Recomiendo:
0

Crisis y contrarreformas neoliberales

Fuentes: Rebelión

La reciente crisis financiera en los países ricos ha puesto en evidencia las consecuencias previsibles, pero negligentemente ignoradas, de la excesiva especulación financiera por parte de los bancos y empresas transnacionales privados, quienes en connivencia con muchos dirigentes estatales y gubernamentales, una vez más, han evitado su colapso mediante la expropiación de cuantiosos fondos del […]

La reciente crisis financiera en los países ricos ha puesto en evidencia las consecuencias previsibles, pero negligentemente ignoradas, de la excesiva especulación financiera por parte de los bancos y empresas transnacionales privados, quienes en connivencia con muchos dirigentes estatales y gubernamentales, una vez más, han evitado su colapso mediante la expropiación de cuantiosos fondos del sector que consideran «obsoleto», el sector público, sin reconocer el fracaso de las medidas pro sector privado que han impuesto y siguen imponiendo bajo la estela de uno de las nociones emblema de la globalización neoliberal: la «gobernanza» [2] . De este modo, aseguran la continuidad de las formas de dominación neocoloniales por todo el planeta.

Contexto geopolítico y neocolonial actual: el imperio

La actual «mundialización» o «globalización», predominantemente comercial y financiera, traspasa y desborda las fronteras estatales para facilitar la libertad de circulación de capitales, pero no de las personas [3]. Dicha globalización consiste básicamente en «mundializar» los valores e intereses de los grupos y fuerzas hegemónicos que dominan la producción y el mercado capitalistas bajo una versión ultraliberal y conservadora, el denominado «neoliberalismo». Dichos grupos y fuerzas están constituidos por los Estados más ricos y poderosos, encabezados por Estados Unidos (EE.UU.) y su fuerza militar, la Unión Europea y sus Estados miembros de segundones, así como por las organizaciones financieras, comerciales y militares internacionales bajo su dominio y control, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM), la Organización Mundial del Comercio (OMC), la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), el G‑8 y el G‑20, entre otros, todos ellos al servicio y bajo la tutela de las empresas y los bancos transnacionales privados.

En este nuevo episodio histórico del desarrollo del capitalismo se acentúa el carácter imperial y neocolonial de dichas fuerzas hegemónicas, sucesoras y herederas de las antiguas potencias coloniales, y que de esta manera pretenden recuperar el retroceso que supuso para ellas la descolonización de numerosos pueblos del Tercer Mundo. En este sentido, la globalización neoliberal trata de imponer modos de dominación como el comercio injusto y desequilibrado avalado por la OMC, consistente en forzar la apertura de los mercados de los países pobres a las mercancías y capitales procedentes de los países ricos, concretamente de sus empresas y bancos transnacionales. Al mismo tiempo, los Estados de los países ricos mantienen sus barreras proteccionistas a las mercancías procedentes de los países pobres, pero no así a los beneficios y capitales obtenidos y acumulados ‑en muchos casos de manera fraudulenta y criminal‑ por parte de bancos y empresas transnacionales, así como por gobernantes y funcionarios sobornados y puestos a su servicio, es decir, la denominada «fuga de capitales» y su «blanqueo» en los paíes ricos y sus «paraísos fiscales» [4].

Otra forma de dominación se basa en el reembolso de la deuda externa, la cual tiene su origen en los préstamos de las instituciones financieras internacionales y de los bancos privados transnacionales de los países ricos para financiar supuestos proyectos de desarrollo en el Tercer Mundo. La creciente inestabilidad monetaria del sistema económico imperante y las injustas e interesadas decisiones de los gobernantes de los países ricos y de los dirigentes de las instituciones financieras internacionales a su servicio (FMI y BM, principalmente) han convertido a los países del Tercer Mundo receptores de dichos préstamos en deudores permanentes, es decir, en exportadores netos de capital, pues el importe de los reembolsos (capital más intereses) supera con creces el capital prestado, sin conseguir apenas reducir la deuda.

