Recomiendo:
0

Cultura española

Fuentes: El Mercurio

Durante el pasado mes de noviembre, el establishment cultural español fue sacudido por la sentencia judicial que condena al muy celebrado poeta Luis García Montero por un delito de injurias graves. El suceso, que en otras circunstancias no hubiera trascendido la crónica local, ha movilizado sin embargo a un gran número de escritores, artistas y […]


Durante el pasado mes de noviembre, el establishment cultural español fue sacudido por la sentencia judicial que condena al muy celebrado poeta Luis García Montero por un delito de injurias graves. El suceso, que en otras circunstancias no hubiera trascendido la crónica local, ha movilizado sin embargo a un gran número de escritores, artistas y agentes culturales tanto de España como de toda Latinoamérica, que se han apresurado a firmar un manifiesto de apoyo al poeta granadino. Entre los primeros firmantes del manifiesto (que muy pronto superó las 4.000 firmas) se encuentran nombres como los de Juan Gelman, Sergio Ramírez, Ernesto Cardenal, Alfredo Bryce Echenique y Raúl Zurita, que se suman a los de centenares de profesores, periodistas, funcionarios, profesionales y ciudadanos de toda España consternados, al parecer, por lo que estiman un atentado a la libertad de expresión.

Imposible dar cuenta aquí de los pormenores del caso. Baste decir, de momento, que las injurias de Luis García Montero, catedrático de literatura española en la Universidad de Granada, fueron proferidas contra José Antonio Fortes, un profesor de su mismo departamento. Que entre García Montero y el profesor Fortes impera, desde tiempo atrás, una abierta enemistad, fundada en diferencias de todo orden, tanto personales como ideológicas. Que el estallido público de esta enemistad tuvo por detonante la airada denuncia, por parte de García Montero, de las muy discutibles tesis que el profesor Fortes sostiene y propaga a propósito de Federico García Lorca, cuyo populismo literario analiza desde una óptica severísimamente marxista; una óptica bajo la cual tanto la obra de Lorca como la de otros escritores del momento aparece como cómplice indirecto de la ideología fascista que entonces prosperaba.

La denuncia de estas tesis, así como del acoso incesante del que se sentía víctima por parte del profesor Fortes, la realizó García Montero acudiendo al insulto personal («tonto indecente», «profesor perturbado») y reclamando la intervención de la Universidad ante tales «disparates». Así lo hacía en un artículo publicado en la edición andaluza el diario El País, enésimo episodio de un prolongado enfrentamiento que venía agudizándose desde que, hace dos años, García Montero perdió los estribos y agredió verbalmente a Fortes durante una reunión del departamento, algo por lo que hubo de disculparse. Ante la desproporción de los cauces empleados para dirimir su disputa, y la imposibilidad de hacer oír su voz en las privilegiadas tribunas desde las que tronaba la de García Montero, Fortes optó por acudir a los tribunales. Y he aquí que el juez que se ocupó del caso falló en su favor, objetando a García Montero el hecho de «utilizar en público el insulto y la descalificación y aprovechar que publica sus opiniones en un importante medio escrito para insultar al señor Fortes».

Nada de lo expuesto hasta aquí tenía por qué trascender la crónica local (la consabida guerrilla literaria y universitaria), como ya va dicho. Pero la posición muy destacada de Luis García Montero como poeta e intelectual emblemático de la socialdemocracia española, en cuyos ámbitos e instituciones ejerce una notoria influencia, movilizó a los medios afines de la prensa, que se apresuraron a convertirlo en víctima de su propia gallardía como defensor de la memoria de Lorca y, más ampliamente, del santoral literario de la supuesta izquierda cultural. Ya antes de la sentencia condenatoria, un titular del diario Público rezaba: «El poeta García Montero, a juicio por defender a Lorca y Ayala»; otro de El País clamaba: «Un poeta acosado», y un prestigioso programa de telenoticias ofrecía una muy sesgada información del juicio. Y una vez dictada la sentencia se sucedieron en casi todos los medios de comunicación los artículos en que, sin preocuparse de contrastar las diferentes versiones de los hechos, mucho menos de documentar las fuentes del litigio, se calificaba al profesor Fortes de «revisionista» y se ponían en entredicho los argumentos esgrimidos por el juez.

La aceptación, por parte de un amplio -y variopinto- sector de la cultura española de las flagrantes tergiversaciones y silenciamientos de los medios hegemónicos de la prensa; su respuesta casi refleja a los llamamientos que la tupida red de amistades de García Montero hizo enseguida para cerrar filas en torno a su persona, dan cuenta del automatismo con que dicha cultura obedece a la imagen que tiene de sí misma: una imagen configurada desde los órganos del poder al que, desde hace casi tres décadas, se halla incondicionalmente aliada.

Hace ya mucho que se dijo que la principal consecuencia de la tan celebrada transición española, en el plano cultural, fue el abandono de las posiciones críticas y resistencialistas, y la alianza de los intelectuales, escritores, artistas y agentes culturales con el poder, una alianza sellada por el empeño común de afianzar la democracia. No habían pasado dos años de la primera victoria de los socialistas, en 1982, cuando Rafael Sánchez Ferlosio alertaba de la situación creada -clientelismo y «populismo elitista»- en un artículo titulado premonitoriamente «La cultura, ese invento del Gobierno». Desde entonces, las cosas no han dejado de transcurrir en el sentido denunciado por Ferlosio. Hasta hoy.

Al mismo tiempo que la sentencia condenatoria contra García Montero, el establishment cultural español se vio sacudido por otro escándalo de orden distinto: la polémica suscitada con motivo de la cúpula del Palacio de las Naciones Unidas en Ginebra, decorada por el artista español Miquel Barceló. La piedra del escándalo era esta vez el coste multimillonario de la cúpula, financiada por el Gobierno español: cerca de veinte millones de euros, al menos seis de ellos para el artista. Medio millón, a cuenta del presupuesto de las Ayudas al Desarrollo que impulsa el ministerio del Exterior.

Barceló, pintor de escasa presencia en los grandes museos de arte contemporáneo, fue, durante los años ochenta, el artista plástico que actuó como mascarón de proa de un nuevo mercado del arte en el que la España próspera y democrática se apresuraba a especular. Un gran bluff, para algunos. Artista emblemático, también él, de la socialdemocracia española, hace poco fue nombrado a dedo para representar a España en la próxima Bienal de Venecia. Su elección para decorar la cúpula de Ginebra fue decidida por un comité asesor integrado por un único crítico de arte, el resto eran representantes institucionales. Su contrato contiene una cláusula de confidencialidad que impide conocer el coste exacto de la obra.

Barceló formó parte de la Plataforma de Apoyo a Zapatero que secundó su campaña durante las últimas elecciones. No es de extrañar que, en el solemne acto de inauguración de la cúpula de Ginebra, Zapatero se refiriese a ella como «una obra única». El rey Juan Carlos, por su parte, se deshacía en elogios superlativos al artista. Un amigo de Barceló allí presente, el escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, sugería qué éste iba a destinar un tercio de sus honorarios a «proyectos de cooperación». Como si del ministro de Exteriores se tratase.

Pocos días después, en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara, se presentaba la Cátedra Jesús de Polanco, con la presencia del presidente del grupo PRISA y de su consejero delegado. En la misma mesa, cantando las glorias del empresario, estaban Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes.

La cátedra se inauguró con un debate sobre cultura y democracia.