1) Economía «mourinhesca» I. Se da por supuesto que la política económica está en manos de gente responsable. De instituciones, como el Fondo Monetario Internacional o la OCDE, con un amplio bagaje de conocimiento empírico y teórico de la economía que asesoran responsablemente a los gobiernos. De gabinetes técnicos que eligen a la gente más […]
1) Economía «mourinhesca»
I. Se da por supuesto que la política económica está en manos de gente responsable. De instituciones, como el Fondo Monetario Internacional o la OCDE, con un amplio bagaje de conocimiento empírico y teórico de la economía que asesoran responsablemente a los gobiernos. De gabinetes técnicos que eligen a la gente más competente. De políticos sensatos que toman decisiones basadas en un buen asesoramiento. Sabemos, sin embargo, que muchos de estos supuestos son erróneos, insuficientes, inadecuados. Y lo sabemos no sólo por el trabajo de muchos científicos sociales críticos, que han puesto en evidencia muchos de los fundamentos teóricos en los que se basa la política económica dominante y han desvelado los intereses privados (o estatales según los casos) que se esconden detrás de muchas políticas, sino también por los comentarios de gente que ha ocupado puestos centrales en alguna de estas instituciones, como es el caso de Joseph Stiglitz. Hace apenas unos meses, el FMI ha hecho pública una información detallada que permite desvelar el tipo de procesos en virtud de los cuales se elabora realmente esta política.
Cabría esperar por tanto que, ante un fiasco tan evidente como la crisis financiera y la presencia de desequilibrios tan patentes en la economía mundial, cualquier persona con un mínimo de responsabilidad -políticos, teóricos, asesores- se pusiera a revisar la bondad de sus políticas y de sus análisis, y a reflexionar cómo cambiar las reglas de un juego que ya nos ha conducido a un desastre (sin tener en cuenta, claro está, toda la saga de desastres regionales que pueden contabilizarse desde 1980 para acá). No sólo nada de ello ha sucedido sino que, una vez pasado el primer espanto y salvado el sistema financiero, se vuelven a poner en marcha las mismas políticas que han generado la situación. Bajo otra marca -planes de rescate- se aplican las políticas del criticado Consenso de Washington. Se retoman la ortodoxia del déficit público cero y el tabú de los bajos impuestos como forma de garantizar «el crecimiento». Más o menos como José Mourinho, incapaz de idear otro tipo de fútbol que no sea el cerrojo y la patada adelante, de impedir toda posibilidad de creatividad social. Y, como él, los responsables de la política económica tratan de ocultar sus fallos y su insensatez con cortinas de humo consistentes en acusar a las víctimas de sus errores. Sindicatos, parados y servicios públicos son acusados de males que ninguno de ellos ha provocado. Saben que es mentira, pero les sirve para enmascarar su vacuidad y sus intereses.
II. La continuidad de estas políticas puede explicarse por la conjunción de diversas dinámicas. Una, sin duda, es la de los intereses dominantes. Una vez pasado el soponcio y comprobada la escasa capacidad de reacción social, han reactivado la ofensiva de su modelo de economía depredadora. Algo que resulta evidente allí donde la crisis ha favorecido la llegada al poder de gobiernos conservadores (como en el Reino Unido o Catalunya) y donde éstos se han apresurado a promover reformas que favorecen intereses particulares, como las privatizaciones o las reducciones de impuestos a los ricos. La inercia institucional juega en la misma dirección: las instituciones económicas, incluidos la mayor parte de los centros de investigación y formación económica, llevan tantos años siguiendo los mismos enfoques y rutinas y compartiendo los mismos valores tácitos, que les resulta difícil realizar un cambio en profundidad. En gran parte se trata de una burocracia instituida a la que le produce vértigo cualquier revisión de sus políticas. Estamos ante una alianza perversa de intereses capitalistas y tecnocracia insensible.
Lo peor no es sólo que se promuevan las mismas políticas de siempre. Lo peor es que éstas sólo producen padecimientos sociales sin resolver ningún problema, o incluso agravándolos. A corto plazo, los costes del ajuste van a recaer sobre la población de los países afectados: recortes salariales, desmantelamiento de servicios públicos y de políticas sociales, aumento del desempleo… Pero estas mismas políticas que desarbolan la economía y la sociedad tampoco van a permitir que se cumpla el objetivo para el que están diseñadas: pagar las deudas. Simplemente, van a generar nuevas políticas de ajuste o provocar una nueva oleada de pánico financiero. Así como la obsesión por el superávit comercial (en el fondo, el objetivo latente bajo el mantra de la competitividad) no hace más que reforzar una carrera hacia abajo en que al final todo el mundo puede perder, ¿cómo podrá pagarse una deuda en un contexto de crecimiento de los tipos de interés, que además de gravar a los deudores puede revalorizar el euro y empeorar aún más los precarios equilibrios externos de muchos países europeos? Las élites alemanas han conseguido un enorme superávit comercial a costa de explotar sus nichos de mercado y de reducir su consumo interno (sobre todo el de las clases trabajadoras, que han experimentado sustanciales recortes salariales). Han exportado el paro a sus vecinos (a los que compra menos) y ahora les exigen unos ajustes drásticos. Cabe esperar que el ajuste de estos países acabe por poner en peligro las mismas exportaciones alemanas e induzca de nuevo una dinámica recesiva. Desde el punto de vista de la economía convencional se nos están exigiendo sacrificios inútiles, o que simplemente satisfacen los intereses de unos pocos.
