Este artículo es un extracto del libro «The Language Wars: A History of Proper English» (Farrar, Straus & Giroux, New York 2011). Traducción de Manuel Talens.
No existe una lengua que se haya difundido tanto (y que siga haciéndolo) como el inglés. El deseo de aprenderlo se ha vuelto insaciable en todas partes. El mundo del siglo XXI es cada vez más urbano y de clase media y la adopción del inglés es uno de los síntomas de esta realidad, puesto que se ha convertido en la lingua franca del comercio y de la cultura popular. En otros ámbitos, como el transporte, la diplomacia, la informática, la medicina y la educación, es la lengua dominante o una de las más utilizadas. Un estudio reciente ha sugerido que entre los estudiantes de los Emiratos Árabes Unidos «el árabe se asocia con la tradición, el hogar, la religión, la cultura, la escuela, las artes y las ciencias sociales», mientras que el inglés «es un símbolo de la modernidad, el trabajo, la educación superior, el comercio, la economía y la ciencia y la tecnología». En los países de lengua árabe las asignaturas de ciencias a menudo se enseñan en inglés, pues los libros de texto más excelentes y otros recursos educativos sólo están disponibles en esa lengua. No es un hecho inocente ni una feliz casualidad: la propagación del inglés es una industria.
La propagación del inglés se debe al colonialismo británico, a los avances de la revolución industrial, a la ascendencia económica y política de USA y a otros avances tecnológicos (en su mayoría usamericanos) que tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo XX. Su crecimiento se ha beneficiado de la exportación masiva del inglés como segunda lengua, así como del crecimiento de los medios anglófonos de comunicación. Por último, con gran frecuencia y en muchos lugares del mundo la evangelización cristiana, complementada con la distribución de Biblias en inglés, ha alimentado el mito de que es la lengua de Dios, un mito que surgió tras las sucesivas traducciones realizadas por Wyclif (1380), Tyndale (1534) y Cranmer (1539).
La historia de la difusión planetaria del inglés está repleta de fechas importantes: el asentamiento del fuerte de Jamestown (en la actual Virginia) en 1607; la victoria de Robert Clive en la batalla de Plassey (Bengala Occidental) en 1757, que marcó el comienzo del dominio de la Compañía Británica de las Indias Orientales; la construcción del primer penal colonial en Australia en 1788; el asentamiento británico en Singapur en 1819 y el establecimiento de una colonia de la corona en Hong Kong en 1842; el inicio formal de la administración británica en Nigeria en 1861; la fundación de la BBC en 1922 y de Naciones Unidas en 1945 y el lanzamiento por parte de AT&T del primer satélite de comunicaciones comerciales en 1962. Esta lista es sólo una muestra que no tiene en cuenta, por ejemplo, las diferentes oleadas de anglomanía que se extendieron por gran parte de Europa en el siglo XVIII. Sin embargo, es evidente que la difusión del inglés ha tenido mucho que ver con los beneficios materiales, con los medios de comunicación y con su uso como lengua de enseñanza. Una lista más completa de los hitos de su difusión podría intensificar el fuerte olor a sangre derramada que la acompaña.
El inglés ha permanecido dondequiera que empezó a utilizarse. Lo cultural persiste cuando desaparece el yugo militar. En la era colonial, las lenguas de los colonizadores dominaron a las de los territorios confiscados, las marginaron y, en algunos casos, las condenaron a la extinción, no sin antes haber absorbido los términos locales que les parecían de alguna utilidad. Las lenguas de los colonizadores practicaron una especie de canibalismo y su legado se palpa todavía. En muchos sitios el inglés suscita desconfianza por ser la lengua de los amos imperiales. Está lejos de ser una fuerza unitaria y su capacidad de resistencia es motivo de preocupación. En la India, a pesar de que el inglés se utiliza enormemente en los medios, en la administración, en la educación y en el comercio, no son pocos los que reclaman que se frene su influencia. Sin embargo, incluso allá donde el inglés es una lengua denigrada como instrumento del colonialismo, ha logrado mantenerse y, en muchos casos, florecer con el aumento del número de hablantes y de funciones.
