Los años 60 marcaron una época de convulsiones del mundo moderno. Al tiempo que irrumpieron movimientos emancipatorios y contraculturales (sindicales, juveniles, estudiantiles, de género), explotó la bomba poblacional y sonó la alarma ecológica. Por primera vez, desde que la maquinaria industrial y los mecanismos del mercado fueran activados en el capitalismo naciente en el Renacimiento, […]
Los años 60 marcaron una época de convulsiones del mundo moderno. Al tiempo que irrumpieron movimientos emancipatorios y contraculturales (sindicales, juveniles, estudiantiles, de género), explotó la bomba poblacional y sonó la alarma ecológica. Por primera vez, desde que la maquinaria industrial y los mecanismos del mercado fueran activados en el capitalismo naciente en el Renacimiento, desde que Occidente abriera la historia a la modernidad guiada por los ideales de la libertad y el iluminismo de la razón, se fracturó uno de los pilares ideológicos de la civilización occidental: el principio del progreso impulsado por la potencia de la ciencia y de la tecnología, convertidas en las más serviles y servibles herramientas de la acumulación de capital, y el mito de un crecimiento económico ilimitado.
La crisis ambiental vino así a cuestionar una de las creencias más arraigadas en nuestras conciencias: no sólo la de la supremacía del hombre sobre las demás criaturas del planeta y del universo, y el derecho de dominar y explotar a la naturaleza en beneficio de «el hombre», sino el sentido mismo de la existencia humana fincado en el crecimiento económico y el progreso tecnológico: de un progreso que fue fraguando en la racionalidad económica, que se fue forjando en las armaduras de la ciencia clásica y que instauró una estructura, un modelo; que fue estableciendo las condiciones de un progreso que ya no estaba guiado por la coevolución de las culturas con su medio, sino por el desarrollo económico, modelado por un modo de producción que llevaba en sus entrañas un código genético que se expresaba en un dictum del crecimiento, de un crecimiento sin límites!
Los pioneros de la bioeconomía y la economía ecológica plantearon la relación que guarda el proceso económico con la degradación de la naturaleza, el imperativo de internalizar los costos ecológicos y la necesidad de agregar contrapesos distributivos a los mecanismos desequilibrantes del mercado. En 1972, un estudio del MIT y el Club de Roma señaló por primera vez Los Límites del Crecimiento. De allí surgieron las propuestas del «crecimiento cero» y de una «economía de estado estacionario». En ese mismo tiempo, Nicholas Georgescu Roegen estableció en su libro La Ley de la Entropía y el Proceso Económico, el vínculo fundamental entre el crecimiento económico y los límites de la naturaleza. El proceso de producción generado por la racionalidad económica que anida en maquinaria de la revolución industrial, le impulsa a crecer o morir (a diferencia de los seres vivos que nacen, crecen y mueren, y de las poblaciones de seres vivos que estabilizan su crecimiento. El crecimiento económico, el metabolismo industrial y el consumo exosomático, implican un consumo creciente de naturaleza -de materia y energía-, que no solo se enfrenta a los límites de dotación de recursos del planeta, sino que se degrada en el proceso productivo y de consumo, siguiendo los principios de la segunda ley de la termodinámica.
Cuatro décadas después de la Primavera Silenciosa, la destrucción de los bosques, la degradación ecológica y la contaminación de la naturaleza se han incrementado en forma vertiginosa, generando el calentamiento del planeta por las emisiones de gases de efecto invernadero y por las ineluctables leyes de la termodinámica que han desencadenado la muerte entrópica del planeta. Los antídotos que han generado el pensamiento crítico y la inventiva tecnológica, han resultado poco digeribles por el sistema económico. El desarrollo sostenible se muestra poco duradero, porque no es ecológicamente sustentable!
El sistema económico, en su ánimo globalizador, continuó soslayando y negando el problema de fondo. Así, antes de internalizar las condiciones ecológicas de un desarrollo sustentable, la geopolítica del «desarrollo sostenible» generó un proceso de mercantilización de la naturaleza y de sobre-economización del mundo: se establecieron «mecanismos» para un «desarrollo limpio» y se elaboraron instrumentos económicos para la gestión ambiental que han avanzado en el establecer derechos de propiedad (privada) y valores económicos a los bienes y servicios ambientales. La naturaleza libre y los bienes comunes (el agua, el petróleo), se han venido privatizando, al tiempo que se establecen mecanismos para dar un precio a la naturaleza -a los sumideros de carbono-, y para generar mercados para las transacciones de derechos de contaminación en la compraventa de bonos de carbono.
