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De Jânio a Bolsonaro

Fuentes: Resistir

Traducido del portugués para Rebelión por Alfredo Iglesias Diéguez

Ideológicamente, entre la clase dominante brasileña y la de Puerto Rico no existe diferencia alguna. El tamaño respectivo de los dos países en nada altera el modo de pensamiento de estas clases dominantes, que son gemelas perfectas. La máxima aspiración de cada una de ellas es ser la hermana pequeña de las transnacionales, revertir la situación a los tiempos coloniales, alinearse incondicionalmente con el imperio y saquear sus pueblos y las riquezas naturales de sus países.

La ambición no es realmente lo que caracteriza estas burguesías subdesarrolladas. Siendo eso lo que las distingue de las clases dominantes de los países asiáticos, que aspiran a mucho más. Por eso es por lo que hoy Brasil no tiene una industria automovilística propia, al contrario que Corea del Sur que inició su desarrollo más tardíamente. La falta de ambición de la clase dominante brasileña viene de tiempo atrás. Cuando Getúlio Vargas osó lanzar la primera siderurgia de Brasil invitó a la burguesía paulista a invertir en el proyecto, pero esta lo rechazó. Por esa razón, la siderurgia de Volta Redonda nació como empresa estatal, no por una opción ideológica del gobierno de entonces, sino porque era la única manera de hacerlo. Décadas después el acero allí producido sirvió de base para la instalación de fábricas de las transnacionales del automóvil, pero la burguesía local no fue la emprendedora (y la antigua empresa estatal que fabricaba camiones, los «FNM», fue cerrada para dejar sitio a las transnacionales.

Es preciso conocer la historia económica de Brasil para entender el momento actual. Nada cambió. Por esa razón asistimos a paradojas como que el actual presidente de la Federación de Industrias del Estado de São Paulo (FIESP) apoye alegremente la desindustrialización de Brasil (ya perceptible a nivel estadístico). Se trata de una burguesía que no tiene un proyecto de país, con mentalidad de corto plazo y cuya máxima ambición es sacar el máximo lucro posible en el menor tiempo posible. La acumulación primitiva proporcionada por la exportación de productos primarios (minerales en bruto, soja, etc) no es invertida en el desarrollo del propio país –se destina a engrosar el capital financiero y las abultadas cuentas en off-shores.

Los representantes políticos de una clase dominante así tienen necesariamente que ser gente muy especial. Se trata de individuos que deben tener habilidad suficiente para engañar a las masas a fin de obtener los votos necesarios para subir al ‘gallinero’. Al mismo tiempo, tienen que ser muy cuidadosos para no herir los intereses de aquellos que los apoyan y financian. En otras palabras, tienen que ser suficientemente demagogos. Como no tienen un proyecto de país y no pueden revelar sus verdaderas intenciones, habitualmente adornan su discurso con una retórica moralista.

Por eso en Brasil ya es una tradición elegir gente desequilibrada. Basta pensar en el fenómeno Jânio Quadros, un individuo trastornado pero que tenía un don especial para captar el apoyo de masas con cultura política bajísima. Estos individuos persiguen el poder por el poder y son capaces, para conseguirlo, de prometer y hacer lo que sea. La retórica pseudoética cae bien en las clases medias y en masas amorfas, sin conciencia de clase. La clase dominante sabe perfectamente que todo lo que ellos dicen es retórica, pero los apoya porque es funcional a sus intereses. Para ella, el horror sería permitir que el pueblo interviniera como sujeto de la historia. Por eso, considera deseable entretenerlo con historietas en contra de la «corrupción» y lo anestesia con medios de comunicación nivelados por el mínimo denominador común. Las ilusiones deben ser mantenidas a cualquier precio entre quienes nada entienden de la sociedad en que viven/sobreviven.