A principios del siglo XX, en su profética novela The World Set Free (1914), HG Wells imaginó lo que luego pasaría a conocerse como «inglés mundial», un concepto de esta lengua como medio de comunicación internacional, como segunda lengua global, como lubricante intelectual y comercial e, incluso, como instrumento de política exterior de los principales países de habla inglesa, que sólo llegó a ser una realidad en la década de 1960. El concepto había estado circulando desde 1920, pero no fue Wells su único inventor, ya que en 1888 Alexander Melville Bell había ideado el «inglés mundial», un método de ortografía revisada para facilitar su aprendizaje que, según él, superaba a todos los demás «en su capacidad general para convertirla en la lengua del mundo». Un siglo antes, en 1784, Robert Nares imaginó con satisfacción que el inglés se extendería prodigiosamente a través de todo el mundo e, incluso antes, John Adams había profetizado que llegaría a ser la lengua más hablado y leída… y la «más respetable». El binomio «inglés mundial» todavía se utiliza, pero muchos críticos lo ponen en entredicho por su fuerte tufillo opresor. Hoy en día el «inglés mundial» ha sido sustituido por diversos nombres, de los cuales el más pegadizo es «globish» (por mucho que a mí, personalmente, me parezca una estupidez) [1], término popularizado por Jean-Paul Nerrière en su libro Don’t Speak English, Parlez Globish. Según Nerrière, el globish es una forma pragmática del inglés que consta de 1500 palabras y está concebido para que cualquiera pueda hacerse entender.
Pero el globish de Nerrière no es el único inglés. Madhukar Gogate, un ingeniero jubilado de la India, ha presentado por su parte una idea que también denomina globish y que utiliza una ortografía fonética para crear lo que considera una forma más clara del inglés que podría convertirse en lengua global y permitir vínculos entre personas de diferentes culturas. Al mismo tiempo, el lingüista alemán Joachim Grzega está promocionando un «inglés global básico» con apenas veinte reglas gramaticales y un vocabulario de 750 palabras que los estudiantes podrían complementar con otras 250 destinadas a sus necesidades personales.
Incluso si estos métodos tienen como objetivo la promoción de una forma lingüística neutral que sustituya a la de los valores «ingleses» coloniales, no por eso dejan de formar parte de un proyecto de mayor envergadura y con frecuencia invisible: el establecimiento de una comunidad angloparlante, sin fronteras territoriales, en la que el uso del inglés no sólo sea algo normal, sino también prestigioso y pueda «venderse» como una lengua de riqueza, de oportunidades, de ayudas para la educación, de democracia y de derecho moral. Este proyecto recibe un apoyo económico y político en la educación y en los medios y, a veces, también un apoyo militar, generalmente secreto. Y así, el inglés se propaga como una apisonadora que aplasta todo lo que se interpone en su camino. Es verdad que a menudo se utiliza junto a las lenguas locales y no las reemplaza de inmediato. Sin embargo, su presencia trastoca la importancia de la cultura en las vidas de quienes lo adoptan, altera sus aspiraciones y expectativas. Cada vez más, el inglés parece una segunda lengua materna. Sería posible imaginar que simplemente coexiste al lado de otras lenguas, pero resulta evidente que la convivencia se convierte en trascendencia. Conforme el inglés se va introduciendo en los espacios que ocupan otras lenguas, los lingüistas se ven obligados a comportarse como ecologistas y a dejar de ser estudiosos para convertirse en activistas.
Han sido numerosos los intentos de crear una lengua artificial que pudiera utilizarse en todo el mundo, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX y a principios del XX. La mayor parte de ellos no prosperaron: ¿quién se acuerda hoy de lenguas con nombres como cosmoglossa, spokil, mundolingue, veltparl, interlingua, romanizat, adjuvilo o molog? Algunos de aquellos innovadores hoy nos parecen gente muy extraña. Joseph Schipfer, el inventor de la communicationssprache, también se hizo famoso por haber inventado un método para impedir que a uno lo enterrasen vivo. Etienne-Paulin Gagne, el inventor de la monopanglosse, propuso que en épocas de hambruna los argelinos ayudasen a sus familias y amigos ofreciendo sus vidas o al menos alguno de sus miembros a cambio de alimentos y se declaró dispuesto, si fuera necesario, a ofrecer su propio cuerpo a los necesitados.
