El Estado esquivó su papel mientras la estupidez y la avaricia de la City se deslizaban hacia el robo. Cuando la crisis amaine, se hará necesaria una investigación. ¿Quiénes son? ¿Y dónde están ahora? Dijeron que no podía volver a suceder. Dijeron que eran los amos del universo. Se habían enseñoreado de la historia misma […]
El Estado esquivó su papel mientras la estupidez y la avaricia de la City se deslizaban hacia el robo. Cuando la crisis amaine, se hará necesaria una investigación.
¿Quiénes son? ¿Y dónde están ahora? Dijeron que no podía volver a suceder. Dijeron que eran los amos del universo. Se habían enseñoreado de la historia misma y tenían a ese astuto monstruo temblando a sus pies. Ya no habría más derrumbes ni más recesiones ni más auge y caída, sólo claros de luna y arco iris, y mermelada para la merienda.
Si los errores que han hundido a los mercados financieros mundiales los hubieran cometido los estadistas y hubiesen conducido a la guerra, habría muertos colgando de las farolas. Si los hubiesen cometido los generales, se habrían abierto el vientre sobre la espada. Si hubieran sido obra de jueces, o de cirujanos o expertos académicos, alguna estructura de sanción profesional se estaría poniendo en movimiento. Pero quienes son responsables de nuestras finanzas pueden volatilizarse en el bosque como gatos de Cheshire, dejando solo una mueca chapada en oro. Para ellos no hay tribunal de La Haya ni Comisión Hutton.(1) No se trata sólo de que se les dé bien deshacerse del riesgo: es que se deshacen de las culpas.
Estamos asistiendo a lo que los historiadores de las ideas llaman un cambio de paradigma. En el siglo pasado, las necesidades bélicas y el ascenso del socialismo impulsaron la intervención gubernamental llevándola a un primer plano. Cuando esto fracaso en los años 60 y 70, la «revolución de Reagan y Thatcher» volvió a poner el acento en la empresa privada y la desregulación. Esa época ha terminado con asombrosa brusquedad. Los gobiernos de Gran Bretaña y los Estados Unidos han estado nacionalizando y gastando el dinero público con un empeño que habría hecho sonrojarse a Attlee o Roosevelt.
A quienes estudiamos economía en los viejos tiempos nos enseñaron que los bancos debían ser oligopolios regulados, debido a que su papel en una economía capitalista era crucial. Se basaba en el sostenimiento de la confianza pública que sólo el gobierno, respaldado por el ciudadano en tanto que contribuyente, podía proporcionar. En Gran Bretaña, la banca comercial, la banca de inversión y las cajas mantenían una diferenciación legal, separadas por barreras que impedían una contaminación entrecruzada del género de la que provocó el crac del 29.
El libro de J.K. Galbraith sobre esa crisis es el Doctor Strangelove del holocausto financiero. Si alguna lección nos ofrece es que las depresiones no son obra de Dios sino que las causa la interacción del comportamiento corporativo y la regulación del Estado. Tampoco ocurre que el mercado se administre su propia disciplina. Comprender esto, escribió Galbraith, «es la mejor salvaguarda para que no vuelva a suceder».
Esas lecciones aprendidas de joven suelen quedarse bien grabadas. De ahí que recuerde el malestar que sentí cuando el «big bang»de 1986 derribó los muros de seguridad y permitió comerciar con riesgos y recompensas en todo el sector financiero. Se trataba de una reforma que se repitió con la supresión de la Ley Glass-Steagall, que había sido resultado de la Depresión.
Ese mismo nerviosismo saludó cada uno de las conmociones posteriores del sistema: el desplome de la vivienda en 1991, Lloyd´s de Londres, Barings, Enron, Northern Rock. En todas esas ocasiones nos aseguraron que se había aprendido una nueva lección. La regulación a la ligera funcionaba bien, aunque a veces los chicos son como son.
Queda ahora al descubierto la ingenuidad de todo ello. La clase política alentó a la ciudadanía a considerar como «derecho» la posesión de una vivienda; la propiedad se convirtió en el patrimonio engastado en oro del ciudadano. Los banqueros animaron a su personal a especular con el dinero de los depositantes premiándoles con enormes incentivos para mantener el rendimiento. Los encargados de salvaguardar los ahorros de los demás se comportaron, efectivamente, como ladrones. La pura avaricia hizo enloquecer a hombres y mujeres jóvenes. Ninguna autoridad pestañeó.