La historia de Brasil tiene muchos ejemplos de ese jaez, tanto en la presidencia de la república como en los gobiernos estatales y municipales. Los ejemplos presidenciales van desde Jânio Quadros –el hombre que usaba como símbolo una escoba con la que supuestamente barrería la corrupción de Brasil–, hasta el actual energúmeno que ensucia la presidencia de Brasil, Messias Bolsonaro. El primero, con gran sentido publicitario, hacía y decía cosas absurdas, ridículas y estrafalarias, pero servían de divertimento para mantener la discusión política pública alejada de lo fundamental. El segundo hace igualmente cosas del mismo estilo y todo el mundo, medios de comunicación incluidos, se entretiene con sus estupideces casi diarias mientras avanza el desmantelamiento del Estado brasileño. La privatización salvaje de la sanidad, la privatización de las empresas estatales más importantes (como las del grupo Petrobras), la deforestación de la Amazonia para beneficio de los ganaderos, la destrucción de la enseñanza pública por el recorte presupuestario, la venta a precio de saldo de la industria privada brasileña, etc, se ocultan bajo el correo diario de estupideces dichas por los bolsonaristas.

Muchos en Europa podrían pensar que con una actuación tan destructiva, la base social de apoyo a tales individuos debería disminuir significativamente. Pero esto no es necesariamente así. Jânio Quadros antes y después de su tentativa de golpe de Estado (que terminó con su renuncia), siempre gozó de una amplia base de apoyo entre sus votantes, desde los marginados hasta las clases medias de la población. La persistencia de las ilusiones es un hecho incluso después de la desaparición del demiurgo. Del mismo modo, Bolsonaro aún hoy –después más de un año de presidencia absolutamente desastrosa–, sigue teniendo un «núcleo duro» de seguidores (se calcula que supone el 30% del electorado). Este núcleo apoya un desenlace claramente fascista mediante la eliminación de lo que queda de democracia burguesa en Brasil, con el cierre del Congreso y del Supremo Tribunal Federal.

Se puede preguntar. ¿Entonces, si la tradición brasileña post II Guerra Mundial era esa, que representó el lulismo? La respuesta, es doloroso decirlo, es que el lulismo no significó una ruptura con el modelo esbozado más arriba. Esencialmente fue un proyecto de conciliación de clase en el que se le concedieron algunas migajas a la masa marginada de la población con el objeto de mantenerla inactiva. En opinión de Chico de Oliveira, fue una manifestación de la socialdemocracia rezagada en Brasil. Las pobres migajas concedidas poco o nada afectaron a la distribución del rendimiento nacional y el propio Lula de Silva dijo en una reunión de industriales que «la burguesía nunca ganó tanto dinero como durante mi gobierno» (sic), quejándose de su «ingratitud».

A pesar de su origen sindical, los gobiernos de Lula (y de su sucesora, Dilma), hicieron todo lo posible para desarmar política e ideológicamente a los trabajadores brasileños. Peor aún: colaboraron activamente para impedir que eso pudiera acontecer. Cuando, por ejemplo, el presidente Hugo Chávez lanzó Telesur, una cadena progresista de televisión continental, el sr. Lula de Silva prohibió que esta fuera difundida en Brasil.

En términos de política externa, el lulismo actuaba como si pretendiese integrar a Brasil en el Consejo de Seguridad de la ONU de modo permanente. Aunque en la realidad práctica se comportaba de modo servil ante el imperio estadounidense. Cuando los EEUU derrocaron al gobierno electo de Haití y necesitaron una fuerza de ocupación que controlase el país, el gobierno de Lula se prestó a enviar fuerzas armadas a aquel país hermano a fin de reprimir a su pueblo. Esta experiencia haitiana sirvió de entrenamiento a las fuerzas armadas brasileñas para la represión de los movimientos populares y está siendo aplicada contra el propio pueblo brasileño (ejemplo: la intervención militar en el estado de Río). El general Heleno –uno de los colaboradores de Bolsonaro que quiere cerrar el Congreso y el Supremo Tribunal Federal–, fue uno de los comandantes brasileños en Haití.