Hoy, ante el fracaso de los esfuerzos por detener el calentamiento global (el Protocolo de Kyoto había establecido la necesidad de reducir los GEI al nivel alcanzado en 1990), surge nuevamente la conciencia de los límites del crecimiento y emerge el reclamo por el decrecimiento. Este retorna como un boomerang, más que como un eco de añejas propuestas de un ecologismo romántico. Los nombres de Mumford, Illich y Schumacher vuelven a ser evocados por su crítica a la tecnología, su elogio de «lo pequeño que es hermoso» y el reclamo del arraigo en lo local. El decrecimiento se plantea ante el fracaso del propósito de desmaterializar la producción, del proyecto impulsado por el Instituto Wuppertal que pretendía reducir por 4 y hasta 10 veces los insumos de naturaleza por unidad de producto. Resurge así el hecho incontrovertible de que el proceso económico globalizado es insustentable; que la ecoeficiencia no resuelve el problema de una economía en perpetuo crecimiento en un mundo de recursos finitos, porque la degradación entrópica es ineluctable e irreversible.[1]
La apuesta por el decrecimiento no es solamente una moral crítica y reactiva; una resistencia a un poder opresivo, destructivo, desigual e injusto; una manifestación de creencias, gustos y estilos alternativos de vida. El decrecimiento no es un mero descreimiento, sino una toma de conciencia sobre un proceso que se ha instaurado en el corazón del proceso civilizatorio que atenta contra la vida del planeta vivo y la calidad de la vida humana. El llamado a decrecer no debe ser un recurso retórico para dar vuelo a la crítica de la insustentabilidad del modelo económico imperante, sino que debe fincarse en una sólida argumentación teórica y una estrategia política. La propuesta de detener el crecimiento de los países más opulentos pero de seguir estimulando el crecimiento de los países más pobres o menos «desarrollados» es una salida falaz. Los gigantes de Asia han despertado a la modernidad, y tan solo China y la India están alcanzando y estarán rebasando los niveles de emisiones de gases de invernadero de Estados Unidos. A ellos se suman los efectos conjugados de los países de menor grado de desarrollo llevados por la racionalidad económica hegemónica y dominante.[2]
El llamado al decrecimiento no es tan sólo un slogan ideológico contra un mito, un mot d’ordre para movilizar a la sociedad contra los males generados por el crecimiento, o por su desenlace fatal. No es una contraorden para huir del crecimiento como los hippies pudieron abstraerse de la cultura dominante, ni un elogio de las comunidades marginadas del «desarrollo». Hoy ni siquiera las comunidades indígenas más aisladas están a salvo o pueden desvincularse de los efectos de la globalización insuflada por el fuelle del crecimiento económico. Pero ¿Cómo desactivar el crecimiento de un proceso que tiene instaurado en su estructura originaria y en su código genético un motor que lo impulsa a crecer o morir? ¿Cómo llevar a cabo tal propósito sin generar como consecuencia una recesión económica con impactos socioambientales de alcance global y planetario? Pues si bien la economía por sus propias crisis internas no alcanza a crecer lo que quisieran jefes de gobierno y empresarios, frenar propositivamente el crecimiento es apostar por una crisis económica de efectos incalculables. Por ello no debemos pensar solamente en términos de decrecimiento, sino de una transición hacia una economía sustentable. Ésta no podría ser una ecologización de la racionalidad económica existente, sino Otra economía, fundada en otros principios productivos. El decrecimiento implica la desconstrucción de la economía, al tiempo que se construye una nueva racionalidad productiva.
Economistas ecólogos, como Herman Daly han propuesto sujetar a la economía de manera que no crezca más allá de lo que permite el mantenimiento del capital natural del planeta, es decir la regeneración de los recursos y la absorción de sus desechos (tesis de la sustentabilidad fuerte), pero la economía simplemente no es consciente y no consiente con tal receta de los ecológicos. No se trata de ponerle corsé a la gorda economía y de ponerla a dieta de naturaleza para evitarle un infarto por obesidad. Se trata de cambiarle el organismo, de pasar de la economía mecanizada y robotizada -de una economía artificial y contra natura-, a generar una economía ecológica y socialmente sustentable.
Decrecer no solo implica des-escalar (downshifting) o des-vincularse de la economía. No equivale a des-materializar la producción, porque ello no evitaría que la economía en crecimiento continuara consumiendo y transformando naturaleza hasta rebasar los límites de sustentabilidad del planeta. La abstinencia y la frugalidad de algunos consumidores responsables no desactivan la manía de crecimiento instaurada en la raíz y en el alma de la racionalidad económica, que lleva inscrita el impulso a la acumulación del capital, a las economías de escala, a la aglomeración urbana, a la globalización del mercado y a la concentración de la riqueza. Saltar del tren en marcha no conduce directamente a desandar el camino. Para decrecer no basta bajarse de la rueda de la fortuna de la economía; no basta querer achicarla y detenerla. Más allá del rechazo a la mercantilización de la naturaleza, es preciso desconstruir la economía. Las excrecencias del crecimiento -la pus que brota de la piel gangrenada de la Tierra, al ser drenada la savia de la vida por la esclerosis del conocimiento y la reclusión del pensamiento-, no se retroalimentan al cuerpo enfermo de la economía. No se trata de reabsorber sus desechos, sino de extirpar el tumor maligno. La cirrosis que corroe a la economía no habrá de curarse inyectando mayores dosis de alcohol a la máquina de combustión de las industrias, los autos y los hogares.
