En un libro reciente (Abondance et liberté: Une histoire environnementale des idées politiques, 2020), Pierre Charbonnier ha identificado el nudo gordiano entre abundancia y libertad que atraviesa la filosofía moderna occidental.
Charbonnier se propone subvertir la forma en que normalmente se ha concebido la relación entre filosofía y ecología. No indaga en las tematizaciones de la naturaleza en la historia del pensamiento moderno, sino que sitúa lo ecológico (la relación con la naturaleza) en el centro de ese relato. Eso le permite formular una historia medioambiental de las ideas en contraposición a una historia de las ideas medioambientales. El vínculo con la ecología surge así como un bajo continuo que configura el conjunto de la modernidad filosófica. Para Charbonnier, la triangulación entre individuo, propiedad y acaparamiento de recursos de la tierra habría precedido al desarrollo del capitalismo industrial del siglo XIX. Esta configuró una constelación de categorías políticas que allanarían el camino a los procesos de expropiación (desde la política de cercamientos a la expansión colonial) y extracción (de la fuerza de trabajo a través de la relación salarial; de las materias primas a través de su supeditación instrumental a las máquinas) y que antecedieron la dependencia fosilista característica del desarrollo de la civilización durante los dos últimos siglos.
Las consecuencias ecosistémicas de esa mutación fósil de la economía política, exploradas recientemente por autores ecomarxistas como Andreas Malm (2020), implicarán que la intersección entre clima y clase tienda a acaparar buena parte del contenido de la política durante las próximas décadas y tal vez siglos. Al contrario de lo que solemos suponer, el fósil no es un modelo energético entre otros disponibles, sino que su historia se encuentra fuertemente unida al despliegue, en medio de la abundancia relativa, de las relaciones de explotación, dominación, exclusión y desigualdad que caracterizan al capitalismo industrial. Sin embargo, no me interesa detenerme ahora en la génesis de esa síntesis suicida entre capitalismo y fosilismo, cuyo vínculo con los imaginarios culturales ya he explorado en otro lugar (2020). Mi intención es avanzar hacia el siglo XX, con la intención de formular una crítica ecológica de los imaginarios keynesianos, sin entrar a problematizar hasta qué punto las políticas redistributivas iniciadas en las décadas de los treinta y los cuarenta se correspondían con los postulados del propio John Maynard Keynes, y dejando a un lado aspectos como las condiciones sociohistóricas que las hicieron posibles (la larga construcción de una correlación de fuerzas más favorable a las clases populares en el ciclo 1848-1948 o los intereses capitalistas en estabilizar y racionalizar las formas de la reproducción social), o los elementos más cuestionables en términos de raza (con la perpetuación de las leyes Jim Crow en el sur de EE UU) o género (el modo en que la política del salario familiar fortaleció la supeditación de las mujeres en el espacio privado familiar a los ingresos del varón –Fraser, 2020–) de esa reconfiguración hegemónica de la economía política salida de la crisis de 1929 y de la Segunda Guerra Mundial.
Charbonnier se sitúa en la estela de quienes, como Ian Angus (2016), han descrito dos fases en la eclosión del Antropoceno, el periodo de la historia de Gaia en el que la humanidad ha alcanzado el rango de fuerza biogeoquímica, poniendo fin al Holoceno y alterando la dinámica de los ecosistemas terrestres. La primera tendría que ver con el despegue del industrialismo fósil en el siglo XIX. La segunda, con la Gran Aceleración (el término fue acuñado por el químico estadounidense Will Steffen) posterior a la Segunda Guerra Mundial. Aunque generalmente se asocia esta con los imaginarios de la bomba atómica y con las tensiones derivadas de la proliferación nuclear en el contexto de la Guerra Fría (la imagen que condensa ese período es el hongo nuclear, cuya primera detonación se produjo el 16 de julio de 1945 en Alamogordo, Nuevo México, como preludio de la guerra atómica en Japón), el saldo ecológicamente catastrófico de los Treinta Gloriosos se constata ante todo en términos de carbono. Pese a que con frecuencia se especule sobre la sostenibilidad del metabolismo social de la década de los setenta como un modelo a rescatar, lo cierto es que el desarrollismo de posguerra generó una dinámica ecosocial difícilmente recuperable. Por aportar tan solo una cifra: la producción mundial de petróleo se incrementó en el periodo que va de 1946 a 1973 en un 700% (Pobodnik, 2006). Es un dato con el que deberíamos medirnos los partidarios del espíritu del 45.
