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De la democracia de la calle a los Consejos Comunales: la democracia desde abajo en Venezuela

Fuentes: Rebelión

Nos proponemos en este trabajo discutir sobre las formas de democracia desde abajo ensayadas por los sectores populares venezolanos durante los últimos años, en un arco que se extiende desde la crisis de la democracia representativa, a fines de los años 80, hasta la actualidad1. Reseñar, de modo general y sin pretensiones de exhaustividad, las […]


Nos proponemos en este trabajo discutir sobre las formas de democracia desde abajo ensayadas por los sectores populares venezolanos durante los últimos años, en un arco que se extiende desde la crisis de la democracia representativa, a fines de los años 80, hasta la actualidad1. Reseñar, de modo general y sin pretensiones de exhaustividad, las prácticas colectivas en que incuban nuevas formas de acción política y de democratización, que desestructuran las viejas figuras de la dominación y amplían los contextos y las formas de ejercicio de soberanía popular. Preguntarse por las condiciones en que emergen y los sujetos que las hacen posibles, las características que adoptan -su distancia con las anteriores tácticas obreras y populares- sus modos de socialización, sus escenarios.

Si bien nos referiremos a las prácticas y sujetos populares urbanos en Venezuela, probablemente mucho de lo que se diga sea común a otros contextos y procesos: los piqueteros argentinos, las luchas urbanas de las periferias bolivianas, las revueltas de los barrios pobres en todo el continente. Otras consideraciones, en cambio, sólo tendrían sentido para el caso de Venezuela: la relación con el Estado y el significado de la autonomía en un contexto como el venezolano, en que el Estado se convierte en el principal propietario de los medios de producción y regulador de la vida social, tema que adquiere mayor relevancia y complejidad en las relaciones entre las luchas popular y el gobierno chavista.

Insertamos dos «excursos»: uno sobre los movimientos sociales y otro sobre la comunidad como sujeto de las políticas gubernamentales. ¿Son las nociones de movimientos sociales, por un lado, y de comunidad, por el otro, tan en boga tanto en la literatura sociológica como en el discurso político, sensibles y políticamente eficaces para dar cuenta de la naturaleza de los procesos en cuestión, o para prescribir un programa que incorpore sus demandas y la naturaleza del desafío que proponen? ¿Son ambas categorías útiles para comprender y contribuir a los procesos de lucha y emancipación que las nuevas formas de ejercicio de poder por parte de las muchedumbres venezolanas, se plantean?

Debemos advertir que éste no es un ensayo académico, más bien adoptamos una prosa militante, que es a fin de cuentas nuestro lugar en este debate. Por ello nos tomamos la licencia de esquivar ciertos rigores argumentativos, pues nuestra pretensión es contribuir desde nuestra práctica, más que desde la discusión teórica o del refinamiento de claves analíticas, a una discusión que creemos pendiente.

La crisis de la representatividad y la insurgencia de la democracia de la calle.

A fines de febrero de 1989, habitantes de los barrios pobres que rodean Caracas protagonizaron un masivo levantamiento que se prolongó durante días, para solo cesar a costa de una brutal represión que dejó un número incontable de muertos. Ésta, que fue probablemente la primera rebelión popular contra el neoliberalismo en el continente, también divide las aguas de la historia de Venezuela. El segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez, que poco antes había ascendido al poder prometiendo reeditar la oferta populista de su primer mandato para, en cambio, imponer un draconiano paquete de medidas económicas neoliberales, cayó en una crisis de legitimidad que desembocó en su expulsión del poder pocos años después. A la vez, se inicia un ciclo de protestas populares cada vez más politizadas y confrontacionales, que es determinante en los acontecimientos posteriores. Finalmente, un grupo de militares que tienen en el llamado Caracazo su bautismo de sangre, deciden no poner nunca más sus armas contra el pueblo, gestándose al interior del ejercito una corriente de descontento que daría lugar a los levantamientos militares del año 92. Febrero de 1989 cambió la historia del país.

Pero además, el Caracazo supone la emergencia, violenta y definitiva, de un nuevo sujeto popular. Si los episodios de luchas de masas habían sido protagonizados hasta entonces por estudiantes y movimientos sindicales, el 27 de febrero de 1989 es testigo de la insurgencia de un sujeto marcado por la pérdida de la condición laboral, esencialmente desempleados o trabajadores precarios, excluidos tanto del mundo del trabajo, del consumo y, en tanto habitantes de las periferias urbanas empobrecidas, de la ciudad como trama de inscripción social.

Se trata entonces de un sujeto excluido y precarizado, que no tiene a la fábrica como espacio de socialización y organización, pues es el barrio y las relaciones de convivencia y solidaridad las que le dan forma; ya no es la lucha por el rescate del trabajo o la plusvalía la que lo moviliza, pues la vida toda es ahora un bien en disputa; la ciudad, y especialmente los suburbios, es la superficie de su irrupción. No es casual que las protestas de aquel día se hayan desencadenado en las ciudades satélites de los pobres en contra del alza del pasaje, para luego extenderse a toda la ciudad y diversificar sus objetivos, enfrentándose a la policía, saqueando comercios o destruyendo vehículos e inmuebles.

Este sujeto, que tiene sus precedentes en luchas de marcado carácter urbano como las protestas por el agua, contra el alza del pasaje o contra intentos de desalojo de barrios populares, desarrolladas en los años previos, se convertirá en el actor central de los procesos históricos que vivirá Venezuela desde entonces y hasta la fecha. Su gestación es inseparable de las nuevas formas que adquiere el capital, el trastrocamiento del capital productivo en capital especulativo que parasita todas las esferas de la vida; que sustituye la ganancia, producida en la explotación directa del trabajo, por la renta, extraída de todas las actividades y necesidades colectivas. No se trata ya de luchas laborales. El ataque masivo a la vida supone que la vida toda, las condiciones para su reproducción (vivienda, servicio, consumo, recreación y afirmación simbólica), se vuelve materia de lucha.

