero, que no saben de preocupaciones por el propio puesto de trabajo, poco menos que se les ha cortado el habla. Alan Greenspan proclama en el Congreso su sensación de «estupefacción e incredulidad» ante la dimensión de un desastre que él y los suyos contribuyeron a organizar. El tono menor impera en los círculos internos de célebres think tanks que ahora dicen no tener desgraciadamente la menor idea de lo que está por venir y de lo que nos espera. Incluso el gran estadista Joschka Fischer, mascarón de proa de la exizquierda que se arrodilló rastreramente ante la pretendida omnipotencia de los mercados financieros, parece haber hecho una tregua en su habitual emisión ininterrumpida de disparates. «¿Estaba Karl Marx en lo cierto?», pregunta el Times a sus lectores. Claro que sí, contesta el 48%.
Lo peor está por llegar
El desastre dista mucho de haber sido superado; lo peor está por llegar. A lo que estamos asistiendo es a la primera crisis financiera mundial de verdad, a una crisis que abarca simultáneamente a todos los países y a todos los mercados financieros del mundo, a una crisis en la que desplomes bursátiles y bancarios en una región del planeta traen casi inmediatamente consigo desplomes bursátiles y bancarios en otras regiones.
La dinámica interna de este crac es inauditamente furiosa, y se puede describir del modo que sigue: las burbujas especulativas han estallado, la riqueza ficticia se evapora, merced a la caída de los precios inmobiliarios y de los cursos de las acciones; sólo quedan las deudas. En los EEUU, como en la Gran Bretaña y en muchos otros países, los presupuestos de las familias están sobreendeudados más allá de toda esperanza, y no en pequeña parte por causa de unos salarios reales o estancados o en retroceso. Cuando los deudores van cayendo uno tras otro en mora, flaquean los bancos. Por consiguiente, flaquean también las transnacionales que, como General Motors, Ford o Enron, son ellas mismas, de facto y desde hace mucho, bancos, es decir casas tenedoras y comerciantes de títulos de valores que, entre varias otras cosas, venden también automóviles o electricidad.
Sólo en la «industria financiera» norteamericana se han perdido en un año al menos 150.000 puestos de trabajo, y seguirán unas cuantas decenas de miles más. Esas pérdidas permiten ya hacerse una idea de lo que nos aguarda cuando la crisis llegue a abarcar al conjunto de la economía «real», cuando las industrias de alta tecnología presentes en el mercado mundial comiencen a cargar con las consecuencias del desplome de la construcción y del sector automovilístico.
Claro es que se contramaniobra: los bancos centrales y los gobiernos de todo el mundo ya han gastado más de siete billones de dólares en acciones de rescate. Y aquí también, no es sino el principio. Hasta ahora, apenas si han aflorado la mitad de las pérdidas reales; una buena parte de la crisis sigue agazapada en los libros de los bancos, de las aseguradoras y de los fondos. Ya se advierte la túrgida hinchazón de las siguientes burbujas financieras. La crisis de las tarjetas de crédito, la crisis de las financieras automovilísticas y de las aseguradoras de crédito apenas puede seguir conteniéndose, lo que prepara el siguiente resultado: la concentración del capital financiero avanza con botas de siete leguas. De los más de 8.500 bancos oficialmente registrados hoy en los EEUU y de los cerca de 8.000 que hay en Europa, muchos no pasarán del año 2009. La nacionalización, la fusión, la toma ajena de control con ayuda estatal se mantendrán como ancla última de salvación. Una parte de la economía en la sombra y del sistema bancario en la sombra -muchísimo mayores y más peligrosos que la economía informal en negro- caerá también, víctima de la crisis. Las bolsas mundiales mutan a la velocidad del rayo en corporaciones transnacionales.
Los lobbies redoblan atronadoramente sus tambores
El mundo entero se apresta ahora a la regulación y a ver al Estado como salvador de emergencia. A toda prisa, se movilizan centenares de miles de millones de dólares, a fin de salvar de la catástrofe al desplomado Wall Street y al sistema bancario europeo. La deuda pública y el crédito de los bancos centrales son las últimas anclas de salvación de la economía capitalista mundial. Países como Islandia o Hungría, bancos como Bear Sterns o Northern Rock, aseguradoras como AIG pueden mantenerse así a flote; pero no el conjunto de la economía mundial. Ni el G-20 ni el FMI están en condiciones de sostener una crisis económica mundial. Ni siquiera cuando, como en la actual situación de extrema emergencia, se echan por la borda dogmas creídos hasta ahora a cierraojos. Ha podido verse cuando el FMI se ha servido de sus enormes fondos para dar por vez primera créditos sin exigir a sus clientes el cumplimiento de las habituales recetas neoliberales. O cuando el Banco Central europeo deja atrás ahora de un salto, por vez primera, la larga sombra de su dogma monetarista, y baja los tipos de interés.
