«En los bolsillos de los que se suicidan se encuentran los libros de filósofos como Hegel o Nietzsche, o Marx, no los de Carnap, Hempel o Kripke…» George Steiner es la encarnación del estereotipo del judío errante, políglota y ciudadano del mundo. Personaje controvertido, considerado por algunos el hombre más culto del mundo y por […]
«En los bolsillos de los que se suicidan se encuentran los libros de filósofos como Hegel o Nietzsche, o Marx,
no los de Carnap, Hempel o Kripke…»
George Steiner es la encarnación del estereotipo del judío errante, políglota y ciudadano del mundo. Personaje controvertido, considerado por algunos el hombre más culto del mundo y por otros un compendio de vacía erudición, ha escrito innumerables libros que entremezclan literatura, crítica literaria y filosofía en una singular mixtura, ejemplificada por obras como La muerte de la tragedia (1961), Después de Babel (1975), Presencias reales (1989) y Gramáticas de la creación (2001). En la presente entrevista George Steiner nos habla sobre las problemáticas que plantea la ciencia, hacia la cual, en sus obras, se trasluce un profundo interés.
¿Es verdad que Usted comenzó sus estudios universitarios en ciencias naturales?
Sí, es verdad, en la universidad de Chicago. En 1948, cuando llegué allí, a los grandes científicos les gustaba impartir los cursos introductorios; de tal suerte que tuve a dos premios Nobel, Enrico Fermi y Harold Clayton Urey, como profesores de física y química. Me hubiera gustado continuar pero, desgraciadamente, carecía del suficiente background matemático.
¿Y entonces qué hizo?
Filosofía y literatura, pero ya sabía que las mayores energías mentales de la posguerra se prodigarían en la ciencia: no sólo por los descubrimientos que habría, sino por el sentido para prever los problemas del futuro. Y así como hubiese querido conocer a pintores si me hubiese tocado vivir en la Florencia o en la Bolonia del siglo XV o XVI, también quise conocer a los científicos cuando me fui a Princeton.
¿A quiénes en particular?
A Oppenheimer, Godel, Bohr… Y naturalmente a C.N. Yang y T.D. Lee, que precisamente tenían su cubículo junto al mío. Yo era muy joven, y todo lo que podía hacer era observarlos, tratando de entender un poco de su personalidad: fue una experiencia fantástica, era como estar en contacto con los grandes príncipes.
¿Los príncipes de las ciencias no son, a veces, un poco estresantes?
El más difícil de todos era André Weil. Recuerdo que cuando llegué al instituto me presentaron a los miembros permanentes de acuerdo con la usanza. La mayor parte de ellos se limitó a estrecharme la mano, y algunos llegaron a decirme: «Mucho gusto» o «Le deseo buen trabajo». Él, por el contrario, me increpó fríamente: «Señor, no creo que tengamos mucho que decirnos, pero me gustaría que usted supiese una cosa. Los que son muy inteligentes se dedican a la teoría de los números. Los que son bastante inteligentes trabajan la geometría algebraica. El resto no existe». Y nunca me volvió a dirigir la palabra. Él habrá sido un gran geómetra algebraico, pero seguro no era un ser humano con el que se podía tener mucho contacto.
¿Y los otros cómo eran?
Todos muy diferentes entre sí. Von Neumann, por ejemplo, era muy afectuoso con un pequeño insulso como yo. Bohr era increíblemente gentil. ¡La primera vez que conversé con él me mostró una fotografía de sus 12 nietos, vanagloriándose de conocerlos a todos por su nombre! Luego estaba Gödel, al que muchos creían el más grande de todos: incluso más que Einstein, porque su teorema había cambiado el pensamiento humano.
¿Intentó estudiarlo?
¡Naturalmente, es necesario hacerlo, por su importancia intelectual! Hasta un outsider como yo puede entender, en parte, su significado; es decir, que lo fragmentario es inevitable y es estructural. Lo que,
entre otras cosas, es una excelente metáfora de muchas cosas, incluida la vida misma.
¿Nunca ha usado metáforas científicas en su trabajo?
A veces. Por ejemplo, ya que me siento fascinado por expresiones como «antimateria» y «materia oscura», tomé prestadas estas cosas para escribir mi novela The Portage to San Cristobal of A. H. («El traslado de A. H. a San Cristóbal», Barcelona, Mondadori, 1994); «ya que la antimateria destruye la materia, imaginé que Hitler era su encarnación. En la tradición judía, Dios creó el universo pronunciando una palabra secreta: ahora bien, si existe una palabra que pueda destruirlo, ésa es ‘antimateria’ o ‘antivida’ y, ciertamente, Hitler la conocía».
¿A parte de la ciencia ficción, cuáles son, en literatura, las metáforas científicas más utilizadas?