Sus formas de lucha son propias de su naturaleza y de la naturaleza de sus demandas: la recuperación de espacios y bienes expropiados por la lógica del capital, privatizados o excluyentes, la toma de terrenos, de fábricas, de espacios públicos, la apropiación violenta de bienes y servicios, la acción directa y explosiva. La calle es su escenario. Se abandonan las formas tradicionales de organización. El tumulto, la auto-convocatoria, la asamblea sustituyen a estructuras formales y rígidas de pertenencia.

Tanto sus demandas, sus métodos y sus formas de organización implican, de manera inmediata y directa, una transgresión de los límites de las formas democráticas tradicionales, encorsetadas en la representación de intereses y en los canales institucionales por los que discurriría esa representación. Se trata en cambio de la puesta en escena de formas de democracia plebeya, de calle, en que por la vía de la acción directa de las masas se desestructuran las formas de dominación y se apropian colectivamente de espacios y procesos de los que son excluidos.

Esta acción política de las masas supone la crisis de la representación. Partidos, sindicatos y otras formas de intermediación conocen un acelerado proceso de deslegitimación, al igual que los medios convencionales de participación política (por ejemplo, la vertiginosa caída de la participación electoral, tradicionalmente alta en Venezuela, desde fines de los 80). Toda forma de representación e intermediación será, desde entonces, violentamente recusada. Sólo quedarán, uno frente al otro, el sujeto popular, tumultuario e ingobernable, y el Estado, que desnuda su rostro más cruel y autoritario. La violencia de Estado y la represión sustituirán desde entonces a las desgastadas formas de representación y cooptación. La masiva y cruenta represión con que el Estado enfrenta las protestas de febrero establecerá el estado de excepción como dispositivo permanente para el gobierno de los pobres.

¿Es el concepto de movimientos sociales útil para dar cuenta de este nuevo sujeto?

Sin duda que el concepto de movimientos sociales nace frente a la crisis de la representación y el trabajo como relato de la participación política. Acuñado para comprender los movimientos que sitúan sus luchas y demandas en terrenos distintos a las demandas laborales o la participación electoral, ha contado con suerte tanto en la literatura sociológica como en la retórica militante. Sin embargo, y sin pretender despachar la discusión, en el caso de lo que ocurre en Venezuela en términos de movilización popular, el concepto parece inadecuado para aprehender la naturaleza de la confrontación que copa las últimas décadas.

Por un lado, el concepto enfatiza en las organizaciones formales y estables en el tiempo, con determinado grado de estructuración. En cambio, en Venezuela, más que un sujeto organizado, se trata de un sujeto movilizado. Es en la movilización de calle y no a través de la organización formal en que el sujeto popular se manifiesta. De hecho, desde mediados de los años 80 se produce una mengua en la organización popular (articulada en juntas de vecinos, grupos culturales o religiosos, sindicatos), probablemente como resultado de los efectos de la flexibilización laboral y la exclusión social sobre los modos de sociabilidad, a la vez que se incrementan exponencialmente las protestas populares. Si para comprender la respuesta popular alguien buscara «movimientos sociales» relevantes durante las dos últimas décadas, concluiría que en los años de mayor conflictividad social cundía la desmovilización por falta de organizaciones. Las únicas organizaciones formales que pueden ser detectadas durante este periodo son organizaciones no gubernamentales que, animadas desde el Estado, florecieron en la década de los 90, como parte de la transferencia de responsabilidades en la gestión social del Estado a la «sociedad civil».

En segundo lugar, el concepto parece definir los movimientos sociales por su exclusión del Estado, reeditando la vieja distinción entre sociedad civil y sociedad política. En el caso de Venezuela, esta distinción tajante es incapaz de dar cuenta de la relación compleja que se establece históricamente entre Estado y sectores populares, por el peso de aquel (dueño de la renta petrolera y con alta capacidad redistributiva) en las distintas esferas de la vida colectiva. La apropiación de la renta, en término de contenciosos exigiendo derechos, o de sujeción por medio de mecanismos clientelares, ha sido un objetivo constante de los distintos sectores sociales, incluyendo las bases populares y los sectores de avanzada. En otros términos, en Venezuela la acción política popular puede estar contra el Estado, establecer relaciones de igualdad o supeditarse a éste, pero difícilmente se puede actuar sin el Estado. Esto condujo a que, mientras en otros países del continente la hegemonía neoliberal produjese un repliegue de las organizaciones y sectores populares de la búsqueda de cambios en el Estado, adoptando tácticas de acumulación y construcción al margen de éste, en Venezuela la contestación al neoliberalismo desembocó rápidamente en la lucha contra el gobierno y por la transformación del Estado, como se expresara en las demandas de salida del gobierno, la consigna de una Asamblea Constituyente y posteriormente en el apoyo popular al gobierno de Chávez. De la misma forma, durante el gobierno chavista, el apoyo de las masas populares al Presidente no necesariamente ha supuesto una mengua de la autonomía e incluso de la conflictividad frente al Estado, como podría preverse de acuerdo a esta oposición entre movimientos sociales y esfera estatal.