La globalización actual implica también subordinar las organizaciones internacionales a los intereses de las grandes potencias y vaciar de contenido el principio de igualdad soberana de los Estados en el derecho internacional, arduamente conseguido por los pueblos del Tercer Mundo recién descolonizados en los decenios de los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Dichos pueblos pronto adquirieron conciencia de que, conseguida la independencia política, era necesaria también la independencia económica respecto de las fuerzas hegemónicas e imperialistas para lograr que dicha independencia fuese efectiva, real. A ello se opone su «subdesarrollo», es decir, su situación de dependencia y subordinación respecto de los países ricos, sus empresas y sus capitales financieros. La interdependencia global que exalta la ideología neoliberal trata de encubrir las relaciones de subordinación y de dominación que dicho modelo de interdependencia global implica, pues no se trata de una interdependencia recíproca en la que las ventajas y los beneficios sean equitativamente repartidos, sino que muy al contrario refuerzan las relaciones de subordinación y de dominación.

Las dificultades para incorporar a esta globalización una dimensión «social» o «humana» son cada vez más patentes y los más perjudicados son, como de costumbre, los más pobres y vulnerables. En efecto, se da el caso de que en muchos países el crecimiento económico no sólo no mejora la situación de los sectores más vulnerables y desfavorecidos, sino que incluso la empeora, utilizando importantes recursos en la represión de aquellos que osan protestar. Este es el caso de algunos países con importantes recursos minerales o petrolíferos (Nigeria, Congo, Guinea Ecuatorial, etc.) o diamantes (Liberia, Sierra Leona, etc.), los cuales suelen estar inmersos en graves conflictos internos que desembocan en sangrantes guerras civiles, alimentadas precisamente con el dinero obtenido mediante la exportación de esos recursos de su subsuelo, el cual se dedica en buena parte a la compra de armamento y entrenamiento de fuerzas militares y paramilitares para la represión y aniquilación de sindicalistas y opositores (caso de Colombia, en América Latina, por ejemplo).

Asimismo, puede producirse un aumento de las industrias de exportación con mayor acceso a los mercados mundiales, pero sin integrar en el proceso de crecimiento a los sectores más empobrecidos y sin superar una estructura económica dual. Es más, dicho crecimiento viene acompañado habitualmente de crecientes desigualdades económicas y sociales, así como una concentración cada vez mayor de la riqueza en élites privilegiadas, sin mejorar los índices de desarrollo social, educación, salud, igualdad de género y protección ambiental. Asimismo, dicho crecimiento económico continúa destruyendo los ecosistemas naturales y deteriorando el medio ambiente y el clima de manera acelerada, sin tener en cuenta que los recursos naturales son limitados y que el aumento de la explotación humana va en contra de la dignidad y del disfrute de todos los derechos humanos por parte de todos, principalmente de los más vulnerables y desfavorecidos.

Existe también la responsabilidad de los Estados de los países empobrecidos, los cuales, al igual que los Estados de los países más ricos, suelen estar férreamente controlados por poderes oligárquicos aunque posean formal y abstractamente apariencias democráticas, como por ejemplo celebrar elecciones periódicamente mediante las cuales se suceden en el gobierno partidos cuyos dirigentes suelen estar estrechamente vinculados con dichos poderes oligárquicos y que asimismo disponen de los grandes medios de comunicación públicos y privados. Estas oligarquías locales, para su supervivencia, necesitan subordinarse a las oligarquías «globales» que dominan los Estados más ricos e industrializados y, consiguientemente, las instituciones financieras y comerciales internacionales, así como los bancos y las empresas transnacionales. Esto explica por qué los gobiernos de los países más pobres se dejan embaucar fácilmente por especuladores internacionales que buscan su exclusivo beneficio, no procurando la unidad, dejándose llevar por rivalidades pueriles, autorizando inversiones improductivas o puramente suntuarias, fácilmente criticables, y que sirven de pretexto a una política de regresión de la ayuda y de la asistencia al desarrollo.

