La persecución ideológica que sufrió Fabián Harari por parte de las autoridades de CONICET ha provocado un debate no sólo sobre la política científica del gobierno, sino sobre los criterios que el organismo estatal emplea para juzgar a los investigadores. En este artículo Eduardo Grüner reflexiona sobre los prejuicios que subyacen al trabajo de los investigadores ligados al régimen y cuestiona su criterio de objetividad.
Hace ya un largo par de décadas, Samir Amin tradujo el vocablo globalización -que empezaba a ponerse de moda- por el enunciado «mundialización de la ley del valor del capital». Con ello pretendía señalar que con la caída de los «socialismos reales», se había producido la unificación y totalización de esa lógica íntima del sistema capitalista ahora mundialmente triunfante. No es una mera cuestión económica: la «totalización» es, efectivamente, total, afectando con esa «lógica íntima» a todas las «esferas de la experiencia», como ya lo había analizado alguien muy poco sospechoso de anticapitalismo -pero un intelectual lúcido y honesto-, a saber Max Weber. Weber, se recordará, había acuñado la metáfora de la «jaula de hierro» para aludir al hecho de que si bien la modernidad burguesa había provocado la fragmentación de las «esferas de la experiencia social» (allí donde las sociedades «pre-modernas» o «arcaicas» las mantenían mucho más férreamente unidas), todas esas esferas de experiencia -de la economía a la religión, de la política a la ciencia- estaban subterráneamente comandadas por la misma lógica de funcionamiento: la de la racionalidad formal, o racionalidad con arreglo a fines, o racionalidad del cálculo (Weber usa estas expresiones de manera más o menos equivalente), característica de la modernidad burguesa, y cuya matriz modélica es la de la empresa capitalista. En este «modelo» -que Weber opone a lo que llama racionalidad sustancial, o con «arreglo a valores»- se considera «racional» el tipo de acción que encuentra los fines más eficaces (o más eficientes, económicos, rápidos, rendidores, etcétera) para lograr los fines que la acción se ha propuesto, con completa independencia de los valores -éticos, políticos, ideológicos, religiosos o lo que fuere- que pudieran estar en juego. Por poner un ejemplo (no tan) absurdo: si me propongo asesinar a alguien y me doy los medios más eficaces para hacerlo sin que me descubran, mi acción habrá sido plenamente racional. Tiempo después, la Escuela de Frankfurt (en particular Theodor W. Adorno y Max Horkheimer) adoptarían la oposición weberiana a su manera (informada por las obras de Marx y Freud, entre otros) bajo los nombres de racionalidad instrumental -para la «formal»- y racionalidad material -para la «sustancial»-. La racionalidad instrumental, absolutamente hegemónica en lo que Meszáros llamaría el sociometabolismo del Capital, y con más razón en la época de su «mundialización», abarca a las formas de praxis que contribuyan directa o indirectamente a la reproducción del sistema, una vez más independientemente de los valores «materiales» -en el sentido de sustantivos -, que no entran en la consideración de lo «racional».
Aunque parezca a primera vista un «exceso» -pero ya sabemos que lo «excesivo» es muchas veces tan sólo un ejemplo extremo de la normalidad de un sistema- todo lo anterior puede constituir un marco de análisis pertinente para juzgar los «criterios de evaluación» de los organismos (estatales o privados) financiadores de proyectos de investigación científica. También ellos -como todas las esferas de la praxis, según mostraban Weber o los frankfurtianos- están sometidos al imperio mundializado de la racionalidad instrumental; y lo están obedeciendo no a una lógica abstracta y eterna, sino -como no podría ser de otra manera- a la que corresponda a un modo de producción históricamente determinado. Decir esto parece una vulgaridad o un reduccionismo, pero conviene mantenerlo como horizonte siempre presente, para no caer irreflexivamente en reduccionismos mucho más vulgares (y por cierto mucho más dañinos): por ejemplo, el de que la «ciencia» es una suerte de platónico topos uranos de espiritualidad incontaminada por el «barro y la sangre» de la historia, la política, las formas ideológicas dominantes. No es necesario abrevar en paranoias conspirativistas, ni adjudicar malas intenciones conscientes a las subjetividades particulares, para advertir que la «esfera de la experiencia» de la investigación científica -en la modernidad burguesa inseparable de sus aplicaciones inmediatamente tecnológicas que son indispensables para la reproducción del sistema (esa metafísica de la técnica de la que hablaba otro insospechable de «izquierdismos» como Heidegger)- , la investigación científica, decíamos, está plenamente sometida a la lógica de la racionalidad instrumental. Los criterios de evaluación de los organismos de investigación tienen que someterse a esa lógica, tienen que contribuir lo más «racionalmente» que sean capaces a las estructuras técnicas de acumulación y reproducción del sistema. Esta «obligación» no los disculpa en modo alguno, pues podrían no hacerlo, o introducir formas de «resistencia» intersticial en las hendijas de cierta relativa autonomía que sus formas específicas de praxis podrían conservar entre los barrotes de la «jaula de hierro» (como sucede con mayor frecuencia en la Universidad, por ejemplo). Difícilmente lo hacen. En general, lo que preservan, por el contrario, es la subordinación a la racionalidad instrumental, técnico-formal, cuya funcionalidad para la reproducción del sistema es revestida de los oropeles de una presunta «objetividad científica» que quisiera presentarse como un producto de laboratorio químicamente puro, como si la ciencia (y con mayor razón la «técnica» en sentido estrecho) no tuviera historia, o no perteneciera, en tanto praxis social con sus propias normas, a las lógicas de la sociedad que la ha producido, con sus igual de propias contradicciones y conflictos. Para lo cual no hace siquiera falta referirse a la sofisticada teoría de los paradigmas kuhnianos: basta recordar lo que le sucedió al pobre Galileo, entre tantos otros.