En tercer lugar, en la manera en que generalmente se describen los movimientos sociales, estos se entienden a partir de su carencia, se definen como sujetos deficitarios. Esto da lugar por una parte a una suerte de victimismo (hacer patente y lograr el reconocimiento de un sufrimiento) y a una política de las necesidades para su gestión. La acción del sujeto popular en Venezuela estará marcada, en cambio, por un proceso de autoafirmación y autovaloración popular, refractaria a su traducción a necesidades, y por ello ingobernable. Es exceso, no carencia, lo que lo define. Allí también su pronta politización, pues no son demandas específicas, no son necesidades lo que lo movilizan, sino justamente la insurgencia contra un orden que lo reduce a puro déficit. De hecho, unos de los riesgos actuales, expresión quizás de un intento de reducir la potencia de este sujeto díscolo y subversivo, está en los intentos de sustituir su beligerancia por la plácida relación clientelar, recluyéndolo en el orden de las necesidades que el Estado satisface a cambio de sujeción.

En íntima relación con lo anterior, los movimientos sociales se caracterizarían por expresar demandas sectoriales, fragmentarias. El sujeto popular es, en oposición, múltiple y molar, capaz de contener en sí las distintas demandas, mezclar exigencias y superarlas al politizar su movilización. Se brinca las separaciones estancas sobre las que se reconstruye un nuevo corporativismo que tiende a despolitizar y aislar las luchas. Más bien su acción lo conduce a ampliar permanentemente sus demandas. Siempre quiere más.

Un tratamiento habitual en la discusión académica sobre el tema, enfatiza en los aspectos subjetivos, las prácticas y demandas culturales de los llamados nuevos movimientos sociales: se juegan su existencia en la búsqueda de reconocimiento para grupos relegados, en la producción de nuevas subjetividades y «mundos de vida», etc. Más que la igualdad, pretenden la producción y reconocimiento de diferencias. En el caso de la movilización popular que aparece durante estos años en Venezuela, si bien pone de manifiesto formas y subjetividades propias y diferenciadas (el barrio, el malandro, y sus expresiones culturales, estéticas, discursivas) y producen o actualizan en su interior nuevas formas de relación (la asamblea, la fiesta, la calle como espacio de encuentro), estas condiciones nacen justamente de la desigualdad, de la brutal exclusión, y son sus heraldos, no su programa. Sin duda que el reconocimiento, la contestación de las nuevas formas de racismo y exclusión simbólica que se han fraguado a la par de la segregación social de los últimos años es un elemento fundamental de su acción, casi en forma de desafío (¡la turba, los «monos», los malandros, los desdentados estamos aquí!), pero no se agota en eso. Lo cultural es pura forma, pues lo central es el desafío al poder y a las elites, a las desigualdades que dan lugar a tales «diferencias», no su afirmación estetizante ni su reconocimiento simbólico.

Ello conduce a la principal distinción. Los movimientos sociales, tal como lo abordan tanto la literatura sociológica y el discurso político, ya no remiten a la composición de clases de la sociedad, al conflicto entre trabajo y capital, al enfrentamiento de los pobres contra los poderosos. Diluye estas contradicciones y coloca otros diferendos en el centro del conflicto: las diferencias sexuales y de género, las luchas ambientales, las reivindicaciones culturales. La desigualdad se vacía de toda densidad política, se la desnuda de su anclaje estructural, deja de impugnar la existencia misma del orden establecido, para convertirse en un simple trámite «técnico» que se resolvería con la expansión de la democracia liberal y del mercado. Sus demandas no impugnan, sino que legitiman el orden, ahora sensible a estas nuevas diferencias que pueden ser metabolizadas sin cambiar las injustas relaciones de explotación y exclusión. En cambio, las luchas populares de estos últimos años en Venezuela tienen un claro carácter de clase, su blanco no es la «esfera de la reproducción cultural» ni demandas parciales, sino que se enfrentan de manera directa con las desiguales relaciones económicas y sociales y con sus titulares, las elites económicas y sus gobiernos. Ello no niega las otras luchas, sino que es capaz de englobarlas en el campo de los explotados y su emancipación. El papel de las mujeres en las protestas de calle y la organización popular de los barrios pobres, las reivindicaciones de los derechos de los pueblos indígenas, la movilización de grupos sexodiversos, las demandas ecológicas, se hacen cada vez más políticas y antisistémicas en tanto que son capaces de insertarse en la movilización general de los pobres y excluidos.

Finalmente, y sin pretender exhaustividad, los movimientos sociales se contentarían con la participación, entendida como la gestión por parte de sectores organizados de intereses particulares frente al viejo Estado socialdemócrata, considerado incompetente y paternalista. La participación, fórmula frecuentemente hermanada a la de movimientos sociales, relega la transformación social por prácticas de gestión de intereses particulares en ámbitos locales, lo que frecuentemente opera como medio para que el Estado deje de responsabilizarse de sus competencias, y sustituye la acción política por una lógica de la administración técnica de problemas sociales. De manera distinta, la movilización popular no se deja atrapar por mecanismos institucionales y prácticas de gestión sino para languidecer. Su forma es la recuperación, la interrupción, la apropiación, no la participación. Sustraerle al poder y al negocio espacios y procesos, restablecer la política expandiéndola, agregando nuevos ámbitos y demandas: la ocupación de tierra e inmuebles, el saqueo de bienes negados, el bloqueo en la calle, no a través del lobby institucional, de la medida injusta.

