Si en los siglos XIX y XX Estados Unidos y Europa occidental fueron protagonistas del capitalismo industrial, cuya producción y consumo en masa cambiaron el mundo, hoy se reducen bastante a actividad relativamente improductiva, deprimiendo su potencial para mejorar sus sociedades a pesar del deterioro en que se encuentran.
En gran medida la economía occidental es de turismo, bares, restaurantes, consumo de masas y de lujo, administración, gobierno, drogas, servicios tecnológicos y financieros, e ‘industrias’ bancaria, inmobiliaria, académica, y de la salud, publicidad, seguros, justicia, crédito, vigilancia, seguridad, espectáculos, entretenimiento, películas, diversión, shows, y comunicaciones digitales, televisivas y noticiosas.
Esta economía de servicios, o ‘postrabajo’, como la llamaron algunos profesores posmodernos, avanzó desde la década de 1980 en estados capitalistas principales que se desindustrializaron en buena medida liquidando parte de su manufactura y agricultura. La actividad productiva ahora está principalmente en el Sur global.
Tradicionalmente los servicios apoyaban la producción de bienes para que se reprodujera y ampliara, y la expansión de los servicios indicaba el progreso social alcanzado gracias a la productividad. Pero este progreso se reparte de forma desigual, al extremo de que los países ricos descansan ahora en los servicios. Entre éstos destacan las finanzas, que ampliaron su poderío sobre la sociedad.
Que el Norte global se dedicara en medida decisiva a actividades improductivas(en sentido estricto de la palabra) fue posible por la inmensa riqueza de que goza y su hegemonía global. Esta riqueza vino de la extraordinaria productividad industrial y agrícola que Estados Unidos protagonizó e impulsó internacionalmente desde la Segunda Guerra Mundial y progresó hasta los años 70, un verdadero salto histórico de la humanidad. Inició, por cierto, un patrón norteamericano –único en la historia– que sigue hoy: la guerra como parte decisiva de la economía. La industria militar, venta de armas y reconstrucción de países destrozados generan un plusvalor grande que se invierte a su vez en nuevas tecnologías militares e investigación y desarrollo científicos, todo lo cual engrosa la banca.
La riqueza proveniente del trabajo industrial y agrícola se tradujo en capital-dinero que se ha concentrado en monopolios globalizados. En la llamada financialización de la economía grupos superricos hacen fortunas en el mercado financiero rápidamente, distinto a empresas industriales o agrícolas, que acumulan ganancias sólo después de procesos relativamente largos de organización y trabajo. Las inversiones gravitan hacia el mundo financiero en vez del manufacturero o agrícola, y tienden a monetizarlo todo. De aquí las privatizaciones del gobierno.
La ‘sociedad de consumo’ occidental vive del dinero de negocios transnacionales y de deuda propia y ajena. Estados Unidos usa el dinero que entra a su banca proveniente de inversiones extranjeras y deudas de gobiernos y privadas, y junto al dinero de sus propios empréstitos financia la economía de servicio y el gobierno, las empresas y el consumo nacionales. No es una forma recomendable de vivir ni de administrar el estado, y podría derrumbarse si estalla una crisis grave, pero es el modo de reproducir el poder cultural y político de Occidente –de sus clases altas y populares–, y así se ha hecho normal este sistema de irresponsabilidad.
El viraje hacia los servicios sirvió a la clase capitalista occidental para eliminar las condiciones que habían propiciado inclinaciones hacia el socialismo y el antimperialismo en los años 60 y 70 entre la clase obrera, la juventud, los estudiantes y las clases populares del Norte global. Si la productividad era signo del potencial de los trabajadores, reducirla redujo el impulso socialista. Se mataron las pulgas matando al perro, por así decir; se desmanteló el orden sociocultural en que crecía la izquierda para liquidar la izquierda. En Europa hoy los movimientos socialistas apenas participan en la conversación pública, en contraste con las fuertes tradiciones proletarias del pasado. Las poblaciones civiles del Norte global exhiben pasividad y postración ante el gran capital, que las sojuzga y humilla, y el estado, que abiertamente las vigila, espía, engaña e intimida. Las tendencias ‘populistas’ de ‘derecha’ –a falta de izquierda– en Estados Unidos y Europa son probablemente reacciones contra esta docilidad, si bien torpes y conservadoras.
