En la década de los noventa, Ismael Serageldin, siendo vicepresidente del Banco Mundial, pronosticó que las guerras del Siglo XXI serían por el agua, y Bolivia fue uno de los primeros países en darle la razón. Recién estrenado el nuevo siglo, en abril de 2000, el denominado ‘Oro Azul’ desencadenó en la ciudad de Cochabamba […]
En la década de los noventa, Ismael Serageldin, siendo vicepresidente del Banco Mundial, pronosticó que las guerras del Siglo XXI serían por el agua, y Bolivia fue uno de los primeros países en darle la razón. Recién estrenado el nuevo siglo, en abril de 2000, el denominado ‘Oro Azul’ desencadenó en la ciudad de Cochabamba una de las revueltas más sonadas de la historia reciente del país. Sus habitantes se movilizaron contra la desproporcionada subida de las tarifas del agua, cuyos precios llegaron a cuadruplicarse en apenas unas semanas, y lograron expulsar a la empresa privada, Aguas del Tunari, (un consorcio liderado por la multinacional Bechtel) que la suministraba. El pago de la factura del agua había pasado a suponer casi la mitad del presupuesto mensual de las familias más pobres.
Lo que no habían logrado otros agravios históricos, lo consiguió el agua: sacar a los movimientos sociales bolivianos de su letargo. La revuelta de Cochabamba inauguró un nuevo ciclo de protestas callejeras que culminó, en octubre de 2003, con la dimisión y huida del país del anterior presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. Entre los actores que forzaron la renuncia presidencial, ocuparon un lugar destacado los habitantes de la populosa y depauperada localidad de El Alto, junto a la capital, La Paz. Los mismos que ahora pretenden reeditar la exitosa experiencia de Cochabamba. Y es que los 450 dólares que puede llegar a costar la conexión a los servicios de suministro de agua y de alcantarillado en El Alto, están fuera del alcance de buena parte de su población que sobrevive con el equivalente a menos de un dólar al día.
Las protestas para echar a la compañía Aguas de Illimani, perteneciente a la multinacional francesa Lyonnaise des Eaux, estallaron en enero. En un primer momento, el presidente, Carlos Mesa, se hizo eco de sus demandas y decidió suspender el contrato con la empresa por haber incumplido el plan de ampliación del servicio a 200.000 hogares de El Alto y La Paz. Ahora, sin embargo, es partidario de una solución menos radical.
Cuando todavía no se ha resuelto el litigio con Aguas del Tunari, que, no habiendo invertido ni medio millón de dólares en Cochabamba, exige 25 millones de dólares de indemnización por los beneficios que habría podido obtener en 40 años, el Estado boliviano teme tener que afrontar otra cuantiosa compensación para Aguas de Illimani, que dice haber invertido 63 millones de dólares desde que en 1997 obtuvo la concesión. La multinacional gala tiene a su favor la existencia de un convenio de protección mutua de inversiones sucrito entre La Paz y París. La compañía dependiente de Bechtel, viéndolas venir, se las apañó para cambiar su sede legal de las Islas Caimán a Holanda a finales de 1999, para ampararse en un Tratado Bilateral de Inversiones que tiene Bolivia con el país europeo.
Atrapado entre la necesidad de garantizar el acceso de la población a un derecho básico e imprescindible para la vida como es el agua y la responsabilidad de ofrecer una seguridad jurídica a la inversión extranjera, el Estado boliviano se encuentra en un callejón sin salida que evidencia los problemas que acarrea la privatización de los servicios de agua. Son tres los principales factores que, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), han llevado a los países en vías de desarrollo a adoptar esta fórmula: la falta de recursos por parte de los gobiernos, la baja calidad del suministro público y las presiones externas para liberalizar la economía.
Los dos primeros están relacionados y se ven agravados por la existencia de tarifas inadecuadas. Por lo general, el precio por el servicio público no alcanza a recuperar su coste y el impago suele estar bastante generalizado. La situación beneficia a los que más tienen, mientras los pobres acaban siendo los más afectados, en la medida en que el Estado carece de ingresos para ampliar el servicio a una población en constante crecimiento. Ante la falta de suministro, los más desfavorecidos se ven obligados a recurrir a otras alternativas mucho más caras para abastecerse de agua, como son los camiones cisterna privados.
El tercer impulso proviene de los países donantes, que presionan para que los países en vías de desarrollo liberalicen la economía y abran sus mercados. El Banco Mundial ha sido uno de los abanderados de la privatización del agua y, en lo que a Bolivia se refiere, la estableció como condición previa para la concesión de algunos créditos. La experiencia ha demostrado, sin embargo, que las empresas privadas no están interesadas en abastecer a las zonas pobres rurales porque no generan beneficios y han encontrado también la manera de excluir a los más pobres en las áreas urbanas. La privatización ha ido acompañada casi siempre de una subida desproporcionada de las tarifas de agua e, incluso, allí donde los gobiernos se han cuidado mucho de imponer contractualmente ciertas limitaciones y obligaciones a las empresas, el resultado no ha sido el esperado.
De hecho, las concesiones de La Paz y el Alto se consideran, en muchos sentidos, ejemplares. La empresa adjudicataria de los suministros de agua y saneamiento fue aquella que se comprometió a llevar a cabo una mayor ampliación de la cobertura. Aguas de Illimani se asoció además con varias ONG y las utilizó como intermediarias para conocer mejor las necesidades de pobres. En el momento en el que estalló la protesta, era la compañía que tenía la puntuación más alta del ranking de la Superintendencia de Saneamiento del Gobierno boliviano.
La experiencia boliviana demuestra las limitaciones de la privatización a la hora de paliar la falta de servicios de agua y saneamiento en los países en vías de desarrollo. Cuando se presiona a su favor, se está obviando la experiencia previa de los países desarrollados, que necesitaron de la intervención estatal para universalizar estos servicios. El agua es, por encima de todo, un derecho básico que, como tal, corresponde al Estado garantizar. De su disponibilidad dependen el sustento, la salud, la educación y la dignidad de las personas. Demasiado para dejarlo en manos de mercado.
* Periodista. Agencia de Información Solidaria