Especulación financiera y crisis consiguiente: ahora le toca a la «metrópoli»

Las espasmódicas y recurrentes crisis que acompañan a los procesos de acumulación de capital desde los inicios históricos del capitalismo repercuten sus peores consecuencias en las poblaciones más desfavorecidas e indefensas: paro y precariedad laborales, aumento continuo de las desigualdades económicas y sociales, empobrecimiento, etc. La reciente crisis ha tenido como epicentro el mundo financiero y repercute en todos los ámbitos económicos y sociales. Afecta de lleno al núcleo de las fuerzas dominantes de la metrópoli capitalista, donde se ubican los grupos hegemónicos del sistema económico mundial. En efecto, se trata de una crisis financiera cuyas causas tienen mucho que ver con la actividad predominantemente especulativa a la que se dedican los grandes bancos y empresas transnacionales de los países ricos, facilitada por uno de los emblemas de la globalización neoliberal, es decir, la libertad de circulación de capitales y la consiguiente «financiarización» de la economía. De este modo, el desmesurado incremento de capital en circulación no se corresponde en absoluto con la economía real o productiva. 

En lo que se refiere al Tercer Mundo, dicha libertad de circulación de capitales favorece todo tipo de capitales especulativos dispuestos a abandonar los países de «alto riesgo» (es decir, los más empobrecidos) con la misma rapidez que entraron, es decir, a la mínima señal de «alarma», hundiendo aún más en la miseria a los más pobres. Esto sucedió en el decenio de los noventa en los países entonces denominados «tigres asiáticos» (Tailandia, Indonesia, Taiwán, Corea, etc.), elogiados desde la metrópoli como modelo de crecimiento económico y «prueba» del éxito de las políticas neoliberales. Dicha crisis se simultaneó con otras similares en América Latina (México, Brasil, Argentina) y en países como Rusia y Turquía, ante la pasividad e impotencia de las instituciones financieras internacionales (FMI, BM). Crisis periódicas y repetitivas que se suceden cíclicamente y que son consustanciales al sistema económico dominante. Ahora le ha tocado el turno a la «metrópoli». Por su propia naturaleza, el capital privado «financiarizado» se inclina por la mayor rentabilidad en el menor plazo y por la garantía de que las ganancias así obtenidas sean «repatriadas» a sus lugares de origen en vez de reinvertirse allá donde se obtuvieron dichas ganancias.  

Paradójicamente, quienes tanto abogan por reducir los gastos sociales y por la disminución de la intervención de los poderes públicos con fines redistributivos se encuentran ahora con los bolsillos repletos de dinero público gracias a decisiones de dirigentes políticos que, una vez más, obedecen a quienes realmente les han colocado en dicho puesto. Si se hubieran aplicado a sí mismos las normas «gobernancistas» que tanto han promovido y preconizado los bancos y las empresas transnacionales para los menos «competitivos», pura y simplemente hubieran desaparecido por «incompetentes».

Más grave aún es que los poderes públicos que tan generosamente se han comportado con las entidades privadas abocadas a la bancarrota por su nefasta gestión (gobernanza) no hayan exigido apenas responsabilidades civiles y penales a sus directivos, quienes además suelen cobrar sumas astronómicas como indemnización por su cese mientras que, por otro lado, no dudan en facilitar el «despido libre» de sus trabajadores para «reducir costes». Asimismo, dichos poderes públicos están disminuyendo la tributación de las rentas más altas, pero no la de las rentas más bajas, cargando sobre estas últimas la «factura» de la crisis: socialización de pérdidas frente a privatización de ganancias.