Pareciera que la huida del recuerdo de la cámara de gas y los niveles de confrontación política propios de los años treinta (el keynesianismo tuvo algo de operación desideológica y alimentó concepciones tecnocráticas de la política, incluso la posibilidad de una convergencia entre socialismo y liberalismo que acabara con la dinámica de polarización de la Guerra Fría), hubiera acelerado el proceso histórico destinado a convertir el conjunto del planeta en una inmensa cámara de gas. Como si el lado bueno de la Guerra Fría, en el que el Estado del bienestar aparecía a modo de cara amable y social de la amenaza de un Holocausto nuclear, estuviera en realidad cocinando a fuego lento un horizonte exterminista, por emplear los términos de E.P. Thompson (1987), aún más inquietante. En efecto, como susurrara el personaje de la película de Alain Resnais: “Tu n´as rien vu à Hiroshima” [“No has visto nada en Hiroshima”] 1/.
La alianza entre democracia, crecimiento y fosilismo fue la sintaxis que proporcionó estabilidad social en un contexto de guerra larvada
El keynesianismo fósil es indisociable de mutaciones geológicas y geopolíticas como la sustitución del carbón por el petróleo en tanto fuente primaria de energía. Esta decisión tuvo un contenido sociopolítico que ha sido descrito por autores como Timothy Mitchell. El poder acumulado por el movimiento obrero hasta el umbral de la Segunda Guerra Mundial se relacionaba con la capacidad que este había tenido para detener los flujos de la producción capitalista, a través del sabotaje de la extracción de carbón en las minas nacionales o de las calderas de las máquinas de vapor en las fábricas industriales. La relativa autosuficiencia energética de los países desarrollados se vería entonces suplantada por una dependencia respecto al petróleo que deslocalizaba en terceros países la producción de crudo (más fácilmente transportable que el carbón) y restaba poder de negociación al movimiento obrero. Por otra parte, Mitchell (2011) describe la paradoja por la cual la constitución misma de los instrumentos económicos de la posguerra (en particular, del PIB, sobre el que se basaría la contabilidad financiera nacional) se hizo posible gracias a la exuberancia energética provista por los combustibles fósiles: la abstracción de las ecuaciones económicas se basaba así en una ilusoria proyección que daba por sentado el carácter inagotable de su base material hidrocarbúrica.
La alianza entre democracia, crecimiento y fosilismo (aunque inmediatamente habría que aclarar que esta es una interpretación válida para el Norte geopolítico; en el caso de los países del Sur, las políticas desarrollistas con frecuencia fueron impulsadas por gobiernos de signo autoritario) fue la sintaxis que proporcionó estabilidad social en un contexto de guerra larvada, profundizando la desconexión moderna entre ecología y economía. Sin embargo, ese espejismo tendería a disolverse a partir de los años setenta con los diagnósticos sobre la extralimitación ecológica, que subrayaban la incompatibilidad entre la infinitud de los planteamientos de la economía (neo)clásica, donde los bienes naturales aparecen como eternamente sustituibles, y la finitud de los recursos energéticos del planeta. En lo relativo a las fuentes primarias, estos últimos habrían alcanzado a día de hoy lo que en dinámica de sistemas se conoce como el pico del petróleo, esto es, el cénit en sus retornos energéticos netos (la relación entre la energía invertida y la obtenida en una determinada explotación), a lo que habría que sumar la proximidad de los picos del gas natural y del carbón. Es probable que, por ese motivo, las tensiones de nuestra época se polaricen entre las fuerzas derechistas que imaginan un crecimiento fósil sin democracia, y las alternativas anticapitalistas que apuestan por desconectar la democracia del par crecimiento-fosilismo (con una clara ventaja, por el momento, para las primeras).