Los movimientos sociales, al menos en su recepción en los discursos hegemónicos, sustituyen la contradicción capital-trabajo, o la lucha entre lo popular y lo oligárquico, por la tensión entre sociedad civil y Estado, pero entendiendo ésta no en términos de emancipación y construcción de prácticas de democracia directa, sino como oposición entre política y administración. El papel que ha tenido el Estado como instrumento central de dominación de clase y comando de la economía (en tal sentido, el Estado rentista venezolano, al transferir la renta a manos de los capitales privados y garantizar el control de los sectores subalternos por la vía de estrategias clientelares, cumple una función análoga al Estado de Bienestar en las sociedades industriales), implica un alto grado de politización de las demandas sociales, que cobra forma en la organización política para controlar el Estado por parte de las distintas clases o en la lucha contra el Estado para lograr reivindicaciones colectivas o propugnar cambios societales. El programa neoliberal, en cambio, reduce el papel del Estado a pura maquinaria represiva (el Estado policial y las tácticas militarizadas que sustituyen las políticas clientelares y redistributivas en el control de los sectores excluidos), mientras que las esferas antes de su competencia se trastocan en «problemas sociales», desvinculados de sus condicionantes estructurales y vaciados de cualquier antagonismo de clase, cuya solución discurre por la vía de la administración de intereses particulares y la gestión técnica.

La noción de movimientos sociales parece adecuarse mejor, en el caso de Venezuela, a los procesos de organización que proceden de sectores medios y altos y en áreas residenciales de las grandes ciudades, que ocurren simultáneamente a la irrupción del nuevo sujeto popular. Asociaciones de vecinos y juntas de condominos, y algunas organizaciones no gubernamentales que primero nacieron para acompañar a éstas y luego fueron promovidas a través de planes de gobierno para gestionar políticas sociales focalizadas en grupos sociales excluidos, aparecen con fuerza desde finales de los 80 también como consecuencia del derrumbe de la representación política como medio de gobierno, pero oponiendo como alternativa un nuevo corporativismo que agrupa y gestiona intereses particulares, contando con la organización formal como mecanismo para movilizar recursos en esta dirección. Se articula en torno a este sector un discurso que, a través de la oposición entre un Estado intervencionista e ineficiente y una sociedad civil emprendedora y enérgica, servirá como legitimador del programa neoliberal durante la década de los 90 y más tarde, a partir del descalabro de los partidos políticos luego de las elecciones de 1998, como pivote fundamental de la oposición al proceso bolivariano. Si bien también contesta las viejas formas de representación política, su propósito es su sustitución por la participación en tanto gestión de intereses particulares y de ámbitos transferidos por el Estado.

La democracia de la calle y la revolución bolivariana.

La insurgencia, violenta e ingobernable, de este nuevo sujeto popular, da al traste con la democracia representativa. Pero, quizás por su propia naturaleza, no instala un modelo alternativo, no pasa del rechazo masivo y global. La movilización popular bloquea una y otra vez los intentos de reacomodo del bloque dominante: se paralizan las privatizaciones de los servicios públicos y de las empresas estatales, se revierte el aumento del precio de la gasolina, la reforma laboral tarda casi una década en completarse, el gobierno no puede realizar los recortes del «gasto social» que se había propuesto frente a la generalización de los conflictos y las demandas, etc. Pero a la vez, la movilización popular no hace prosperar una alternativa viable que permita superar el agotamiento del modelo por un camino distinto a la receta neoliberal. Su respuesta es la resistencia, el bloqueo, la invención de espacios efímeramente liberados y prácticas que desafían la dominación, pero no un nuevo orden.

Se produce desde principios de la década de los 90 un equilibrio inestable en que, ante la doble crisis del modelo rentista y de la democracia representativa, ni los de arriba pueden imponer su solución ni los de abajo tienen una alternativa más allá de deshacer los intentos de las elites. En este contexto primero insurgen, en 1992, los militares progresistas, y 6 años después triunfa en las elecciones presidenciales su principal líder, el Teniente Coronel Hugo Chávez Frías, y así terminan resolviendo a favor del bloque popular la situación de estancamiento.

El proyecto que enarbolan estos nuevos actores se reduce a una consigna tan simple como potente: la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que echará las bases de una nueva república (la Quinta República, según una periodización que incluye los tres intentos republicanos durante la guerra de independencia, y la cuarta república, que habría traicionado el programa de Bolívar e instalado un gobierno de las oligarquías). El llamado a una Constituyente nace a partir del primer levantamiento militar, en febrero de 1992, orquestado tanto por intelectuales de izquierda como por sectores del movimiento popular. Rápidamente es asumido por los militares insurgentes, y luego como elemento central del programa del candidato Chávez.

Puede causar sorpresa que en un país con altas tasas de desempleo, exclusión, pobreza y desigualdad, los pobres hayan sido movilizados por una oferta tan abstracta como una Constituyente, pero esto justamente da cuentas de la naturaleza de la movilización popular. Por un lado, su carácter centralmente político. Sus demandas no se reducen a mejoras particulares o reformas parciales, sino que busca una transformación radical del orden de cosas, y esto era lo que la Constituyente ofrecía. Por el otro, la Constituyente se propone como un proceso popular y desde abajo, que reconozca e incorpore a todos los actores populares, abriéndose como un gran espacio de debate y movilización para refundar el país e interpelar al poder. En realidad, la oferta electoral y el programa de Chávez no es ni redistribucionista ni justiciero, es de movilización, inclusión y reconocimiento político del sujeto popular que había irrumpido una década antes.

Desde el inicio de sus deliberaciones, la Asamblea Nacional Constituyente es capaz de generar una amplia dinámica de participación popular, de debate político en las bases, e instala -más allá de su funcionamiento formal, que culmina en diciembre de 1999- una nueva codificación de la oposición entre movilización popular y elites políticas, ahora en términos del antagonismo entre poder constituido y poder constituyente.