Naturalmente, hay una enorme influencia del darwinismo, a través de los conceptos de selección natural y de sobrevivencia de los más fuertes; no sólo en literatura, sino también en la filosofía política. Luego está la gran imagen de la termodinámica, y de la degradación a través del aumento de la entropía: no sólo en la naturaleza, sino también en el hombre y en la civilización. Por ejemplo, se podría decir que hoy Europa está cansada, en el sentido exacto que la palabra tiene en neurofisiología: de cansancio muscular, con la consecuente secreción de peligrosos venenos.
¿Heidegger, sobre el cual usted escribió un libro, podría ser un producto de este cansancio?
Heidegger es un arrogante terrible, como cuando dice «la ciencia no piensa», o «la ciencia es insustancial porque únicamente ofrece respuestas». Son afirmaciones estúpidas e interesantes al mismo tiempo; porque tanto para él como para la metafísica, las que importan son las preguntas. Sobre todo las preguntas sin respuesta.
¿Pero acaso hoy no es precisamente la ciencia la que se está enfrentando a los problemas metafísicos que atormentaban a Heidegger?
No, porque no tiene nada que decirnos acerca del significado de la vida y de la muerte; éstas no son preguntas científicas, sino mitológicas. Yo me irrito mucho con esos científicos que, cuando les pregunto qué es lo que va a suceder un nanosegundo antes del Big Bang, me dicen que es una pregunta sin sentido.
Esto ya lo decía Agustín.
¿Y a quién le importa? ¡Si yo puedo plantear la pregunta, es porque tiene un sentido hacerla!
¿Realmente usted cree que toda pregunta es sensata?
No. Pero en Princeton me reunía a menudo con Wolfgang Pauli, un hombre maravilloso, que un día dijo una frase fantástica: «¡En matemáticas y en física existen teoremas tan estúpidos que ni siquiera están equivocados!» Si alguien me dice que no tengo el derecho de plantear una pregunta, no lo acepto: lo veo como una gran debilidad.
La filosofía analítica a menudo ha demostrado que muchas preguntas carecen de sentido.
Pero yo no le tengo una gran consideración: se asemeja demasiado al ajedrez.
A propósito del cual, usted dijo una vez: «el ajedrez podrá ser un inagotable pasatiempo, pero no sé nada más».
Naturalmente. Aunque lo mismo se puede decir de las fugas de la música barroca, o de los teoremas de matemáticas puras: son las grandes inutilidades que produce el homo ludens, el hombre que juega. Los animales no pueden hacerlo, pero los hombres juegan con los conceptos más elevados, y la filosofía analítica es una forma muy sofisticada de juego. Pero a ningún ser humano, que se haya encontrado en un momento de angustia, de necesidad, de alegría, de enfermedad o de éxtasis le importa un bledo la filosofía analítica. ¡En los bolsillos de los que se suicidan se encuentran los libros de filósofos como Hegel o Nietzsche, o Marx, no los de Carnap, Hempel o Kripke!
¿A propósito de diferencias, qué piensa de los estilos en matemáticas un especialista como usted en literatura comparada?
Quizá hoy la computadora está cambiando las cosas, pero las matemáticas clásicas poseen, no cabe duda, una poética, y existen estilos en matemáticas al igual que en la música o en la literatura. Recuerdo que un día un matemático me dijo que si yo le mostraba un manuscrito, tenía la capacidad para poder atribuírselo a Gauss, Dedekind o Poincaré, basándose únicamente en el estilo.
Quizá se podría abrir un curso de matemáticas comparadas. ¿Pero cómo comienzan los estudios en literatura comparada?
La primera cátedra de «literatura general» fue creada en Ginebra por el italiano Sismondi, en el periodo en el que Cavour y los otros exiliados del Risorgimento se habían refugiado en Suiza: no es sorprendente, pues, que el nacimiento oficial se haya realizado en un país que es políglota. Pero la idea de la comparación de las literaturas es típicamente judía: se la inventaron los estudiosos judíos que, de otra manera, no hubieran encontrado trabajo en los tradicionales y conservadores departamentos de literatura de los países que los acogían.
Es un buen ejemplo de adaptación.
No se puede sobrevivir si no se aprende a ser huéspedes. Somos huéspedes de la vida, sin saber por qué hemos nacido. Somos huéspedes del planeta, al que le hacemos cosas horribles. Y ser huéspedes requiere dar lo mejor de sí en el lugar en el que nos encontremos, aunque uno siempre esté listo para moverse, para recomenzar, si es necesario. Creo que vivir la hospitalidad de manera ejemplar es la misión, la función, el privilegio y el arte de los judíos.
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*Pier Giorgio Odifreddi (1950), matemático, ensayista y divulgador científico, ha escrito obras sobre filosofía, teología, política e historia de la ciencia. (Traducción de MTM, revisión de NGV)
http://ricerca.repubblica.it/repubblica/archivio/repubblica/2009/07/22/quando-studiavo-con-enrico-fermi.html