En todo caso, la repercusión del giro petrodependiente en la historia de la modernidad fósil no solo afectó al campo económico. Sus consecuencias también se dejaron sentir en el ámbito de la cultura (entendiendo aquí cultura en sentido amplio, como modo de vida). La extensión del american way of life (AWL), orbitante en torno a la célula de la familia nuclear (blanca, burguesa y heteropatriarcal), es indisociable de lo que he denominado el devenir infraestructural del mundo; de la construcción de toda una serie de infraestructuras, instalaciones y equipamientos cuya dependencia respecto a los combustibles fósiles es incuestionable. El devenir industria de la cultura, con el que se asocia la popularización del AWL, fue tematizado ya por Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración en 1948 (2001). Esta extensión del Business as usual a la cultura se territorializó a través de una red de comunicaciones (con un plan de carreteras y autopistas tan ambicioso como el National System of Interstate and Defense Highways) que aceleraba el tránsito de mercancías y trabajadores, al tiempo que inscribía en la trama urbana los malls o centros comerciales (constituidos en una suerte de nueva esfera pública), las suburbanizaciones residenciales para la clase media (hacia las que se dirige en su cadillac el publicista Don Draper en la serie Mad Men), la generalización del abastecimiento alimenticio a través de los supermercados y las grandes superficies (que contribuyeron en países como Reino Unido a acabar con la agricultura nacional y a instalar un modelo importador dependiente de los combustibles fósiles –Steel, 2020–), o instituciones culturales que, desde los centros educativos a los museos de arte, pasando por los autocines, garantizaban la permeación cultural del Estado del bienestar. El vehículo a motor (junto a los primeros desarrollos de la aviación y del turismo de masas) se erigió así en símbolo de la modernidad fósil y de una cultura individualista que en segunda instancia (a través del retorno mediante la fiscalidad progresiva de los beneficios privados sobre las políticas públicas y del alza del consumo derivado de la repercusión de los incrementos de la productividad sobre los salarios) fortalecía los vínculos sociales.
Aunque sin duda esta descripción de la mutación fósil de la vida de posguerra no hace justicia a las formas contraculturales, las resistencias políticas y las comunidades de vida alternativas que surgieron durante la segunda mitad del siglo XX, no podemos desmerecer sus efectos subjetivos y estructurales a un nivel de política de masas y de articulación espacial de los Estados capitalistas. Lo que representan los Treinta Gloriosos como segundo momento del Antropoceno es una bifurcación decisiva. Si la primera modernidad industrial se vio acompañada de relatos que apuntaban el vínculo directo entre el recurso a los combustibles fósiles y el esplendor de las artes y la cultura contemporáneas (Jevons, 2000), la petrodependencia de posguerra incentivó una desconexión geográfica y cognitiva entre ambas dimensiones que se prolonga hasta nuestros días, con efectos perniciosos.
El periodo neoliberal, con su política de deslocalización industrial (la conversión de China y la India en las fábricas del mundo) y su revolución digital (en la que la superficie lisa de los dispositivos informáticos tiende a ocultar su dependencia de las políticas extractivistas), solo ha incrementado esa tendencia. El neoliberalismo es ese momento de la historia del capitalismo fósil en que la invocación constante de la energía creativa (las industrias creativas han sucedido a las industrias culturales de posguerra) parece el único antídoto viable a las consecuencias de la extralimitación ecológica. Los discursos ecomodernistas, que fían la solución de los problemas ecosociales a la tecnología (desde los coches eléctricos a la geoingeniería más delirante) son un producto de esos imaginarios. Pero algo similar podría decirse de la disonancia cognitiva que solapa en plena pandemia el entusiasmo por la digitalización de la economía (¿alguien se ha parado a pensar en la huella ecológica de los centros de datos?) con el lamento por la externalización sobre los ecosistemas de las consecuencias nocivas del desarrollo tecnológico (por ejemplo, a propósito de los desechos informáticos).
A lo cual habría que sumar los efectos subjetivos de la revolución digital. Lo que algunos autores (Berardi, 2017) han identificado como la digitalización de las relaciones sociales (una dinámica fortalecida por la actual pandemia), con su desmaterialización de la percepción (esa pérdida de conciencia de nuestro cuerpo que experimentamos cuando navegamos por las redes o manejamos nuestros dispositivos móviles), coincide en el tiempo con la profundización de los diagnósticos ecologistas sobre el deterioro del planeta. Reducir el abismo entre, por un lado, la conciencia materialista sobre las consecuencias de fenómenos como el calentamiento global, el pico de los combustibles fósiles o la pérdida creciente de biodiversidad y, por otro, la abstracción estética provocada por la digitalización de la sensibilidad es uno de los principales retos políticos de nuestro tiempo.