El periodo que se abre con la llegada de Chávez al gobierno, en febrero de 1999, y que se prolonga al menos hasta el año 2005, luego de su victoria en el referéndum revocatorio, estará marcado por una intensa movilización popular, que interpela permanentemente toda forma de representación y delegación del poder (incluso las propias instancias de dirección y de gobierno). Chávez es visto justamente, y de manera paradójica, como una negación de esta delegación: el comandante para no tener jefe alguno, el caudillo como condición para la autodeterminación. Con Chávez gobierna el pueblo, reza una consigna de ese entonces.

Durante este tiempo, la acción política de masas tendrá un carácter claramente contra-institucional, contestatario, y su programa parece ser el de la auto-afirmación. Junto con un vivo debate político de calle, que llega a su cenit durante la Asamblea Nacional Constituyente que sesiona durante 1999, se privilegia la acción directa, a través de protestas callejeras, copamiento de instituciones, tomas de fábricas, de tierras y edificios, o acciones contra intentos desestabilizadores. La inesperada movilización del 12 y 13 de abril de 2002, que dio al traste en menos de 48 horas con un golpe de Estado reaccionario, o las movilizaciones autoconvocadas que lograron derrotar el paro patronal de diciembre de ese mismo año, son una muestra tanto del poderío de la movilización popular, pues en cada ocasión se bastó a sí misma para desarticular los intentos desestabilizadores, como de su autonomía frente a las instancias que se pretendían como dirección política del proceso popular, que habían perdido toda iniciativa o jugaban explícitamente a la desmovilización durante estas jornadas.

Principalmente a partir de 2002 se impulsan desde el gobierno distintos mecanismos para regularizar la participación popular, que hasta entonces discurría por cauces más bien aluvionales y tumultuosos. Las instancias más relevantes de participación popular, que surgen en los momentos de aguda confrontación política o luego de conjurados, pueden ser entendidas como resultado de los avances populares. A toda situación de crisis, sorteada por la movilización popular, le sigue el reconocimiento de formas de participación y transferencia de poder. Así, las Mesas Técnicas de Agua (mecanismo de cogestión del servicio de agua entre el gobierno y las comunidades populares que no cuentan con éste de manera regular) y las cooperativas, como medio de participación en la producción y la actividad económica, surgen durante los dos primeros años de gobierno. Luego de la primera huelga patronal, a fines del 2001, aparecen los Círculos Bolivarianos, y a principios del 2002 los Comités de Tierra Urbana (organización de barrios populares para la regularización integral de los mismos). Luego del golpe de Estado y el paro patronal del 2002, se desarrollan la Misión Barrio Adentro (atención primaria en salud) y las Misiones educativas. Las Misiones son mecanismos de participación que, partiendo de la organización de los sectores excluidos y en articulación con las políticas de Estado, se proponen superar el bloqueo de acceso de las mayorías a condiciones básicas de vida, como la salud y la educación.

Pero además de implicar reconocimiento y transferencia de poder a los sectores de base, estas propuestas también son utilizadas como medios para el encuadramiento de la movilización popular, que había resultado tan ingobernable como eficaz en la lucha política. El mismo impulso avasallante de la muchedumbre movilizada, que había desbaratado golpes y conspiraciones, resulta para las nuevas elites políticas una fuerza incómoda que debía ser domesticada. Pero estos intentos de encuadramiento resultan infructuosos, en parte probablemente por la experiencia de poder experimentada por las masas movilizadas, que las hacían refractarias a cualquier intento de sujeción, y en parte por las paradojas del propio discurso gubernamental, en particular el del presidente Chávez, que por una lado llama al orden y a la disciplina, mientras exhorta al mismo tiempo a la insumisión y a la rebeldía. Esta tensión entre un poder popular impetuoso e indócil -pero que siempre tiene a Chávez como su enseña-, nacido de las luchas callejeras de febrero de 1989, y una participación finalmente funcional a la nueva burocracia estatal, entre el impulso revolucionario y su posible Termidor, atraviesa estos últimos años del proceso bolivariano.

De la turba a los Consejos Comunales

En 2003 se crean los Consejos Locales de Planificación Pública (CLPP), figura prevista en la Constitución de 1999. Aunque su impacto en la vida política popular fue reducido, y el interés que en un principio despertó se desvaneció rápidamente, su mención es importante para entender los cambios de tácticas en la relación entre gobierno y el sujeto popular.

Esta modalidad de participación es una versión del presupuesto participativo, instrumento que, luego de experiencias locales en Brasil, se ha extendido a gobiernos de todo signo ideológico. Sin embargo, en el contexto político venezolano, supuso un cambio significativo en las modalidades de participación popular. Si las anteriores figuras de participación implicaban, al menos retóricamente, el reconocimiento de poder de definición sobre la gestión por parte de las bases populares, no excluían necesariamente el conflicto. Por el contrario, lo potenciaban dentro del terreno institucional. La participación comportaba una pérdida de poder para alguna de las partes involucradas, y esto significó con frecuencia álgidos conflictos entre las instancias gubernamentales y los actores populares a que se les abrían espacios. Era habitual protestas de las cooperativas contra los organismos que las contrataban exigiendo mejoras o enfrentando intentos de tercerización encubiertos. En el caso de los Comités de Tierra, podían estar un día sentados con los responsables de la políticas de vivienda, y al otro manifestándose en la calle contra estas mismas políticas, sin que que tal contraste supusiera una contradicción.

