Con motivo del incumplimiento, parcial en el tiempo, de los servicios mínimos en la huelga del metro de Madrid hemos asistido a una ofensiva antisindical de una rudeza y salvajismo que no tiene precedentes en nuestra historia reciente. Una ofensiva protagonizada por algunos líderes políticos de la derecha, como la Presidenta de la Comunidad de […]
Con motivo del incumplimiento, parcial en el tiempo, de los servicios mínimos en la huelga del metro de Madrid hemos asistido a una ofensiva antisindical de una rudeza y salvajismo que no tiene precedentes en nuestra historia reciente. Una ofensiva protagonizada por algunos líderes políticos de la derecha, como la Presidenta de la Comunidad de Madrid, y la casi totalidad de los medios de comunicación. Un ataque que se ha beneficiado y cuya virulencia ha sido facilitada por la actitud contemplativa y hasta condescendiente del Partido Socialista, favorable al desgaste sindical ante la convocatoria de una huelga general el 29 de septiembre contra la reforma laboral aprobada por el Gobierno, convocatoria que, evidentemente, desea ver fracasada.
Las organizaciones sindicales siempre han sido muy prudentes a la hora de la realización de huelgas que afecten a servicios esenciales para la comunidad. En los países que, como España, están reguladas. Y en los que – la mayoría en la Europa-15 – no lo están. Por ejemplo, en las resoluciones del último congreso de la Federación General del Trabajo Belga (FGTB), celebrado entre el 2 y el 4 de junio de este año, se dice que «Sólo sindicatos libres, independientes y representativos pueden garantizar a los trabajadores la defensa de sus intereses. Para asegurar esta defensa, la FGTB da prioridad a la concertación social. Simultáneamente, exige la salvaguarda absoluta del derecho de huelga. Y, en este sentido, denuncia y combate las propuestas de servicios mínimos, tanto en el sector público como en el sector privado».
Los sindicatos españoles mayoritarios no son partidarios de las llamadas «huelgas salvajes» que suponen la vulneración de la ley y que, en su práctica totalidad, suelen protagonizar organizaciones corporativas. De hecho, han sido UGT y CCOO quienes han terminado encauzando el conflicto del metro en la Comunidad de Madrid. Pero no es menos cierto que, en no pocas ocasiones, el conflicto mayor se produce, no ya sobre los intereses en litigio, sino sobre la fijación de unos servicios que en realidad son máximos, que consideran mínimo la práctica plena actividad y que suponen, de hecho, la anulación del derecho de huelga.
En 1993 se llegó a un acuerdo entre UGT y CCOO y el Grupo Socialista del Parlamento español sobre un Proyecto de Ley Orgánica de Huelga. Acuerdo en el que se delimitaban con precisión los derechos esenciales a proteger en caso de huelga, se definían los sectores afectados por ellos, las prestaciones indispensables a asegurar y los procedimientos para el establecimiento negociado, en cada sector de actividad afectado, de las reglas de comportamiento en caso de huelga. Era un proyecto que comprometía a las organizaciones sindicales en el conjunto de la ley y en la aplicación de los criterios que fueran a surgir de los acuerdos estables sectoriales. Y, en consecuencia, en el cumplimiento de los servicios mínimos pactados. Hacía, además, posible la existencia de códigos de auto-limitación sindical para evitar huelgas simultáneas en determinados servicios públicos de transporte o la realización de las mismas en días de vacaciones punta. La tramitación del proyecto de ley, emanado de aquel Acuerdo, prácticamente ultimó su recorrido parlamentario pero, antes de su ratificación final por el Congreso de los Diputados, el Presidente Felipe González adelantó las elecciones y el proyecto declinó. El propio González admitió en privado que la disolución de las Cortes estuvo motivada, en gran medida, para evitar la aprobación de la Ley. Norma que contaba con la oposición de la CEOE, del PP y de una gran parte del Gobierno, encabezada por el ministro Solchaga. Al final, llegaron a la conclusión de que la arbitrariedad que permitía la actual regulación les beneficiaba más que una regulación más precisa y comprometida.
En el caso de la huelga del metro de Madrid, el incumplimiento esporádico de los servicios mínimos ha venido precedido por dos incumplimientos no menos salvajes de la legalidad por parte del gobierno de la Comunidad de Madrid. En primer lugar se ha pretendido modificar, sin ninguna negociación con la representación de los trabajadores, el convenio en vigor. Lo que es tan salvaje como una huelga salvaje, sólo que lo antecede. Si la norma declara ilegal la huelga «cuando tenga por objeto alterar, dentro de su propio período de vigencia, lo pactado en un Convenio Colectivo» hay que colegir que esa misma ilegalidad, ese mismo comportamiento «salvaje», es atribuible a la parte empresarial cuando pretende alterar unilateralmente el convenio. En segundo lugar, ha establecido unos servicios mínimos claramente abusivos que, como ha sucedido en tantas ocasiones, terminarán siendo rechazados por los tribunales dentro de algunos años, sin consecuencia ninguna para sus promotores.