Y más grave aún es que los cuantiosos recursos recibidos así de generosamente (al día de hoy las cifras se cuentan por billones de dólares o euros) se hayan concedido sin exigir prácticamente nada a cambio, es decir, no sólo sin exigir responsabilidades por actuaciones notoriamente negligentes en el pasado, sino sin tan siquiera obligar a que se lleven a cabo las profundas reformas estructurales requeridas en el funcionamiento de los bancos y empresas transnacionales que eviten que en el futuro vuelvan a repetirse los mismos hechos o similares, lo cual implicaría reconocer el fracaso de las políticas neoliberales pro sector privado. Sin embargo, tal reconocimiento jamás se producirá mientras dicho fracaso siga pagándose con dinero público, tal y como está sucediendo con la crisis actual. Otro ejemplo histórico más de cómo el capitalismo se sirve del Estado para perpetuarse y fortalecerse.

Las «condiciones subjetivas»

La desfavorable correlación de fuerzas actual permite a los más ricos y poderosos no solo pasar la factura de la crisis a los que menos culpa tienen, sino que dicha crisis sirve de pretexto para acelerar y profundizar la «contrarrevolución» neoliberal iniciada en la metrópoli capitalista a partir de la crisis de los años setenta del pasado siglo, con la entrada de Reagan en el gobierno de EE.UU. y de Thatcher en el de Gran Bretaña, previo ensayo de laboratorio en el aterrorizado Chile de Pinochet. Dicha contrarrevolución o «revolución de los ricos contra los pobres» consiste básicamente en mermar y erosionar paulatinamente el estado de bienestar y los avances y derechos sociales logrados tras la II Guerra Mundial mediante políticas económicas redistributivas de corte keynesiano, aunque siempre sometidas a relaciones de producción, comercio y consumo capitalistas.

El regresivo pacto social acordado en este país por los sindicatos «mayoritarios», y que motivó la desconvocatoria de la segunda huelga general, o la reciente contrarreforma constitucional para limitar el déficit público, el cual es vital para poder redistribuir riqueza en favor de los más pobres y vulnerables, hecha a toda prisa ‑y sin consultar a los ciudadanos mediante referendo‑ por parte de los partidos «mayoritarios», son todo un ejemplo del tipo de contrarreformas jurídicas, laborales y fiscales en curso, con el aplauso del FMI, de la gran banca privada y de los medios de comunicación «mayoritarios».

El creciente flujo de descontentos que traspasan las grietas y fisuras de las mastodónticas y aparentemente todopoderosas burocracias empresariales, sindicales, partidistas y mediáticas deben crear vías y fórmulas organizativas y comunicativas más democráticas ‑y menos burocráticas‑ que materialicen su disconformidad.

Notas:

Guillermo García es Doctor en Derecho, experto en desarrollo y derechos humanos, autor de Sobre la universalidad de los derechos humanos, «Diagonal» nº 95, febrero de 2009. Enlace: http://www.diagonalperiodico.net/Sobre-la-universalidad-de-los.html.

[2] Véase Gobernanza y crisis del neoliberalismo , de Nicolás Angulo Sánchez, en «Entelequia» nº 11, primavera de 2010. Enlace: http://www.eumed.net/entelequia/pdf/2010/e11a13.pdf

[3] Por ejemplo, las murallas, las zanjas y las alambradas existentes en la frontera de EE.UU. frente a México, en Ceuta y Melilla frente a Marruecos y en Israel frente a Palestina, por ejemplo.

[4] Un «paraíso fiscal» es un lugar donde no existen impuestos o no existe transparencia en materia fiscal. Por ejemplo, no se autoriza el intercambio de información fiscal y existen normas e instituciones paralelas reservadas a los no residentes (bancos «offshore») aunque no desarrollen ninguna actividad en dicho lugar, unido a una estricta aplicación del «secreto bancario». Casi todos los Estados europeos disponen de algún paraíso fiscal, incluso dentro de su propio territorio, y casi la mitad de los existentes en el mundo poseen bandera británica.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.