Petrodependencia y cultura crítica
Sin embargo, quizás la principal aportación del libro de Charbonnier es la sugerencia que desliza en torno a las repercusiones que la alianza entre crecimiento y democracia de las políticas desarrollistas tuvo sobre el pensamiento crítico. La paradoja de la época posterior al “traumatismo político y moral de 1945” consistió en que mientras “en las regiones de la primera industrialización la reconstrucción material y política dio lugar a un fenómeno de aceleración sin precedente del esfuerzo extractivo y productivo, los saberes sociales y críticos elaborados durante ese período testimonian lo que se podría denominar como un eclipse de la conciencia material” (2020: 289; la traducción es mía). Charbonnier identifica esa tendencia en la obra de Herbert Marcuse, donde la reificación capitalista de la subjetividad se habría visto contrarrestada por una liberación del deseo que, en la antesala del 68, no ponía en cuestión el paradigma de la abundancia material. Pese a que el filósofo francés señala el modo en que el umbral entre los sesenta y los setenta compensó esa inercia con la reintroducción del paradigma de la escasez y la conciencia sobre los límites entrópicos al desarrollo industrial (a través de la bioeconomía de Nicholas Georgescu-Roegen o del informe al Club de Roma sobre los límites del crecimiento; pero también –añado yo– gracias a las aportaciones en el campo de la teoría crítica y la práctica artística de referentes como Ivan Illich o Robert Smithson), pienso que esa disyunción de posguerra sigue marcando a fuego buena parte de las cosmovisiones de la crítica cultural actual, para la cual las cuestiones relativas a la energía o la crisis ecológica siguen alojadas en las profundidades oceánicas del inconsciente histórico 2/.
En definitiva: no solo la economía clásica y neoclásica han dado la espalda a los límites del crecimiento. Productos de la modernidad industrial como la partición del territorio entre campo y ciudad han promovido imaginarios que desconectan a la crítica cultural de los ecosistemas naturales. En este sentido, los Treinta Gloriosos representan un segundo hito de la mutación espacio-temporal de la subjetividad generada por la primera industrialización. Sin embargo, cuestionar la ausencia de un materialismo ecológico en la teoría política y cultural inspirada por el giro lingüístico o por ciertas versiones de las filosofías del deseo (que han exaltado la liberación de los cuerpos sin tener en cuenta cómo los deseos orbitan en torno a cosmovisiones socionaturales que hemos de deconstruir), podría hacernos caer en un naturalismo indolente que apele a un retorno ingenuo a la naturaleza, obviando el hecho de que los procesos de constitución de lo social (la idea que compartimos de sociedad –y su consistencia material– no deja de ser consecuencia de la modernidad fósil) han alcanzado tal grado de complejidad, incluso (o particularmente) en lo que tienen de autonomización ficticia respecto a los ecosistemas naturales, que ningún atajo epistemológico o político puede pretender obviarlo. De manera sintética, formularía así esta contradicción de época: la necesidad de simplificar nuestros subsistemas sociales en términos metabólicos para aminorar el daño sobre los ecosistemas no puede consistir en una apelación a su reinserción orgánica en el conjunto de la physis que pase por alto su complejidad intrínseca en términos culturales. Cuando uno quiere deshacer un nudo intrincado, tiene que conocer muy bien cómo se ha elaborado. Y aceptar que tal vez nunca lo termine de desatar.
Lo que no rastrea Charbonnier es que esa bifurcación entre materialismo ecológico y teoría crítica en el período de la posguerra contrasta con otro episodio intelectual del momento, en mi opinión mucho más relevante para el presente. Pienso en la génesis británica del materialismo cultural en torno a figuras como Raymond Williams o E.P. Thompson. La crítica que ambos plantearon de la ortodoxia marxista, que defendía una relación mecanicista entre la base y la superestructura de las sociedades, no trataba de negar el materialismo, sino de extenderlo a otras esferas, subrayando la autonomía relativa que campos como lo cultural o lo moral poseen respecto a la economía y conciliando esa operación intelectual con una sensibilidad naturalista de resonancias románticas (Foster, 2000; Löwy y Sayre, 2015).
Los escritos de Williams se suelen relacionar con la génesis de los estudios culturales. El elemento trágico aquí reside en que estos surgieron con la pretensión de reconstruir la genealogía de las culturas obreras en la larga duración de la modernidad industrial, justo en el momento en que la perdurabilidad de estas se veía amenazada por la síntesis entre reconversión petromoderna de los flujos energéticos y avance de la industria cultural que he descrito anteriormente. La cultura obrera comenzaba a verse cernida por la nueva fase de la modernidad fósil que la había alumbrado. Quizás eso ayude a explicar que la obra de Williams oscilara entre la afirmación fósil de la cultura proletaria de sus textos de los años cincuenta y la interpelación radical a reconstruir en clave ecológica las formas de organización política (en particular, los sindicatos, a los que consideraba una de las principales aportaciones culturales de la clase obrera a la historia de la modernidad industrial) que aparece en el último de sus libros, Hacia el año 2000 (1983).