El desmesurado ataque de las últimas semanas a los sindicatos contrasta, por otra parte, con otro tipo de comportamientos «salvajes» que apenas si merecen atención. Salvaje y antidemocrático es el conato de desacato del PP a la Ley del Aborto. Asilvestrada y poco acorde con la letra de la Constitución, que establece que todas las normas y poderes están sujetas a la misma y, por tanto, al control de legalidad del Tribunal Constitucional, resulta también la movilización de los poderes públicos de Cataluña contra la sentencia del TC.
De no menos salvaje cabe catalogar el que, conociendo el enorme fraude fiscal de nuestro país, el Ministerio de Economía y Hacienda se haya limitado a mandarles un cortés requerimiento a las mil quinientas personas de mayores ingresos del país con rebosantes cuentas opacas en Suiza, en lugar de poner el caso en manos de la inspección tributaria y de la fiscalía anticorrupción. Salvaje parece, igualmente, que los contribuyentes que cobran 60.000 euros al año tengan el mismo tipo marginal que los consejeros de las grandes empresas que perciben 600.000 o más. O que las tres últimas reformas fiscales (dos del PP y una del PSOE) representen, en su conjunto, un coste anual de 12.000 millones de euros. Sorprendente es, así mismo, que un gobierno conservador, como el del Reino Unido, suba la imposición sobre las rentas del capital del 18% al 28% y que el gobierno socialista de nuestro país diga, por el contrario, que no toca y cargue el ajuste sobre los funcionarios y los pensionistas. Poco acorde con la cohesión nacional parece, a su vez, que sean algunas Comunidades Autónomas, y no una reforma en el ámbito del Estado, quienes suban el impuesto del IRPF a las rentas altas. Estableciendo, de esta manera, presiones fiscales diferentes entre cada Comunidad y quebrando la política redistributiva interterritorial.
De no dar crédito es que, debido a la crisis provocada por la voracidad del sistema financiero y la irresponsabilidad de los supervisores, se hayan perdido 8 millones de empleos en Europa, de los cuales 2,4 millones en España – y otros cinco millones que prevé se pierdan en la UE un estudio del Partido Socialista Europeo (A progressive way out of the Crisi. Recovery vs.Austerity:PES strategy to resolve the dilemma) con las medidas de recorte que se están llevando a cabo – sin que ello en absoluto tenga que ver con la regulación laboral y que, como «compensación», se apruebe en nuestro país una norma que abarata y facilita de manera insensata y darvinista el despido de los trabajadores.
Alucinante resulta, de igual manera, que, emulando el autismo del Presidente del Gobierno sobre la crisis, el Banco de España haya pasado dos años ocultando los problemas de nuestras entidades financieras. Dando lugar de esta forma a que surgieran empresas y bancos zombis, con graves dificultades económicas que, aunque traten de mantener una apariencia de normalidad, no pueden funcionar correctamente, lo que ha extendido la desconfianza nacional e internacional hacia el conjunto de nuestro sistema financiero y, a su vez, ha estrangulado la actividad económica. El presidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV) acaba de señalar que «las empresas deben reflejar el impacto real de la crisis», que «los supervisores carecen de toda la información necesaria para poder llevar a cabo su función de vigilancia», que «es necesaria la transparencia de los productos financieros, especialmente de los no profesionales», que «sin estar seguros de que las cuentas de las empresas reflejan los efectos reales de la crisis sobre resultados y patrimonio es imposible recuperar la confianza», que «la mayor parte de las transacciones financieras se realizan en mercados no regulados ni supervisados». Y también atacó duramente a las agencias de calificación y organismos similares. Mientras dedican sus energías e influencias a la reforma laboral, los «supervisores» son incapaces de regular el sistema financiero, o directamente carecen de la voluntad de hacerlo.
No menos escandaloso es que el 40% de los trabajadores españoles a tiempo completo tengan salarios – con datos de 2007, antes de la crisis – que no superan dos veces el Salario Mínimo Interprofesional (SMI) y el 69,7% no superen tres veces dicho SMI. Al tiempo que las retribuciones de los gestores de las empresas españolas se sitúan a la cabeza de lo que cobran sus homólogos en la UE. Por no hablar de sus salvajes superpensiones. O que, pese a la más que moderada subida de los salarios pactada por los sindicatos en el Acuerdo para el Empleo y la Negociación Colectiva, firmado en febrero de 2010 y con una vigencia de tres años, a fecha de hoy los convenios estén paralizados y sólo se hayan registrado un 45% de convenios en comparación con el mismo periodo del año anterior. Además, las cláusulas de revisión sólo están incorporadas en un 40% de tales convenios, mientras que lo habitual es que se incorporen en más del 70% de los convenios. ¿Sería salvaje que los sindicatos amenazaran con poner, en estas circunstancias, en cuestión dicho Acuerdo, en la misma línea de lo que ha hecho la Comunidad de Madrid con el convenio del Metro?
En fin, la lista de salvajadas podría prolongarse muchas páginas. Pero seamos positivos: afortunadamente todavía nos quedan los sindicatos y «la roja».