Pero los países desindustrializados dependen cada vez más de países productivos que hacen posible las mercancías manufacturadas y agrícolas: China, India, Indonesia, Nigeria, Suráfrica, México, Brasil y muchos otros de lo que antes se llamó ‘tercer mundo’. De ser estados dominantes, los países occidentales empiezan a ser en cierto modo subordinados. Dependen de las importaciones, su orden monetario es inestable, y están sumidos en deudas. Compensan su disminución insistiendo en su imperialismo –poder financiero, político, militar– y en la influencia ideológica global de la cultura occidental durante cinco siglos, incluido el poder mediático: noticias, entretenimiento, espectáculos, literatura, cine, educación. La revolución digital disparó la velocidad de las transacciones a la vez que consolidó el homo informaticus, un ser humano determinado por la información.
El trabajo productivo era asociado con rutina aburrida, alienación, salarios bajos, contaminación, jerarquía rígida y represión de la creatividad individual. Ha correspondido con las formas inherentes a la organización capitalista: progresiva explotación de la fuerza de trabajo, dictadura del capital en el sitio laboral y la sociedad en general, y alienación de los seres humanos –según teorizó Karl Marx– respecto al fruto de su trabajo, al proceso de trabajo, la naturaleza, así mismos, y entre sí. Desde luego, el trabajo podría ser diferente si progresara un poder obrero en el gobierno y los centros de trabajo, y se usaran tecnologías avanzadas.
La nueva economía de servicios incorporó un popularizado rechazo al trabajo. Se identificó libertad y crecimiento con creatividad intelectual individual aunque fuese asalariada, expansión personal mediante el consumo y vivir entre la gran variedad de mercancías, imágenes, ideas y entretenimientos de áreas cosmopolitas o suburbanas. A la vez, a partir de los 70 hubo una enorme expansión de la educación y el conocimiento.
En las potencias occidentales la producción se hizo principalmente de ciencia y tecnología de punta, a su vez integrada casi absoluta e inmediatamente al capital monopólico: industrias aeroespacial, microelectrónica, robótica, militar, farmacéutica, energética, automotriz, química, biomédica, genética y de inteligencia artificial, y las corporaciones agroindustriales. Los fabulosos adelantos científico-técnicos coexisten con la miseria que hay en tantos países, incluidos los ricos occidentales. Sus industrias proveen relativamente pocos empleos y suponen nuevas jerarquías entre grupos de salarios altos y una gran masa de salarios muy bajos e inciertos.
El sistema universitario, que ahora integra ambos lados del Atlántico norte, es una intensa maquinaria de formación ideológica de intelectuales que contribuyen a la reproducción del eurocentrismo y de mitos americanistas. Clases educadas de salarios altos hechas a las narrativas occidentales gozan de financiamiento para su consumo, y su vida holgada a menudo se traduce en respaldo al imperialismo norteamericano, incluso sus guerras. Por otro lado, las masas populares del Norte global consumen mercancías a precios bajos gracias a los costos bajos de la producción de corporaciones occidentales en países pobres. Su condición privilegiada alimenta ideologías racistas y colonialistas, y la política de sus estados.
El dinero abunda en forma de fondos del estado y de crédito bancario. En Estados Unidos subsidios federales sujetan clases, etnicidades y nacionalidades empobrecidas, en una vasta cultura de no trabajo que lleva medio siglo y propicia desmoralización y actividad ilegal. Este clientelismo incluye por otro lado la gran actividad corporativa. Fondos de la Unión Europea, junto a la deuda, controlan países europeos del sur y pobres de manera dependiente y colonial.
Mientras Washington conduce a Europa, el poder bancario traza la ruta que han de seguir gobiernos y universidades. El hecho abrumador de la deuda convierte la política en una simulación de la política. Altísimos intereses debilitan o destruyen las empresas, sobre todo las pequeñas. Se disparan los precios de vivienda, alimentos, educación, energía, transporte y servicios médicos. Crece el desprecio al trabajo, disminuyen la ética productiva y la escuela, y se desarticula el orden psicológico y familiar.
