Todo político francés que aspire a tener una vigencia pública se acoge a la sombra de ese árbol que no muere: Charles de Gaulle. Y cabría preguntarse ¿cuál es la fuente de esa devoción incesante? Vivimos tiempos de escepticismo, incredulidad y apatía. De Gaulle fue un capitán firme en tiempos de borrasca; en horas de […]
Todo político francés que aspire a tener una vigencia pública se acoge a la sombra de ese árbol que no muere: Charles de Gaulle. Y cabría preguntarse ¿cuál es la fuente de esa devoción incesante? Vivimos tiempos de escepticismo, incredulidad y apatía. De Gaulle fue un capitán firme en tiempos de borrasca; en horas de crisis creyó en su país como en una nueva religión, predicó su doctrina patriótica y la llevó al triunfo. La gente vuelve a él buscando la estabilidad que proporciona la certidumbre de una doctrina.
De Gaulle se ha convertido en una especie de símbolo nacional de Francia. Cuando el ejército francés creyó que la Línea Maginot era un baluarte inexpugnable que protegía el territorio galo de cualquier agresión, De Gaulle se declaró partidario de la movilidad de las fuerzas blindadas. Los tanques no eran, en la década de los treinta, un arma incuestionable, muchos dudaban de su efectividad. De Gaulle apoyó el uso de las divisiones mecanizadas y apoyó su tesis con un libro. Otro que compartía sus tesis, Adolfo Hitler, demostró con su «blitzkrieg» la eficacia de esa doctrina. Cuando el general Petain decidió que la hegemonía alemana en Europa era imparable y se unió a ella, De Gaulle se marchó del territorio patrio y organizó las fuerzas libres que eventualmente lograrían el triunfo.
Llegó al poder con la victoria aliada pero supo abandonarlo pronto cuando se percató que la tendencia de las corrientes políticas imperantes no favorecían el país que él pretendía hacer. Retornó al timón en otra hora aciaga, cuando la rebeldía de la llamada Francia de ultramar hacía peligrar la estabilidad interior. Comprendió que el tiempo de los grandes imperios coloniales había terminado y se desprendió de las naciones que la rapacidad capitalista había capturado. Cuando en 1968 las nuevas generaciones reclamaron un cambio de manera violenta supo entender que su tiempo se había terminado y renunció tras un referendum que le fue adverso. Fue a morir tranquilamente a su pueblecito, sin ambiciones ni reproches.
Actualmente los autobuses no cesan de descargar miles de peregrinos que se dirigen a su tumba en Colombey. De Gaulle supo crear una mística en torno a su figura como símbolo de la unidad nacional. Mantuvo su integridad por encima de los apetitos políticos y las mezquindades del poder. Como Juana de Arco –con quien a menudo se le comparó–, se situó al frente de su pueblo y supo imbuirlo de una devoción que aun hoy, a treinta y cuatro años de su muerte, sigue viva. ¡Qué diferencia esta Francia de aquella que se alzó en 1968! ¡Que desemejanza los de ahora con los estudiantes que alzaron barricadas con los adoquines de París! Quienes se alzaron insurgentes y combativos contra el tradicionalista Charles de Gaulle, ahora apoyan al conservador Chirac. ¿Qué ha ocurrido? La Francia de los comunistas ha cedido su lugar a la Francia de los banqueros. La estructura social del país ha cambiado sustancialmente. Vivimos tiempos de escepticismo, incredulidad y apatía. Los pueblos vuelven a los valores consagrados por la tradición buscando la estabilidad que proporciona la certidumbre de un dogma. De Gaulle se ha convertido en una especie de símbolo nacional de Francia. Muchos analistas estiman que en una circunstancia de mundialización, de una invasión masiva de capitales desatada por las transnacionales, el ciudadano común considera que sus esfuerzos individuales son inútiles. El internacionalismo de las finanzas y la brutalidad implantada por el estado hegemónico, la unipolaridad, parecen condenar al fracaso todas las intenciones de reforma. A ello se debe que la tercera parte de los franceses no se interesen en política y permiten que los burgueses satisfechos conduzcan todos los asuntos. Para los franceses no hay respuestas adecuadas a los problemas de hoy, no hay afirmaciones positivas que susciten un llamamiento al activismo político. Por eso De Gaulle vive todavía.