Pero con los CLPP esta tensión se resuelve a favor de la institucionalización de la participación. Además del hecho de que los participantes fueron electos por un número pequeño de activistas (un requisito era formar parte de una organización formal, dejando de lado la práctica de asamblea abierta que hasta ahora había prevalecido), la actividad en los CLPP se redujo a presentar proyectos para su aprobación en el presupuesto ordinario del municipio, lo que estimuló el conflicto entre comunidades que competían por los recursos y las prácticas clientelares y burocráticas para lograr el favoritismo de los decisores institucionales.

Una de las principales limitaciones de los CLPP, advertida tempranamente, era la participación de segundo grado, que concentraba el poder en delegados cuya comunicación con las bases populares era escasa. A la vez, su competencia reducida a la elaboración del presupuesto local, cuando la cultura institucional venezolana es prolífica en manejos discrecionales de recursos extraordinarios, le restaron significación y eficacia política.

Dos años más tarde se crean, por vía de Ley, los Consejos Comunales, como un intento de superar las limitaciones de los Consejos Locales de Planificación Pública a través de la creación de instancias territoriales de base, que formulan y ejecutan planes y proyectos locales. Pero su calado es aun más relevante. Los Consejos Comunales, cuyo nacimiento coinciden con la declaración del carácter socialista de la revolución bolivariana, se entienden como un esfuerzo por construir una democracia consejista y una nueva arquitectura estatal que descanse en órganos del poder popular. La propuesta prende rápidamente y se crean decenas de miles de Consejos Comunales por todo el país.

Como ya hemos sugerido, desde la convocatoria a una Constituyente o la definición constitucional del régimen político como una democracia participativa y protagónica, hasta las distintas figuras de cogestión y participación, la construcción de formas de democracia que superen el esquema de la representación y promuevan el autogobierno y la participación popular en el ejercicio del gobierno, ha sido parte del programa bolivariano desde los inicios del gobierno chavista, por lo que la institución de un mecanismo de participación y poder popular como los Consejos Comunales, sería una consecuencia necesaria y esperada.

En efecto, los Consejos Comunales pueden ser entendidos como resultado de un proceso de acumulación y ampliación de prácticas y contenidos de democracia desde abajo, así como de radicalización democrática del proceso político venezolano, desde la contestación anti-neoliberal hasta la asunción del horizonte socialista. En tal sentido, suponen un salto, en calidad y cantidad, de los procesos de participación popular. Pero por otra parte, en tanto que su génesis se encuentra en una iniciativa estatal, en un momento en que se culmina la recomposición de la capacidad de comando del Estado como consecuencia de la derrota política de la derecha y del aumento de las arcas fiscales, más que en un proceso de auto-organización, han potenciado también el riesgo de institucionalización y administración de la movilización popular.

Algunos rasgos que se han sido acentuado en la implementación de los Consejos Comunales (tanto en algunas de sus definiciones, en la forma en que se constituyen muchos de ellos, digitados por distintas instituciones frecuentemente con el claro interés de mantener un control sobre los mismos, así como también en el tipo de relaciones que se han favorecido desde el Estado) contribuyen a este último efecto. Por una parte, se enfatiza en su papel en la gestión local, comunal, con poca -o ninguna- participación en la definición de políticas públicas o asuntos que trasciendan de su ámbito cercano. Aun en este contexto, la tarea que fundamentalmente han cumplido los Consejos Comunales ha sido la de formular y ejecutar, por vía de transferencia de recursos estatales, proyectos para mejoras locales. Esto ha implicado la reducción del ámbito de participación al reducido espacio social de la comunidad, desvinculándose de procesos más globales y estructurales, y a una labor de gestión, intermediando entre el Estado, que aprueba los proyectos y transfiere los recursos, y la comunidad. Pero adicionalmente, la búsqueda de recursos para mejorar condiciones de vida local contribuye a la competencia y aislamiento entre los distintos Consejos, que pugnan entre sí por la aprobación de sus proyectos, favoreciendo una relación clientelar con el Estado y de desagregación de las demandas en iniciativas estrictamente locales.

Por otra parte, a diferencia de otras experiencias consejistas en la historia, que nacen con un marcado carácter de clase, bien porque su lugar de desarrollo es la fábrica, o por contar en su dirección a los trabajadores organizados, los Consejos Comunales privilegian como contexto el territorio y como sujeto a la comunidad, muchas veces velando el carácter de clases de las contradicciones y, en consecuencia, de la lucha por el poder. Las experiencias consejistas que se desarrollan dentro de las empresas, o que tienen a la clase obrera como sujeto fundamental, responderían a una comprensión histórica de que es la disputa por las relaciones de producción la base del poder político. Si bien podríamos conceder que la producción, al menos la producción fabril, ya no sería el centro ni de la dominación ni de la lucha de clases, y así lo indicaría que el sujeto de los cambios recientes en Venezuela no sean los obreros industriales, habría que preguntarse si este papel lo juega ahora la comunidad, y si las relaciones de dominación, y la posibilidad de sustituirlas por relaciones democráticas y de poder desde abajo, se expresan principalmente en territorios acotados. En otras palabras, si es la comunidad, desagregada en demandas locales, y sus relaciones, la fuente objetiva de una forma de poder que le otorgue a los de abajo la soberanía y dirección de la sociedad en su conjunto.

En la práctica, un número significativo de experiencias de Consejos Comunales limitan su actividad a la gestión frente al Estado y administración de recursos frente a sus bases. Por supuesto no es posible negar los avances significativos que aún tan restringida labor implica en el mejoramiento de las condiciones de vida, especialmente en comunidades tradicionalmente excluidas, así como en el desarrollo de aprendizaje y capacidades locales, en una suerte de efecto «propedéutico» que permite la acumulación de experiencias que cualifican a los actores locales para plantearse desafíos de otra naturaleza. Pero en general, sin desconocer numerosas e importantes excepciones, se ha impuesto un proceso de apaciguamiento, desmovilización y despolitización del ejercicio del poder popular, en tanto que se le desvincula de los intereses de clase y de su articulación en proyectos generales, condición de la politización. Se pasa de la movilización a la gestión, del conflicto con el Estado al asistencialismo, del protagonismo popular a la subordinación.