La génesis del fenómeno lulista es poco conocida. Su principal responsable es el general Golbery de Couto y Silva, el ideólogo de la dictadura militar. Cuando la dictadura estaba llegando al final de sus días y ya se discutía la necesidad de la «apertura» (el modelo de la Transición española del post-franquismo era entonces activamente estudiado en los altos mandos milites), al general Golbery le preocupaba que los comunistas no volviesen a recuperar la influencia que tenían en el movimiento sindical. En ese sentido, dio instrucciones a las autoridades policiales y militares para que realizasen una represión selectiva contra líderes obreros: continuar la represión feroz contra líderes sindicales considerados comunistas y ser más blandos con los demás. Lula da Silva, que había liderado las huelgas del ABC, se encontraba entre los últimos. Su movimiento pudo así desarrollarse mientras que trabajadores como Manuel Fiel Filho y muchos otros seguían siendo asesinados en las cloacas de la dictadura.

Los trece años de gobiernos lulistas (Lula & Dilma) no representaron una ruptura con la tradición brasileña de gobiernos de conciliación de clase. Fueron, sí, una continuación. La pseudo-izquierda lulista dio de hecho algunas ayudas al pueblo brasileño, sobre todo a los marginados, pero a través de programas asistencialistas y no como derechos permanentes. Los trabajadores organizados consiguieron poco en términos de derechos efectivos y recogidos en la legislación laboral. El lulismo quedó de este lado del antiguo getulismo. El gobierno lulista cedió en todo lo que la clase dominante pretendía, con banqueros neoliberales como ministros de Finanzas, terratenientes como ministros de Agricultura, con grandes negocios con contratistas de obras públicas financiados por los BNDS, etc, etc. La clase dominante brasileña toleraba el lulismo porque le beneficiaba y porque consideraba que apaciguaba a los trabajadores. El boom exportador de productos primarios ayudaba a mantener la fiesta.

Sin embargo, la situación del pueblo en general y de los trabajadores en particular, continuaba deteriorándose, hasta que explotaron las revueltas espontáneas de 2013, como la que protagonizó el Movimiento Pase Libre (MPL) en São Paulo (y en otras ciudades de Brasil). En una ciudad en la que los trabajadores gastan hasta cuatro horas por día en desplazamientos y con transportes públicos pésimos, la reivindicación del MPL era más que justa. Pero en ese momento el PT estaba ya tan alejado de las aspiraciones de las masas, que no comprendió el movimiento e incluso lo reprimió. Esa fue una señal de alarma para la clase dominante, ya que descubrió que el petismo ya no le era útil, pues no controlaba a las masas. Era el comienzo del fin del petismo. Antes de eso el apoyo al PT entre los trabajadores organizados del ABC ya había empezado a desvanecerse como consecuencia de las fechorías del gobierno de Dilma. Resulta interesante poner de relieve, pues es muy significativo, que la base social de apoyo al PT se desplazó gradualmente del movimiento obrero organizado hacia los marginados del nordeste del país, un hecho que se puede constatar electoralmente.

Paraisópolis, sarcástico nombre de una favela en la región sur de São Paulo.
Créditos: Resistir

La desmoralización de la socialdemocracia lulista es una tragedia para Brasil porque a los ojos de la opinión pública (y de los medios de comunicación corporativos), es identificada con «la» izquierda. Esta confusión es agravada por el hecho de que el PT dispone de un socio que se proclama comunista, el PC do B, que nada tiene a ver con el antiguo, cuyo comité central fue prácticamente asesinado por la dictadura en 1976 (sus actuales dirigentes, de hecho, proceden en gran medida de la izquierda católica).

Se verifica que aún ahora, en pleno descalabro bolsonarista y con la amenaza de eliminación de los últimos resquicios de democracia burguesa, tanto Lula como el petismo continúan haciendo su trabajo de entorpecimiento de la construcción de una izquierda consecuente en Brasil. De hecho, a día de hoy (27/02/2020), el PT no osó proponer en el Congreso el impeachment del sr. Bolsonaro, cuando hay motivos más que suficientes para eso. Del mismo modo, su central sindical, la CUT, permanece extrañamente pasiva ante los atentados brutales que están sufriendo los trabajadores brasileños. La conciliación parece ser el alma mater del petismo y del sr. Lula. Ante eso, los abencerrajes fascistas se hacen cada vez más osados.

Fuente: https://www.resistir.info/jf/janio_bolso_fev20.html

Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar la autoría, al traductor y Rebelión como fuente de la traducción.