III. Debemos asumirlo: la junta directiva y el entrenador han enloquecido, han confundido sus intereses con los colectivos y pretenden que les aplaudamos el esfuerzo. No es hora de indignarse, sino de pasar a la acción. A la protesta y a la elaboración programática, a la resistencia y a la demanda de otras políticas. La crisis de la deuda sólo puede remediarse con una quita importante que afecte a los ingresos financieros que la han generado. El sistema financiero debe ser reestructurado, y jibarizado, en profundidad. Hay que incrementar los impuestos en la mayoría de los países, hacerlos más justos y reforzar la provisión pública de bienes. Debe emprenderse una transformación de las estructuras productivas, distributivas y comerciales para reducir los fuertes desequilibrios y orientar la sociedad en una senda de sostenibilidad y equidad universal. Basta ya de dejar el mando a expertos fracasados e intereses minoritarios, a iluminados que confunden el mundo real con sus esquemas de pizarra. Movilizarse es hacer frente a todo ello, en la calle y en cada centro de trabajo, para elaborar ideas, cultura, propuestas técnicas que nos permitan, de verdad, salir del mundo de malestar que nos venden cada día los profetas de la mala leche.
2) Productividad: cuestiones de medida
I. El nuevo lema de orden de la política salarial es que ésta debe basarse en la productividad. Es un tema de enjundia, merecedor de un profundo debate económico. Resultaría fatuo pretender liquidar la cuestión en unas pocas líneas. Más modestamente, pretendo plantear unas pocas cuestiones que creo importantes a la hora de discutir el tema.
Cuando se dice, de forma genérica, que los salarios deben acomodarse a la productividad, no se nos aclara en qué ámbito se plantea la proposición. A escala del conjunto del país, los salarios deben variar en función del aumento de la productividad; en el ámbito de la empresa, según le vaya a cada una, y a escala individual, según la aportación de cada cual. Del ámbito que escojamos dependerá un tipo u otro de política salarial, aunque las tres esconden peligros y falacias.
II. Incrementar los salarios en función del aumento de la productividad del país (al igual que ahora se calcula el IPC para medir el alza de los precios, se puede estimar cuánto ha crecido la productividad total del país) puede tener algún sentido. Todo el mundo ve mejorado su salario en un porcentaje equivalente a la mejora de la eficiencia social. Las empresas que han aumentado su eficiencia menos que la media se ven castigadas y alentadas a mejorar su situación, y las que son más eficientes resultan premiadas. Quedan, sin embargo, algunos flecos por considerar. Si hay inflación y los salarios sólo crecen según el aumento de la productividad, toda el alza de precios va a parar a manos de los empresarios. Por esto la regla tradicional es que los salarios aumenten al mismo ritmo que el incremento de la productividad más el de los precios, es decir, que el salario real aumenta igual que la mejora de la productividad (pues el alza de los precios simplemente permite mantener el salario real anterior). Es, con todo, una norma conservadora, puesto que da por supuesto que la distribución de la renta entre salarios y beneficios es justa, cosa discutible por muchas razones.
Por último, hay que ser cautos en lo del aumento de la productividad por varias razones. Me remito a las dos más claras. Si contamos la productividad por persona (PIB partido por trabajador), podemos olvidar cuestiones relevantes: que el crecimiento se haya debido no a la eficiencia sino a un alargamiento de la jornada laboral o la intensificación de ritmos, que los cambios en el uso de la capacidad productiva de las empresas provoquen errores de medida, etc. En otro orden de cosas, una parte de lo que llamamos «crecimiento de la productividad del trabajo» se ha debido al uso intensivo de energía fósil, y si ésta fuera una fuente de energía inagotable e inocua, dicha valoración sería aceptable. Sin embargo, cuando consideramos la naturaleza de los problemas energéticos, hay que pensar que parte de nuestra mejora de la productividad laboral la estamos alcanzando a base de deteriorar nuestro marco ambiental, lo que obliga a plantear el debate en términos diferentes de los convencionales.
Aun así, teniendo en cuenta todos estos problemas, la norma de tomar los aumentos generales de productividad como pauta para los incrementos salariales podría tener alguna articulación aceptable y formar parte de una estrategia de fijación de un marco salarial justo.
III. Muchos más problemas plantean las otras dos versiones. Fijar los salarios según la productividad medida de cada empresa supone, de entrada, aceptar un inevitable aumento de las desigualdades sociales. Pero también implica más cosas.
En primer lugar, supone basar la rentabilidad de las empresas no en su eficiencia (algo de por sí discutible) sino en su política salarial, puesto que una empresa ineficiente siempre podría salvar los muebles trasladando su ineficiencia a costes salariales menores. Cuando oigo estas proposiciones siempre respondo lo mismo: puestos a adecuar los pagos de las empresas a sus condiciones concretas, defendamos que las tarifas de los suministros energéticos, del agua, etc. se paguen según la condición de cada cual, con lo que llegaremos al contrasentido de abaratar los precios a las empresas que son menos «productivas» en el uso de la energía, el agua, etc.
En segundo lugar, el argumento ignora otra cuestión crucial, y es que el mundo empresarial real no está formado por millones de empresas que compitan en pie de igualdad, sino por estructuras empresariales complejas que mantienen entre sí relaciones de poder económico desigual. Escójase el sector que se quiera -la industria del automóvil, la construcción, la confección textil- y podrá advertirse que el producto final es el resultado de la actividad de muchas empresas que cooperan entre sí en pie de desigualdad, que los procesos de subcontratación en cadena y externalización ocultan desigualdades entre empresas que se reflejan en sus precios relativos. Así pues, las empresas que se encuentran en la posición central están en mejores condiciones de explotar su poder de mercado, por lo que están en mejor posición de captar los aumentos de productividad que el resto, y, por consiguiente, habrá aumentos de salarios diferentes en función del poder relativo de la empresa en la que se trabaje.
IV. Aún más aleatorio y discutible es el cálculo de la productividad individual. En la mayor parte de las actividades, el trabajo es una cuestión de equipo, y dilucidar cuál es el papel de cada cual es siempre una cuestión controvertida. Los economistas convencionales alegan el principio de productividad marginal: cuánto varía la producción cuando varía una unidad de trabajo (más o menos, cuánto va a variar la producción total si agregamos o suprimimos un trabajador). Parece sencillo, pero en la práctica no funciona casi nunca. Voy a plantear un ejemplo extremo, extraído de mi propia experiencia laboral, para que se vea la dificultad. Supongamos que mi clase es un producto, que tiene un valor (si mi universidad fuera privada y cobrara a tanto la clase, éste sería el valor de su producto). Si un día no aparezco para impartir clase, ésta no tiene lugar, con lo que el valor es cero (la universidad debería devolver el precio cobrado) y todo el valor de la clase se me asigna a mí. ¿Seguro? Un día se produjo en mi facultad una huelga de limpieza, una actividad que parece invisible pero que es crucial. Ese día, el decano tuvo que dar la orden de cerrar las clases porque se planteaba un grave problema sanitario en los lavabos. La clase no tuvo lugar porque faltó la persona de la limpieza, así que, aplicando el criterio de la supresión de un empleado, deberíamos asignar a esta persona todo el valor de la clase. Otro día iba a empezar la clase y se produjo un apagón, y como era una tarde de octubre, la clase se suspendió. Si pensamos que había un empleado de la compañía eléctrica responsable del sistema, todo el valor de la clase se lo deberíamos aplicar a él. Como se ve en los dos últimos ejemplos, la aplicación del criterio de la productividad marginal suena más extraño que en el primero (¡todo el mundo sabe que el profesor es básico!, dirían muchos). Lo que ocurre realmente es que para realizar la clase hace falta que esté yo, que la persona que limpia haga su trabajo y que el empleado de la compañía eléctrica haga el suyo (y que el conserje se preocupe de dejar el material docente a punto). Lo que cada uno aporta es difícil de medir con precisión. Nuestros salarios están determinados en gran parte por convenciones sociales; a mí se me supone mucho más productivo porque me deben pagar un salario/hora entre cinco y seis veces mayor que el del personal de limpieza, pero nadie sabe medirlo con precisión. De hecho, si en lugar de profesor titular fuera un asociado, mi sueldo estaría más cerca del de las personas que limpian a pesar de que mi tarea fuera la misma.
La historieta sirve para ilustrar que el cálculo de la productividad individual es siempre impreciso, sujeto a múltiples controversias. Y que lo que a menudo subyace bajo la presuntamente respetuosa demanda empresarial de pagar según la productividad, es el deseo de obtener el poder de pagar a cada cual según los intereses de la dirección, abrir la vía para diferenciar salarios de forma injusta, fomentar el individualismo de los trabajadores, etc.
V. Si nos hablan de productividad, hay que empezar por exigir criterios de medición. Por exigir, por ejemplo, que nos digan cómo se mide la productividad de los altos directivos con sueldos obscenos, planteando otras cuestiones que también deben tenerse en cuenta a la hora de fijar los salarios (horarios indeseables, penosidad, etc.), y discutiendo asimismo las formas de organización y trabajo, los mecanismos de reconocimiento social y profesional que legitiman las desigualdades. Socialmente, es bueno que nos preocupemos por la eficiencia y el trabajo bien hecho. Pero éstos, más que por la fuerza competitiva, se consiguen por medio de la cooperación, mediante el sentido de responsabilidad hacia los demás y la satisfacción que procura el sentirse parte de una sociedad equitativa. En cambio, uno más bien intuye que las demandas de fijar los salarios individuales según la productividad van en el sentido contrario, en el de ahondar en la selva de desigualdades e iniquidades enquistadas en nuestra sociedad.