Lo fascinante de un ensayo como “La cultura es ordinaria” (1958) es la tensión que encontramos en él entre una cierta melancolía romántica por las formas de la cultura agraria precapitalista, que sintonizaba con la sensibilidad de Frank Raymond Leavis (de quien Williams fue alumno en Cambridge), y la exaltación energética de la cultura industrial, que había mejorado el nivel y la calidad de vida del proletariado británico. No en vano el intelectual galés era descendiente de trabajadores del campo y de ferroviarios:
“(…) en casa nos alegrábamos de que se hubiera producido la Revolución industrial y de sus consiguientes cambios sociales y políticos (…) había un don primordial, un don que aceptaríamos a cualquier precio: el don de la energía, que lo es todo para los hombres que han trabajado con sus propias manos. La máquina de vapor, el motor de gasolina, la electricidad…, estos y muchos otros productos en forma de mercancías y servicios llegaron a nosotros con todas sus consecuencias muy lentamente, pero los adoptamos con toda la rapidez que pudimos (…)” (Williams, 2008: 48-49).
Lo que entonces Williams no percibía –en verdad, no podía percibir– eran las consecuencias ecológicas del pacto socioenergético de la primera industrialización (en el sentido de la relación planteada por Mitchell entre el recurso al carbón y el desarrollo de la democracia parlamentaria y las políticas del bienestar), así como el modo en que la deslocalización implicada por el imperialismo petrodependiente de la Gran Aceleración estaba laminando por abajo dicho pacto.
Por contraste, Williams escribe Hacia el año 2000 bajo el impacto sufrido por la lectura del informe al Club de Roma sobre los límites del crecimiento, lo que le lleva a reevaluar de modo explícito las conclusiones alcanzadas en proyectos anteriores como su libro La larga revolución (1961), en el que había analizado la gestación histórica de las culturas proletarias en Gran Bretaña. Ante la resaca de las luchas mineras y el ascenso del neoliberalismo thatcheriano (al que aludía crípticamente como el Plan X), Williams interpelaba a las organizaciones sociales, sindicales y políticas con el objetivo de promover un reformateo de sus idearios y modos de acción que las permitiera hacerse cargo de las transformaciones sufridas por la sociedad británica. Se trataba de asumir la tarea de generar una interpelación hegemónica (esto es, potencialmente mayoritaria en términos sociales) que no renunciara a integrar la crudeza de los diagnósticos ecologistas. Una tarea pendiente desde entonces para el ecosocialismo y que adquiere en la actualidad una urgencia indudable.
Williams parecía consciente de la urgencia de trascender el marco político y cultural del keynesianismo
Sin embargo, las líneas de ruptura en el pensamiento de Williams se solapaban con las de continuidad. Williams retomaba en ese contexto la idea de la cultura como algo ordinario y común, inscrita en el continuo de la existencia, que había desarrollado desde sus escritos tempranos y que discutía con el elitismo de ciertas formas de la cultura modernista. En una poética de articulación entre materialismo y moral, cultura cotidiana y utopía sistemática, que se remontaba al menos a William Morris, una de las principales apuestas del ensayo consistía en combatir la comprensión reduccionista del concepto de modo de producción, expandiéndolo hacia la imaginación de toda una forma de vida que impulsara nuevos modos de percepción e intervención en la realidad. Para el sociólogo galés, la nueva política debía contemplar “un sentido más amplio de las necesidades humanas y un sentido más respetuoso del mundo físico”, que en última instancia cuestionara, como demandaba la economía ecológica, el concepto mismo de producción 3/. Williams parecía consciente de la urgencia de trascender el marco político y cultural del keynesianismo (aunque había elogiado previamente su reconocimiento del valor social de la clase trabajadora), no solo en dirección a una superación paulatina de las relaciones de producción capitalistas que redefiniera –sin despreciar– el sentido de las políticas distributivas, reguladoras, nacionalizadoras y de protección social de la posguerra, sino hacia un descentramiento de lo productivo en beneficio de la vida (en cuyo corazón había situado el concepto de cultura), cuya importancia para las luchas ecosociales del presente no puede ser mayor.