Sólo dos de aquellas lenguas alcanzaron la celebridad. En 1879 Johann Martin Schleyer, un clérigo de Baviera, ideó el volapük, que fue muy popular durante un breve período de tiempo: al cabo de diez años había 283 sociedades dedicadas a su promoción, así como manuales para su aprendizaje en veinticinco lenguas. Arika Okrent, en su libro In the Land of Invented Languages, afirma que el volapük es una delicia para gente con un sentido pueril del humor: pükön es»hablar» y plöpön es «tener éxito». Más famosos y menos tontorrones fueron los esfuerzos de Ludwik Zamenhof, un oculista polaco de origen judío lituano que en la década de 1870 empezó a desarrollar el esperanto, una lengua sin irregularidades. En 1887 publicó su primer libro sobre ella, con una gramática que constaba de sólo dieciséis reglas y un vocabulario básico. Los motivos de Zamenhof eran evidentes: había crecido en los guetos de Bialystok y Varsovia, y, contrariado por la división que establecían las lenguas nacionales, soñaba con unir a la humanidad. El esperanto es sin duda el mayor éxito de las modernas lenguas inventadas, pero incluso si todavía tiene partidarios entusiastas, no parece que llegue alguna vez a imponerse como esperaba Zamenhof.
Es más probable que el lector haya oído hablar del klingon, una lengua creada por Marc Okrand para la serie televisiva Star Trek, así como de las lenguas élficas -en particular el quenya y el sindarin, que emulan, respectivamente, los modelos gramaticales del finés y del galés- ideadas por JRR Tolkien y fielmente utilizadas en las películas de El Señor de los Anillos, de Peter Jackson. Un ejemplo más reciente de lengua artificial es la que Paul Frommer atribuyó a los na’vi de piel azul en la película Avatar, de James Cameron (2009). Las lenguas inventadas, que en una época encarnaron la esperanza política en el mundo real, han pasado a ser accesorios del arte y el entretenimiento.
Hoy en día, la lengua auxiliar del mundo, más que cualquier otra alternativa artificial, es el inglés. Los hablantes del inglés como segunda lengua son más numerosos que los hablantes nativos. Las estimaciones varían, pero incluso las más conservadoras admiten que hay 500 millones de hablantes del inglés como segunda lengua. También son muchos más numerosos en el mundo quienes desean hablarla que quienes tratan de oponerse a su avance. En algunos casos, la devoción por el inglés tiene tintes de ardor religioso y se sitúa en los límites de la automortificación. Cuenta Mark Abley que algunos coreanos ricos no dudan en costear una operación quirúrgica que alarga la lengua de sus hijos para que les sea más fácil hablar inglés de forma convincente. Se supone que la intervención les permite emitir los sonidos r y l, pero la fluidez con que hablan el inglés muchos coreanos que han emigrado a USA y Gran Bretaña hace que uno se pregunte si vale la pena. Sin embargo, éste es un ejemplo indiscutible de a qué extremos están algunos dispuestos a llegar para aprender inglés, seducidos por la creencia de que capital lingüístico equivale a capital económico.
En los lugares donde el inglés se utiliza como segunda lengua, sus hablantes consideran que carece de las limitaciones de sus lenguas maternas. Lo asocian con el poder y el estatus social y lo ven como un medio flexible y sensual para autoexpresarse. Simboliza la preferencia personal y la libertad. Pero mientras que muchos que no conocen la lengua aspiran a aprenderla, otros muchos la perciben como un instrumento de opresión que no sólo está asociado con el imperialismo, sino también con las depredaciones del capitalismo y el cristianismo (las palabras imperialismo y capitalismo han llegado a ser casi sinónimas gracias al libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, que Lenin publicó en 1917). El erudito australiano Alastair Pennycook ha resumido a la perfección el paradójico estatus del inglés como «lengua de la amenaza, el deseo, la destrucción y las oportunidades». Su difusión puede verse como una fuerza de homogeneización (algunos hablarían de yanquización) que erosiona la integridad de otras culturas. Sin embargo, lo que llama la atención es que la gente se la apropia localmente de muy distintas maneras. A veces se utiliza contra los mismos poderes e ideologías que supuestamente representa. Basta con escuchar, por ejemplo, a los raperos de Somalia o Indonesia para darse cuenta de que el uso del inglés en sus letras es cualquier cosa menos un sumiso homenaje al poderío comercial y cultural usamericano.