Pero abunda excedente para incontables mercados y preferencias. Esta abundancia debería significar gran libertad; sin embargo, puede atisbarse una lastimosa decadencia. Depresión y felicidad se confunden en los amplios mercados de marihuana y otras drogas, los negocios de salud en torno a la crisis del cuerpo y la mente, concentración de la atención en la propia intimidad e individualidad, difusión de la idea novel de haber nacido en el cuerpo equivocado, etc. La libertad occidental de la subjetividad es una crisis de sujetos ‘des-centrados’ y ‘en fuga’ y de ‘modernidad líquida’, según decían literaturas exitosas, aunque de influencia efímera, en el mercado académico y la industria de teorías.
Un despotismo bancario global ha obstruido el desarrollo de numerosos países, es decir, su descolonización, autodeterminación y crecimiento cultural, político y económico. Pero también oprime países ricos, como se ve actualmente en protestas airadas de agricultores en Norteamérica y Europa; la creciente miseria en Inglaterra, Alemania y Estados Unidos; o la reducción de salarios mientras aumenta el número de billonarios.
Contradictoriamente, desde los 90 el neoliberalismo concentró tanto el poder económico y político que forzó los países subordinados a buscar rutas propias de desarrollo y cobrar distancia y conciencia del imperialismo. En consecuencia, éste arrecia su guerra mediática, económica, militar y secreta –‘híbrida’– contra los países más desafiantes. Occidente se sabe inseguro, como se ve en películas que identifican la crisis norteamericana con el fin del mundo.
Si las naciones rehúsan someterse, Washington las acusa de antidemocráticas y demoniza sus dirigentes, caricaturizándolos como malévolos en sí mismos. La prensa hace una selección de información para representar como ‘dictaduras’ los estados-naciones independentistas. Es esencial no explicar sus sistemas de derecho o parlamentarios, sus sociedades o historias ni sus logros, ni mencionar que Occidente se da el lujo de la banalidad improductiva, el consumo abundante y el despilfarro gracias a la productividad del Sur global.
Occidente debe frustrar sociedades productivistas donde el estado tiene un rol dirigente, más aún si, como China, se identifican con el socialismo, ya que pueden inspirar al Sur global. Busca incluso apoderarse de ellas. Se enreda en la contradicción de que, si disminuyese la capacidad productiva del Sur global, entonces éste no podrá pagar deudas ni producir mercancías para el mercado occidental. En vez de tanta insensatez y hostilidad, las relaciones internacionales deberían ser de cooperación, pero falta todavía para algo así.
La voracidad de las inversiones norteamericanas después del colapso de la Unión Soviética dirigidas a privatizara todo tren empresas y servicios en Rusia dejó ver el hambre insaciable del capital-dinero, que debe engullir y privatizar cada rincón del planeta. Los rusos detuvieron el saqueo y han afirmado su soberanía. La voracidad financiera puede asociarse al acoso actual de Washington y la OTAN contra Rusia mediante Ucrania. Los rusos sin embargo están ganando la guerra.
Más aún, el cerco ha provocado nuevas colaboraciones comerciales entre Rusia y países de Asia, África, el mundo árabe, América Latina y el Caribe –la mayoría de la humanidad, cuyo potencial comienza a aflorar– con el efecto de un relativo aislamiento del Norte global. Hay una nueva conciencia del atraso y la mediocridad del capitalismo occidental y de la infantilidad estadounidense. Pero habrá que ver cuánta guerra resta todavía a la belicosidad norteamericana.
Un gran drama de nuestra época, pues, es la reorganización del mercado mundial en favor del Sur global, los países pobres o subordinados que ahora emergen. Decenas de gobiernos quieren unirse a la red de cooperación comercial BRICS, así llamada por sus estados fundadores, Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica. El volumen de riqueza que producen los países del BRICS ya es mayor que el del ‘G 7’, los estados capitalistas más ricos, algo impensable hasta hace poco.
El discurso estadounidense representa esta lucha como una competencia entre potencias que buscan lo mismo y son igualmente perversas. Sin embargo, las relaciones internacionales implican luchas de clases dentro de los países y entre los países. Las clases trabajadoras y populares reclaman cada vez más influencia en los países emergentes, y han avanzado más en países donde hubo revoluciones populares y nacionales.
Héctor Meléndez es profesor jubilado de la Universidad de Puerto Rico
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