Notas
1/Más allá del guiño cinematográfico, en la actualidad proliferan en el campo de la dinámica de sistemas las comparaciones con la cantidad de calor liberada por la detonación de la bomba de Hiroshima. Así, existen estimaciones que sitúan en cinco bombas por segundo la cantidad agregada diariamente a los océanos, un fenómeno relacionado con el cambio climático (https://www.sinpermiso.info/textos/las-declaraciones-de-un-arbitro-del-panel-intergubernamental-sobre-cambio-climatico ). Por otra parte, lo dicho sobre las emisiones y su repercusión sobre el calentamiento global es extensible a muchas otras variables, que muestran hacia 1950 una variación en forma de palo de hockey (este hilo de twitter de Extinction Rebellion es bastante ilustrativo: https://twitter.com/xr_cambridge/status/1330799011578699777 ).
2/Creo que eso es lo que explica que, cuando Germán Cano demandaba hace poco (con razón) la necesidad de recuperar políticas intervencionistas en un sentido fuerte (retomando lo que habría sido el rol de los Estados de la posguerra), pasara por alto que la cuestión de los límites dista mucho de ser, como él afirma, una filosofía new age. Por el contrario, se trata de una posición que desde la ecología social y política trata de hacerse cargo de los diagnósticos de la ciencia centrada en los sistemas terrestres, cuyo grado de complejidad es, por cierto, bastante mayor que el de buena parte de los paradigmas que circulan en las ciencias sociales y humanas. Otra cosa son las dificultades y torpezas de esos planteamientos para imaginar un sujeto político que lleve a cabo las transformaciones necesarias. Germán Cano, “Prometeo ante la pandemia”, en: https://elpais.com/opinion/2020-11-14/prometeo-ante-la-pandemia.html
3/He analizado con más detalle la importancia de este último libro de Williams en dos artículos: “(Apenas) un recuerdo de sol: acerca de la relación entre materialismo, cultura y ecología”, en: Jaime Vindel (ed.), Visualidades críticas y ecologías culturales. Madrid: Brumaria, 2018, pp. 321-354, y “Raymond Williams: pasado y presente del materialismo cultural”, en: Ecología política, nº 57, “Artes”, julio de 2019, disponible en: https://www.ecologiapolitica.info/?p=11743
Referencias
Angus, Ian (2016) Facing the Anthropocene. Fossil Capitalism and the Crisis of the Earth System. Nueva York: Monthly Review.
Berardi “Bifo”, Franco (2017) Fenomenología del fin. Sensibilidad y mutación colectiva. Buenos Aires: Caja Negra.
Charbonnier, Pierre (2020) Abondance et liberté. Une histoire environnementale des idées politiques. París: La Découverte.
Foster, John Bellamy (2000) La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza. Barcelona: El Viejo Topo.
Fraser, Nancy (2020) Los talleres del capital. Un mapa para la izquierda. Madrid: Traficantes de Sueños.
Horkheimer, Max y Adorno, Theodor W. (2001) Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Madrid: Trotta.
Jevons, Williams Stanley (2000) El problema del carbón. Una investigación sobre el progreso de la nación y el probable agotamiento de nuestras minas de carbón. Madrid: Pirámide.
Löwy, Michael y Sayre, Robert (2015) “Romanticism in the English Social Sciences: E. P. Thompson and Raymond Williams”, en: https://marxismocritico.com/2015/05/11/romanticism-in-the-english-social-sciences-e-p-thompson-raymond-williams-michael-lowy-robert-sayre/
Malm, Andreas (2020) Capital fósil. El auge del vapor y las raíces del capitalismo global. Madrid: Capitán Swing.
Mitchell, Timothy (2011) Carbon Democracy: Political Power in the Age of Oil. Londres: Verso.
Pobodnik, Bruce (2006) Global Energy Shifts: Fostering Sustainability in a Turbulent Age. Filadelfia: Temple University Press, 2006, citado en íbid., p. 149.
Steel, Carolyn (2020) Ciudades hambrientas. Cómo el alimento moldea nuestras vidas. Madrid: Capitán Swing.
Thompson, E.P. (1987) Nuestras libertades y nuestras vidas. Barcelona: Crítica.
Vindel, Jaime (2020) Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial. Barcelona: Arcadia.
Williams, Raymond (2001) Historia y cultura común. Antología. Madrid: La Catarata, pp. 48-49.
Jaime Vindel es profesor de Historia del Arte en la Universidad Complutense de Madrid
Fuente: https://vientosur.info/cultura-fosil-y-keynesianismo-una-critica/