Al mismo tiempo, Gordon Brown «dio libertad» al Banco de Inglaterra para que fijase los tipos de interés. Me acuerdo de un comentarista que me confió que debería «saltar de alegría, pues tus hijos y nietos nunca tendrán ya que pasar por la inflación». Pues no, sólo se han quedado en el paro. Aquello fue una comedia. A lomos de la baja inflación, el Banco alimentó un auge del crédito que resultaba claramente vulnerable si aumentaban los precios y/o se hundían los créditos. Han ocurrido ambas cosas.
No hay tipo oficial de interés que sea «apolítico». El Banco se encuentra ahora presionado tanto para que recorte los tipos de interés a fin de impedir la recesión como para elevarlos, con todo, al objeto de evitar la inflación, pero no puede hacer ambas cosas. Puesto que sería una locura al modo de 1929 aumentar los tipos ahora mismo, Brown debe en efecto decirle al Banco que los reduzca modificando su objetivo de inflación. Se trata de una decisión patente y adecuadamente política.
No hay mercado perfecto. Los mercados precisan de regulación, lo mismo que las comunidades necesitan leyes. Pero como escribió Galbraith, de nuevo, los reguladores pueden iniciar su existencia «vigorosos, agresivos, evangélicos, hasta intolerantes», pero se ablandan con la edad y se convierten en «una rama de la industria que regulan, o se vuelven seniles».
Ignorar el peligro de las hipotecas al 125% o la cultura de incentivos de la City mostraba a la vez la penetración y la senilidad del sector. Lo primero era rapacidad de usureros y lo segundo, una obscenidad. Igual de distorsionados para unas finanzas sanas son los incentivos al final del año que deberían sencillamente prohibirse. Quienes tienen la responsabilidad de jugarse los ahorros de los demás deberían hacerlo sobre la base de un salario.
Aunque el thatcherismo ingenuo pueda haberse llevado una paliza, no hay razón para que el capitalismo proteste por la presencia del gobierno en un dominio que le es propio. No frenamos el poder del Estado cuando está en riesgo su seguridad, y tampoco deberíamos hacerlo cuando es la seguridad de la economía la que está amenazada.
El fenómeno más extraño de estos días ha sido la disposición a hacer valer el «riesgo moral», un concepto que el gobernador del Banco de Inglaterra considera que disuade de correr riesgos. Esto es absurdo. El desplome de Enron no disuadió a quienes en Lehman negociaban con derivados. La psicología del dinero no funciona así. Las víctimas de la crisis del crédito no son unos cuantos corredores de Bolsa asalvajados. Son todos ellos partícipes de la economía británica. No veo que tenga ningún sentido dejar que reviente Northern Rock, Lehman o cualquier otra institución a la que se le confían depósitos sólo para que los reguladores que han fracasado en su tarea se las den de machitos después de que suceda.
No es cuestión de fundirse el dinero de los contribuyentes en los peces gordos financieros. Con gusto haría detener y llevaría a juicio a todos aquellos cuya estupidez y avaricia está a punto de causar una indecible penuria a millones, si pudiera encontrar una ley que hubieran quebrantado. El Doctor Johnson andaba bastante errado cuando dijo que a un nombre «nunca se le emplea más inocentemente que al hacer dinero». Pero cuando se derrumba un edificio, no se liquida al arquitecto, se intenta que vuelva a construirlo de nuevo.
Apuntalar el crédito financiero es función enteramente del gobierno, algo que no ha cambiado desde el nacimiento del capital. Está claro que esto necesita una redefinición constante. Cuando termine esta saga debería convocarse un tribunal de investigación. Entonces podrán decirnos lo que hace falta arreglar y a quién señalar y pasar por las armas.
NOTA T. : (1) La Comisión Hutton, dirigida por el Lord del mismo nombre, se estableció en Gran Bretaña para aclarar las circunstancias de la muerte del Dr. David Kelly, un experto en armamento, que, según todos los indicios, se suicidó en julio de 2003. En septiembre de 2002, el gobierno británico había publicado un informe sobre las supuestas armas de destrucción masivas de Irak, alegando que podían desplegarse en 45 minutos. En mayo de 2003, un programa de la BBC hizo saber que el informe había sido deliberada y considerablemente manipulado para sembrar la alarma, y en julio Kelly apareció citado como fuente de dicha información. Dr Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, es el título de una celebre película de Stanley Kubrick, rodada en 1964 y titulada en España, ¿Teléfono rojo, volamos hacia Moscú? En ella, Peters Sellers interpretaba, entre otros, al personaje del Dr. Strangelove, científico de orígenes hitlerianos y demente partidario de la aniquilación atómica del enemigo, parodia a la vez de Herman Kahn, estratega termonuclear y el Dr. Braun, antiguo nazi autor de varios ingenios balísticos y espaciales norteamericanos en la postguerra.
Simon Jenkins es un periodista económico, columnista habitual del diario británico The Guardian.
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón