El repentino despropósito de que la Casa Blanca declare emergencia nacional alegando que la seguridad y la política exterior de su país están amenazadas por Venezuela, ha causado una coyuntura inaudita. Semejante argumento ofende la sensibilidad y la inteligencia de millones de latinoamericanos y abochorna a millares de ciudadanos pensantes en Estados Unidos. De nada […]
El repentino despropósito de que la Casa Blanca declare emergencia nacional alegando que la seguridad y la política exterior de su país están amenazadas por Venezuela, ha causado una coyuntura inaudita. Semejante argumento ofende la sensibilidad y la inteligencia de millones de latinoamericanos y abochorna a millares de ciudadanos pensantes en Estados Unidos. De nada vale la mojigata explicación de que con tal iniciativa se cumple un requisito legal norteamericano. No por eso deja de ser una torpeza que vuelve a dejar mal parado al presidente Obama, también ante sus asociados europeos, que rápidamente se han distanciado de ese discurso y sus inevitables consecuencias.
El contexto de este malpaso estadunidense es la contraofensiva que la derecha venía empujando en América Latina por medio de un puñado de viejos y nuevos métodos. Estos coinciden en desacreditar gobiernos legítimamente electos para derrocarlos de una u otra forma y, acto seguido, instaurar un orden «constitucional» a su gusto, mediante escenificaciones electorales propias de una «democracia» reducida a orquestar comicios periódicos que así lo mantengan y reproduzcan. Eso no se inventó ayer; así le serrucharon el piso a Getulio Vargas, a Perón y a Salvador Allende, entre otros. Pero ayer como hoy, todos sabemos que ese género de campañas no funciona localmente sino a escala global: para implementarla se necesita conspicuo apoyo político, logístico y mediático estadunidense.
Para dorar la píldora, la jerga diplomática de Obama a eso ahora lo denomina «transición». Últimamente los ejemplos han evolucionado de unos golpes bastante burdos ‑‑como los perpetrados en Honduras y Paraguay‑‑ a operaciones metódicamente más sofisticadas, con importantes componentes mediáticos que luego inducen movilizaciones sociales supuestamente no‑partidistas y hasta no‑políticas, como está haciéndose en Argentina y Brasil.
En Venezuela el mismo esquema se aplicó desde los inicios del proceso revolucionario chavista. Las campañas mediáticas de los primeros años instigaron movilizaciones «apolíticas» y culminaron en un cruento golpe de estado. Luego, tras la elección de Nicolás Maduro, reprodujeron el esquema suponiendo que sin Chávez eso podía resultar. Pero tal conspiración, con sus «guarimbas» solo causó más muertes, destrozos y descrédito sin cumplir el objetivo de defenestrar el gobierno por medios no‑electorales. Fiasco que el reciente complot tampoco logró remontar.
Esta reiteración de fracasos deformó el modelo hasta volverlo contraproducente. Venezuela está en vísperas de elecciones legislativas a las que la derecha irá escindida entre quienes se obstinan en repetir al intentona golpista y quienes buscan un relevo constitucional. Si la oposición ganase, el Congreso podría convocar un referéndum para revocar el actual mandato presidencial.
Sin embargo, en el momento más inoportuno este traspié de Obama pone a la vista todas las cartas de Washington como protagonista visible de la crisis venezolana, destruyéndole la excusa de que los problemas y conflictos existentes en Venezuela se debían al malestar causado por desaciertos de su propio gobierno. Al hacerlo, desnuda a Estados Unidos como potencia intervencionista en las antevísperas de la venidera Cumbre de las Américas, donde la normalización de las relaciones ofrecía una notable oportunidad de reacercamiento con América Latina.
En medio de los graves líos en que Washington sigue envolviéndose alrededor del mundo, el presidente norteamericano estropea lo poco que parecía listo para salir bien. Hay dos figuras que eso recuerda: la del torpe que emborrona con el codo la fina caligrafía que una vez logró trazar, o la del rey que desfila desnudo ante la multitud… con la diferencia de que este monarca se desviste a si mismo sobre la marcha.
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