En su libro Globish (2010), Robert McCrum señala «la subversiva capacidad del inglés para correr junto a la liebre y cazar junto a los perros que la persiguen, para articular las ideas del gobierno y de la oposición, para ser la lengua de la gente ordinaria y del poder y la autoridad, del rock’n’roll y del decreto real». McCrum la considera «contagiosa, adaptable, populista» y establece la caída del Muro de Berlín en 1989 como el momento simbólico que marcó el inicio de «una nueva dinámica en el flujo de la información». Para McCrum, el inglés tiene un papel protagonista en eso que Thomas L. Friedman ha denominado con acierto «el aplanamiento del mundo», la nueva «red global».
En el siglo XXI otras lenguas desafían la posición del inglés como lengua planetaria dominante. Las principales parecen ser el español y el chino mandarín. Los hablantes que las utilizan como lengua materna son más numerosos que los del inglés, pero ninguna de las dos se utiliza mucho como lingua franca en la actualidad. La mayoría de los hablantes del chino mandarín viven en un solo país, y, con la excepción de España, la mayoría de los hispanohablantes están en el continente americano. Hay quien dice que la revitalización de las lenguas minoritarias es buena para el inglés, porque debilita a sus grandes rivales y, por lo tanto, elimina los obstáculos que impiden la difusión de esta lengua. Así, por ejemplo, el resurgimiento del catalán, del vasco y del gallego debilitaría al español peninsular y lo convertiría en un rival menos poderoso del inglés. Los apologistas del inglés invierten este argumento y afirman que el avance del inglés es bueno para las lenguas minoritarias, lo cual es falso.
Nicholas Ostler, un lingüista de ideas a menudo sorprendentes, ha dicho que «si comparamos el inglés con las otras lenguas que han alcanzado un estatus global, las que más se le parecen -desde el punto de vista lingüístico- son el chino y malayo». Las tres siguen un orden verbal de sujeto-verbo-objeto y sus sustantivos y verbos tienen pocas variantes. Además, «otra faceta del inglés que lo asemeja con el chino es su ortografía peculiarmente conservadora y antifonética» y «de la misma manera que ha ocurrido con el chino… el parecido entre el inglés hablado y sus tradiciones escritas es cada vez más remoto». Parece una comparación interesante, pero no sirve de guía para lo que sucederá en el futuro. Las principales amenazas contra el inglés podrían surgir de su interior. Hay una larga historia de gente que lo utiliza para fines anti-ingleses, de creadores y personajes políticos que afirman en inglés su distanciamiento de la anglicidad, de lo británico o de lo usamericano. Hay, por ejemplo, muchos escritores cuya lengua materna no es el inglés que han salpimentado con sabores extranjeros sus escritos en esa lengua, lo cual les ha permitido exhibir su patrimonio al mismo tiempo que trabajan en un medio que les permite llegar a un público más amplio.
Son dos las amenazas que destacan de las demás. Ya he mencionado la India; el inglés es importante para sus ambiciones globales. Las raíces de esa lengua son allí coloniales, pero el inglés conecta menos a los indios con el pasado que con el futuro. Las personas que lo utilizan en la India son ya más numerosas que en cualquier otro país del mundo, incluido USA. Mientras tanto, en China el número de estudiantes que lo están aprendiendo aumenta con rapidez. El empresario Li Yang ha desarrollado lo que denomina Crazy English, un método de enseñanza poco ortodoxo a base de gritos. Ésta, explica Li, es la manera con la que los chinos activan sus «músculos internacionales». Su programa es patriótico. Kingsley Bolton, director del departamento de inglés de la City University de Hong Kong, lo llama «nacionalismo de vendedor ambulante». Qué duda cabe de que posee una cualidad singular; uno de los eslóganes de Li dice así: «Hay que conquistar el inglés para fortalecer a China». Unas cuantas voces disidentes sugieren que el Crazy English alienta el racismo, pero el entusiasmo que despierta su enfoque populista es indudable y arroja luz sobre una fiebre que ha invadido China: la ardiente convicción de que aprender inglés es la habilidad esencial para sobrevivir en el mundo moderno.
La adopción del inglés en los dos países más poblados del mundo ha dado lugar a que la lengua empiece a cambiar. Es probable que algunos de estos cambios desconcierten a sus hablantes nativos. La «anglicidad» del inglés se está diluyendo. También está perdiendo, y esto es todavía más sorprendente, su sabor usamericano. El centro de gravedad del inglés se está desplazando; de hecho, el inglés del siglo XXI tiene ya muchos centros de gravedad. Conforme pase el tiempo, sus hablantes nativos podrían encontrarse en situación de desventaja. Todo hablante nativo suele integrar diferentes bagajes culturales en el uso de su lengua. Un ejemplo innegable es la forma en que utilizamos metáforas deportivas. Si en una conversación le digo «has bateado seis» a mi socia eslovaca, probablemente no sabrá de lo que estoy hablando. Tampoco lo sabrá un usamericano. En cambio un indio es muy probable que lo entienda (la frase proviene del juego del cricket), pero lo cierto es que debería elegir mis palabras con mayor cuidado. El problema es que con frecuencia ni a mí ni a otros muchos como yo nos preocupa que no nos entiendan. Para los hablantes no nativos, los caprichos y las elaboraciones lingüísticas de este tipo son una fuente de confusión. A menudo los hablantes no nativos del inglés comentan que les resulta más fácil conversar entre sí que con hablantes nativos. Ya es un hecho que muchas personas que aprenden el inglés no tienen la menor intención de hablar con nativos, hasta tal punto que si yo interviniese en sus conversaciones no sería bienvenido.
Al mismo tiempo, los hablantes nativos del inglés tienden a asumir que su dominio de una lengua tan poderosa como la suya los dispensa de aprender otras lenguas. Se equivocan. Las compañías británicas a menudo pierden oportunidades de exportación debido a su desconocimiento de otras lenguas. Además, existe la posibilidad de que dentro de veinte o treinta años sea obligatorio saber inglés en los intercambios comerciales y eso hará que los hablantes nativos dejen de tener esa ventaja. En una encuesta realizada en 2005, más del 80% de los ciudadanos de Holanda, Dinamarca y Suecia afirmaron ser capaces de hablar inglés. El porcentaje fue del 60% en Finlandia, del 50% en Alemania, del 30% en Francia e Italia y del 20% en España y Turquía. Es de suponer que estas cifras hayan aumentado. Proceden de un estudio publicado en 2006 por el British Council, una organización creada en 1934 que hoy en día es un «órgano de relaciones culturales internacionales» en más de cien países. Su director general, Sir Richard Francis, afirmó en 1989 que «el verdadero oro negro de Gran Bretaña no es el petróleo del Mar del Norte, sino la lengua inglesa». A menudo se minimizan afirmaciones como ésta, pero el papel del British Council en la promoción del inglés británico está ligado a los intereses corporativos británicos. Grandes compañías como la British Petroleum (hoy BP Amoco) han trabajado hombro con hombro con el British Council y han financiado programas educativos para que los extranjeros aprendan inglés. No se trata, desde luego, de un acto de altruismo. Como dice Robert Phillipson, «el inglés de los negocios es el negocio del inglés». Pero al mismo tiempo que una lengua simultáneamente impuesta y bienvenida, el inglés es una lengua que, más que cualquier otra, la gente quiere aprender.
Las consecuencias son complejas. Algunas de ellas, al parecer, contrarias a las que se pretendían en un principio. A pesar de las ingentes cantidades de dinero que se gastan en la difusión del inglés británico, lo cierto es que el inglés está adquiriendo un color cada vez más local en los diferentes lugares donde se utiliza, y eso hace que el número de lenguas disminuya en el mundo mientras que al mismo tiempo aumente el número de variantes dialectales del inglés.
[1] Globish es un juego de palabras que consiste en sustituir las dos últimas letras de la palabra «global» (es decir, mundial o global) por el fonema -ish de la palabra English [NdelT].
Fuente: http://www.tlaxcala-int.org/article.asp?reference=6255