No se trata de rasgarse ingenuamente las vestiduras: en tanto el sistema sea lo que es y no sea transformado, todos nos vemos forzados a trabajar de una u otra manera para su reproducción, y bajo ciertos parámetros impuestos. Pero no es lo mismo saberlo, y procurar ofrecer todas las «resistencias» y diferencias que nos sean posibles, que des-conocerlo (lo cual no es lo mismo que «ignorarlo»), y pretender que la investigación es una práctica sublime de universalidad angelical. Es decir, precisamente, renunciar a aquellos intersticios que aún dentro del sistema dominante permitirían problematizar los criterios evaluativos y las metodologías, antes que darlos por sentado como si fueran un «sentido común» inapelable. Todo lo cual se agrava gravemente -valga la expresión- cuando en nombre de ese sentido común de la «objetividad» se recusan proyectos, metodologías o perspectivas con el argumento de que una investigación abordada desde una perspectiva «militante», «comprometida» o «polémica» perdería la sacrosanta «objetividad». Aparte de ser obviamente preocupante como posicionamiento, digamos, ideológico, semejante objeción revela precisamente lo contrario de lo que intenta demostrar: es decir, una completa ausencia de auténtica complejidad epistemológica y teórica. Ya el solo hecho de pretender que en el campo de las ciencias -¡y tan luego el de las humanas y/o sociales!- no haya posiciones «polémicas» es desopilante. Y ello sin mencionar que en las propias ciencias llamadas «duras» (que aparecen como el modelo a seguir por las «blandas», según la hegemonía básicamente positivista que corresponde a la centralidad tecno-económica de la racionalidad instrumental tardocapitalista) hace ya décadas y décadas que se admite que la «posición» del investigador altera a veces decisivamente la observación y análisis del fenómeno. Más bien al revés, uno podría pensar que justamente la conciencia de esa «posición» por parte del investigador, y el hecho de que la haga explícita, es la única posible garantía de «objetividad» (si se la quiere seguir llamando así), además de constituir una mínima honestidad intelectual exigible. Y permítasenos, yendo al límite, enunciar lo que podría parecer una boutade provocadora: un investigador «polémico», «comprometido», «militante», es casi por definición alguien interesado en la transformación de la realidad antes que en su reproducción; precisamente por eso, es el más interesado asimismo en su correcto y acabado conocimiento, pues mal podría transformarse lo que se ignora.
Los investigadores y los evaluadores saben esto perfectamente; si son investigadores y evaluadores rigurosos -como tenemos que suponer que lo son cuando están ocupando sus altos cargos- se han tenido que enfrentar constantemente a estos problemas. Sin embargo, muchas veces parece que actuaran bajo la lógica de esa operación ideológica por excelencia que Octave Mannoni, célebremente, denominaba Ya lo sé… pero aún así. Vale decir, una suerte de denegación más o menos (in)consciente de lo que su conciencia -también la «cognitiva»- les dicta. Pero lo que en el mejor de los casos podríamos llamar una cómoda des-problematización de las espinosas tensiones que son convocadas por las relaciones ciencia / política / sociedad / historia, es totalmente ineficaz para eliminar el problema: a la corta o a la larga, éste «retorna de lo reprimido», para hablar como los psicoanalistas (aunque, ya sabemos: el psicoanálisis no es una «ciencia», faltaba más).
Hay una categoría que otro «científico» acuñó hace ya un siglo y medio y que también resulta pertinente para hablar de todo esto: la de fetichismo de la mercancía. No es solo que ya nadie podría negar el carácter «mercantil» de la ciencia y la técnica en la modernidad capitalista: eso es casi una perogrullada. Sino que ese «fetichismo» se transforma en una manera de pensar: las metodologías de investigación y los criterios de evaluación operan como un equivalente general, abstracto, a cuyo lecho de Procusto se pretenden reducir todas las particularidades concretas del objeto de estudio -un «objeto», dicho sea de paso, que nunca preexiste «objetivamente» al estudio mismo, sino cuya construcción es una de las tareas centrales de la investigación-. Una vez más, esto no puede ser de otra manera cuando se parte de la base de que tales metodologías y criterios de la «racionalidad instrumental» no pueden someterse a «polémica», sino que han sido adquiridos de una vez para siempre. Como esto también es una perspectiva particular, una «posición», sólo que se desconoce a sí misma, la primera en sufrir sus consecuencias es casualmente la «objetividad científica».