A los pueblos hay que animarlos con creencias e ideas de esperanza de su mejor bienestar, para lo que se ponen bien. Si se les da un caramelito, aún mejor, y si en medio de la alegría espoleada, que crea cierta nubosidad en el pensamiento, se añade la matización al oído, reforzando una valoración aún […]
A los pueblos hay que animarlos con creencias e ideas de esperanza de su mejor bienestar, para lo que se ponen bien. Si se les da un caramelito, aún mejor, y si en medio de la alegría espoleada, que crea cierta nubosidad en el pensamiento, se añade la matización al oído, reforzando una valoración aún más favorable, entonces incluso se pueden conseguir mayorías de adhesión y entrar felices y contentos en lo que luego se descubre que no era lo que se pensaba el pueblo: la Unión Europea.
Pasamos veinte años de alegría y ahora vamos pasando ya unos cuantos de tristeza: los primeros de incredulidad de la crisis y, ya mismo, encaminándonos hacia los seis millones de parados y el malvivir a muchas familias, sin sentir el clamor contra esta situación, contra la de Grecia (con toda la serie de sacrificios hechos por la población) ni contra la de Portugal (en huelga general y gran enfado en la calle). La Europa soñada era, para muchos, la de los trabajadores, ahora van viendo claro que será la del paro, la del trabajo miserable, la de la indefensión de los débiles frente a los fuertes. No se lo esperaban.
La Unión Europea actualmente tiene grietas diversas, que ponen de manifiesto que , a pesar de haber penetrado el capital de las p rincipales empresas o negocios en todos los Estados miembros, en un grado u otro, y aumentado sus mercados, los más fuertes no han podido todavía conseguir lo que les iría bien: desmontar las fronteras y acabar de abaratar sus costes en nombre de la libre circulación del capital, de las mercancías y de los trab ajadores (que en los tratados digan personas, más que un detallito de buena educación, es una conveniencia sectorial: el turismo).
A lo largo de la historia , las cosas se invierten: lo que era útil en un período, deja de serlo en otro, aquel que fue imperio en un siglo, pasa a ser un pobre país con los años. Lo que podía convenir con nosotros para llegar a una idílica Unión Europea, quizás ha i do más lejos de lo conveniente p a r a los intereses de la mayoría de la gente. Encaminados (nos conduce muy directamente la última reforma laboral por la vía de hundir la demanda) hacia los seis millones de parado, de los 24,3 millones que tiene la Unión de los 27 estados , o los 16,9 que tiene la zona euro, no podemos dejarnos imponer aquello que le conviene a Alemania, mientras el resto aplaude o calla.
Fernando G. Jaén es Profesor Titular del Departamento de Economía y Empresa de la UVIC.
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