Ello es que no tenemos una, sino varias crisis cerniéndose sobre nosotros: una crisis financiera, una crisis de la economía real -es decir, una clásica crisis de sobreproducción y sobreacumulación-, una crisis del comercio mundial, una crisis mundial agrícola y alimentaria, y además, una crisis ecológica que restringe decisivamente el margen de maniobra de cualquier posible política de crisis. Una crisis sistémica del capitalismo tal como lo conocíamos, y simultáneamente, una crisis de legitimación del mejor de los mundos posibles. En tales circunstancias, los mensajes salvíficos centralmente emitidos por la religión neoliberal cotidiana no suenan ya tan briosos como antes. El neoliberalismo «fue», ha dejado dicho Joseph Stiglitz, enfant terrible del establishment.
Así pues, los aparatos de propaganda vuelan ahora por las alturas, como si la revolución socialista mundial estuviera dando aldabonazos en la puerta. Los lobbies de la economía financiera baten tambores a favor del mantenimiento de mercados financieros «libres», dan loas a la especulación y a los derivados, predican la «autorregulación» organizada pero voluntaria y lanzan negros augurios sobre los inminentes peligros de una «sobrerregulación»: y eso, los mismos lobbies que hasta hace cuatro días sufragaban campañas de comunicación milmillonarias a favor de liberar de todo control y regulación el comercio de derivados crediticios en los EEUU.
Creer que la hegemonía neoliberal es cosa del pasado, que el capitalismo desaparecerá de escena sin decir ni pío por culpa de unos gachós especialmente obtusos, es cuando menos precipitado. Durante y después del estallido de la burbuja punto.com fueron los contables y los ejecutivos, hoy son las agencias evaluadoras de riesgo y los ejecutivos los chivos expiatorios. En caso de necesidad, la sangre de las ovejas negras ha de manar a borbotones para purificación del pueblo bobo. Se suprimen bonificaciones, se limitan remuneraciones, se despide a ejecutivos: se precisan sacrificios para que un sistema económico disparatado sobreviva y siga generando perdedores.
Crecerá el sector público
La socialdemocracia se tranquiliza por ahora con la idea de que los culpables del gran desaguisado son la poca «regulación» y el «desenbridamiento» de los mercados. Para gentes de flojo caletre y nervios todavía más flojos no es mal consuelo, porque la salida de la crisis parece entonces de fácil prescripción: con una nueva regulación y nuevas instancias de control en un renovado «encauzamiento» de los mercados, salimos del valle de lágrimas. En el peor de los casos, deberíamos atravesar una década de estancamiento o resistir todavía más: es decir, la solución «japonesa» de la crisis inmobiliaria y bancaria, esta vez a escala planetaria. Esa solución no puede funcionar, porque no podemos esperar diez años hasta que los bancos se recobren de las pérdidas y hasta que los demencialmente sobredimensionados títulos de obligaciones en manos de los propietarios de capitales y de patrimonios -que representan ahora una cuarta parte del producto social mundial- queden rebajados a un «nivel normal» (de todas maneras, irreal). Lo que se precisa es una reedición del New Deal, un nuevo Bretton Woods, un nuevo orden económico y financiero mundial. Pero no se pueden conseguir tan fácilmente todas esas cosas, porque no se pueden realizar ni sin, ni contra los EEUU. Es verdad que Wall Street está gravemente tocado, pero su poder político está tan poco quebrantado como el de la City de Londres.
¿Qué aspecto tendrá el sistema capitalista mundial tras esta Gran Crisis? Los EEUU, la nación más endeudada del planeta, no sobrevivirán como superpotencia financiera. El régimen del dólar, que depende completamente del crédito público estadounidense, se acabó; el euro heredará su lugar como moneda mundial en muchos mercados mundiales (como la City de Londres, el de Wall Street). El capitalismo financiero de estilo norteamericano será substituido por otra variante, ya de impronta europea, ya de impronta asiática. Los países emergentes se librarán definitivamente de su dependencia respecto de los EEUU. Mercados financieros y especulación internacionales, seguirá habiéndolos, pero la indiscutida dominación de los mercados financieros se acabará.
Que el capitalismo pueda aún remozarse a tiempo en un sentido verde, es cuestión completamente abierta.
Lo que será de todo punto decisivo es la capacidad para utilizar políticamente el momentáneo final del neoliberalismo. Puesto que para millones de seres humanos la supervivencia cotidiana bajo el capitalismo resultará todavía más difícil que hasta ahora, podría crecer el sector de las economías alternativas, solidarias, autogestionadas. Puesto que el Estado queda ahora muy en evidencia con su labor rescatadora de bancos, se frenará presumiblemente la puesta en almoneda de bienes públicos al mejor postor privado. El sector público volverá a crecer, y eso apunta a algo que va más allá del capitalismo.
Michael Krätke, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO, es profesor de política económica y derecho fiscal en la Universidad de Ámsterdam e investigador asociado al Instituto Internacional de Historia Social de esa misma ciudad.