Es una especie común de la oposición y de sus medios, demonizar a los Consejos Comunales por su supuesto control e instrumentalización por parte del gobierno y sus afines, implicando en consecuencia una amenaza para el pluralismo y la democracia. Este tipo de afirmaciones no sólo son falsas (por su propia naturaleza los Consejos Comunales convocan a distintos actores de la comunidad, incluyendo a opositores, y en áreas de clases medias y altas son hegemonizados por sectores antichavistas), sino que encubren el verdadero riesgo para la democracia (aunque en un sentido completamente opuesto al que pretende la oposición) que por el predominio de determinado tipo de relación con los Consejos Comunales, y en general con las distintas expresiones y formas de participación popular, se juega en estos momentos en Venezuela. Más que el peligro de su instrumentalización política, sería en buena medida lo contrario: su despolitización, el vaciamiento de su valor revolucionario y transformador, el predominio de un tipo de relación entre pueblo y Estado en que prima el asistencialismo y las prácticas gestoras. Paradójicamente, lo realmente amenazado, y esto estaría relacionado con los magros resultados en las últimas citas electorales, es el propio proyecto chavista, fundado y sostenido por la permanente movilización popular2.

La comunidad como sujeto del poder popular.

¿Es la comunidad una categoría que potencie la democracia desde abajo, tal como se ha instalado en el discurso político en los últimos años?

La noción de comunidad cuenta con una amplia solera en el debate sociológico occidental. Tanto en el socialismo utópico como en las tempranas elaboraciones de las ciencias sociales, la comunidad es vista de manera nostálgica o como crítica al individualismo de la sociedad moderna. Por otro lado, en América Latina, la comunidad se convierte en un constructo político de primer orden de importancia en el desafío de la construcción del Estado nación homogeneizante y racista, en las tradiciones campesinas, indígenas y en los programas políticos beben de estas tradiciones, como el katarismo en el altiplano boliviano y el zapatismo en los pueblos indígenas de Chiapas.

Sin embargo, la recepción reciente de la comunidad en América Latina no proviene de estas fuentes, sino del influjo de los discursos conservadores que nacieron de gobiernos neoliberales en los países centrales. En ellos el nuevo comunitarismo ofrece una alternativa ideológica eficaz tanto a los discursos universales centrados en la ciudadanía, propios de las posturas socialdemócratas recién desalojadas del poder, y al discurso de las clases sociales de las posturas más a la izquierda. La comunidad se opone a cualquier universalismo, para despolitizar y restar legitimidad a las demandas universales propias del Estado de bienestar o a programas políticos que pretendieran la transformación de la estructura social.

En tal sentido, la noción de comunidad como sujeto, al menos como se tramita en los programas políticos tanto neoliberales como progresistas dominantes en el continente, es insensible a las diferencias de clases. No hay ninguna diferencia entre una comunidad excluida, que lucha por acceder a bienes y servicios básicos negados, y una comunidad de clase media que se organiza para, por ejemplo, defenderse de los extraños y mejorar la seguridad. La noción de comunidad despolitiza, disolviendo las demandas políticas, universales por naturaleza, en demandas particulares, susceptibles de gestión sin alterar las relaciones de poder y dominio. La comunidad desmoviliza: en comunidades excluidas y empobrecidas, el énfasis en lo local encubre las determinantes de su condición, de naturaleza sistémica, y por ello extra-local. Finalmente, la centralidad de la comunidad en la gestión política promueve prácticas y valores conservadores, pues la primacía de los intereses del grupo local conduce a mirar con recelo a los «extraños», así sean de la misma clase social.

No se trata de desconocer la importancia de los procesos comunitarios en el continente, ni la potencia transformadora de la forma comunidad3, en tanto ámbito en que se incuban nuevas relaciones sociales basadas en la solidaridad y la equidad, sino de advertir sobre los riesgos que una recepción acrítica del concepto puede acarrear para el ejercicio político. No es casual que la retórica de la comunidad esté presente por igual en procesos como el venezolano y en el discurso oficial del gobierno colombiano.

El protagonismo popular en Venezuela: desafíos y amenazas.

A partir de la derrota política del bloque reaccionario en el referéndum de 2004, y de la recuperación del papel del Estado en la economía, con la renacionalización de la industria petrolera en 2003 y el incremento de los ingresos fiscales en los años subsiguientes, se culmina la derrota del proyecto neoliberal que se había iniciado en 1989. El resultado es el fortalecimiento de la capacidad reguladora, productiva y redistributiva del Estado. Sin embargo, una vez derrotado el neoliberalismo, el riesgo pasa a ser el remozamiento del capitalismo de Estado, fórmula vigente en Venezuela al menos desde 1958 hasta los años 80, soportado en el papel del Estado en la apropiación y distribución de la renta petrolera. Esto implica el surgimiento de nuevas elites económicas al amparo de la inversión estatal, pero también reconducir y refrenar la movilización popular, evitando así que ponga en peligro el nuevo cuadro de dominación.

Así, la recomposición del Estado y el reacomodo del bloque dominante con la emergencia de nuevas elites ha sido correlativo a los esfuerzos por reducir el protagonismo popular, sustituyendo la movilización por el encuadramiento institucional de la participación, y el ejercicio del poder desde abajo por prácticas clientelares y asistencialistas. Se trataría de sustituir la redistribución del poder por la redistribución de la renta. Vaciar la participación popular de cualquier signo inquietante, de cualquier potencia transformadora, reducirla a la pura gestión despolitizada que no interpele al Estado y a los nuevos grupos de poder.

El socialismo no es sólo redistribución. Implica soberanía popular, el control efectivo por parte del pueblo del proceso de producción social. Si el poder popular no es poder para transformar las relaciones que excluyen del ejercicio de la soberanía, si se reduce únicamente a la negociación de prebendas, a la gestión de recursos, y no deviene práctica transformadora, capaz de subvertir las relaciones de dominación y de apropiación privada de la producción social, sea en sus modalidades pasadas o en sus nuevas expresiones, entonces no es verdaderamente poder popular, acaso administración más o menos benévola.

Por supuesto ésta no es una situación definida y clausurada. A la par de las tendencias dirigidas a la cooptación, reconducción y administración del ejercicio del poder popular, cobran fuerza prácticas de signo contrario. La aparición de experiencias aún incipientes de control obrero en empresas estatales, en que el problema del poder se juega en la confrontación entre los trabajadores y el patrón, aquí bajo la figura del Estado-patrón, los signos de desgaste del esquema asistencialista y la subsecuente movilización de Consejos Comunales y otros sectores antes desmovilizados, son evidencias de que se trata de un campo abierto lleno de tensiones y conflictos, y no de una situación irreversible. Los procesos recientes de construcción de comunas, a partir de la agregación de Consejos Comunales y ámbitos territoriales, a las que se les atribuyen competencias legislativas, económicas y ejecutivas, abre un espacio para superar los riesgos del localismo y la gestión. Los distintos esfuerzos unitarios que actualmente florecen, que permiten la articulación de sectores y demandas sociales antes dispersos, a la vez que incrementan su capacidad de movilización, o la intensificación en los últimos meses de luchas sectoriales pero con un intenso carácter político y de clases, como las movilizaciones campesinas, las luchas urbanas, las tomas de tierra e inmuebles, las protestas obreras, hablan de la vitalidad del protagonismo popular y de su potencialidad para ejercer, a través de distintas tácticas, formas de soberanía y autogobierno. El propio presidente Chávez ha insistido recientemente en la necesidad de repolitizar y removilizar a las bases populares, exhortando a la interpelación popular de las instancias de gobierno, para evitar su burocratización.

¿Cómo evitar los riesgos de un Termidor que aniquile las fuerzas populares desatadas por la revolución bolivariana? La tensión entre la potencia constituyente que da lugar a la revolución, y la tentación de su institucionalización, reduciéndola y gobernándola, quizás sea una deriva de todo cambio revolucionario, sólo conjurado por la reactivación permanente de la capacidad creadora y subversiva del pueblo.

No creemos en respuestas ensayadas lejos de las prácticas en que se producen las preguntas, y mucho más cuando se trata de procesos inéditos como el nuestro. Es al fragor de las luchas populares, del enfrentamiento con la burocracia y la cooptación, en que se irán trillando los caminos. En todo caso, se trataría de impulsar un proceso sostenido que permita la ampliación de la democracia y del poder desde abajo, desafiando los límites que intenten imponérsele. Esto pasa, al menos en el caso venezolano, por saber alternar la negociación y el conflicto con las instituciones del Estado, con la acumulación de experiencias y capacidades autogestionarias.

Al mismo tiempo, exige construir intereses generales, organización colectiva del poder, prescindiendo de la representación y de cualquier forma que expropie al pueblo de su soberanía. Esto requiere la repolitización de los procesos y la lucha, asumiendo la perspectiva de clases. La sociedad venezolana sigue siendo una sociedad capitalista, ahora con el riesgo de revestirse de la forma de capitalismo de Estado. El fortalecimiento de la democracia desde abajo pasa entonces por adoptar por parte de las luchas y las prácticas populares, el punto de vista de las clases explotadas, tanto en los intereses que se enarbolen, en los procesos de unidad que se construyan y en la acción política capaz de apuntar a las condiciones que permiten la reproducción de este carácter capitalista y que definen, a fin de cuentas, quién detenta el poder real.

1 Este texto fue escrito en marzo de 2011. Aunque este último año diversas circunstancias y acontecimientos podrían suponer nuevos elementos en la coyuntura política venezolana y la valoración del momento de la revolución bolivariana (elecciones presidenciales de octubre, enfermedad del presidente Chávez, nacimiento del gran Polo Patriótico como espacio unitario, aunque con serias amenazas de ser tutelado desde las instancias burocráticas, del movimiento popular), en términos generales los rasgos y tendencias que aquí se analizan tienen plena vigencia.

2 Un rasgo distintivo del proceso bolivariano, posiblemente común a la de los otros países en que han llegado gobiernos populares por la vía electoral, es su permanente «prueba» en las urnas electorales, que le otorga un carácter «plebiscitario» continuado, que sólo puede ser sostenido en una intensa movilización popular. A la vez hace que las elecciones se conviertan en un momento de alta politización y movilización popular, a diferencia de otros países, en que tradicionalmente las elecciones servirían para desmovilizar y despolitizar.

3 García Linera, Álvaro (sin fecha) La Potencia Plebeya. Acción colectiva e identidades indígenas, obreras y populares en Bolivia. Instituto Internacional de Integración del Convenio Andrés Bello, La Paz, Bolivia.

* Andrés Antillano es Activista social. Militante del Movimiento de Pobladores y de los Comités de Tierra Urbana.