Del decrecimiento a la desconstrucción de la economía
La estrategia economicista que intenta contener el desbordamiento de la naturaleza conteniéndola en la jaula de racionalidad de la modernidad, sujetándola con los mecanismos del mercado, sometiéndola a las formas de raciocinio e interés prevalecientes, ha fracasado. De la angustia ante el cataclismo ecológico y el descrédito de la eficacia y la moral del mercado, nace la inquietud por el decrecimiento.
La transición de la modernidad hacia la postmodernidad significó pasar de los movimientos anti-culturales inspirados en la dialéctica, a proponer el advenimiento de un mundo «post» -post-estructuralismo, post-capitalismo- que anunciaba algo nuevo en la historia, pero aún sin nombre, porque solo hemos sabido nombrar positivistamente lo que es, y no lo por-venir. La filosofía posmoderna inauguró la época «des», abierta por el llamado a la des-construcción. La solución al crecimiento no es el decrecimiento, sino la desconstrucción de la economía y la transición hacia una nueva racionalidad que oriente la construcción de la sustentabilidad.
La desconstrucción de la economía no significa tan sólo un ejercicio mental para desentrañar y descubrir las fuentes del pensamiento y los intereses sociales que se conjugaron para dar a luz a la economía, hija del Iluminismo de la razón y de los intercambios comerciales del capitalismo naciente, sino de un ejercicio filosófico, político y social mucho más complejo. La economía no sólo existe como teoría, como supuesta ciencia. La economía es una racionalidad -una forma de comprensión y actuación en el mundo- que se ha institucionalizado y se ha incorporado en nuestra subjetividad. La pulsión por «tener», por «controlar», por «acumular», es ya reflejo de una subjetividad que se ha constituido a partir de la institución de la estructura económica y de la racionalidad de la modernidad.
Desconstruir a la economía insustentable significa cuestionar el pensamiento, la ciencia, la tecnología y las instituciones que han instaurado la jaula de racionalidad de la modernidad. La racionalidad económica no es una mera superestructura a ser indagada y desconstruida por el pensamiento; es un modo de producción de conocimientos y de mercancías. El proceso económico no se implanta en el mundo como un árbol que echa raíces en la tierra y se alimenta de su savia nutriente. Es como un dragón que va dragando la tierra, clavando sus pezuñas en corazón del mundo, chupando el agua de sus mantos acuíferos y extrayendo el oro negro de sus pozos petroleros. Es el monstruo que engulle la naturaleza para exhalar por sus fáusticas fauces flamígeras bocanadas de humo a la atmósfera, contaminando el ambiente y calentando el planeta.
No es posible mantener una economía en crecimiento que se alimenta de una naturaleza finita: sobre todo una economía fundada en el uso del petróleo y el carbón, que son transformados en el metabolismo industrial, del transporte y de la economía familiar en bióxido de carbono, el principal gas causante del efecto invernadero y del calentamiento global que hoy amenaza a la vida humana en el planeta tierra.
El problema de la economía del petróleo no es solo, ni fundamentalmente, el de su gestión como bien público y o privado. No es el del incremento de su oferta, explotando las reservas guardadas y los yacimientos de los fondos marinos, para abaratar nuevamente el precio de las gasolinas que han sobrepasado los 4 dólares por galón. El fin de la era del petróleo no resulta de su escasez creciente, sino de su abundancia en relación a la capacidad de absorción y dilución de la naturaleza; del límite de su transmutación y disposición hacia la atmósfera en forma de CO2, de gases de efecto invernadero. La búsqueda del equilibrio de la economía por una sobreproducción de hidrocarburos para seguir alimentando la maquinaria industrial (y agrícola por la producción de agro-bio-combustibles), pone en riesgo la sustentablidad de la vida en el planeta… y de la propia economía.
La despetrolización de la economía es un imperativo ante los riesgos catastróficos del cambio climático si se rebasa el umbral de las 550 ppm de gases de efecto invernadero, como vaticina el Informe Stern y el Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Y esto plantea un desafío tanto a las economías que dependen fuertemente en sus recursos petroleros (México, Brasil, Venezuela en nuestra América Latina), no sólo por su consumo interno, sino por su contribución al cambio climático al alimentar la economía global.
El decrecimiento de la economía no solo implica la desconstrucción teórica de sus paradigmas científicos, sino de su institucionalización social y de la subjetivización de los principios que intentan legitimar a la racionalidad económica como la forma suprema e ineluctable del ser en el mundo. Sin embargo, las diversas razones para desconstruir la racionalidad económica no se traducen directamente en un pensamiento y en acciones estratégicas capaces de desactivar la maquinaria capitalista. No se trata tan sólo de ecologizar a la economía, de moderar el consumo o de incrementar las fuentes alternativas y renovables de energía en función de los nichos de oportunidad económica que se hacen rentables ante el incremento de los costos de energías tradicionales. Estos principios, aun convertidos en movimiento social no operan por si mismos una desactivación de la producción in crescendo, sino una normatividad y una fuga del sistema, una contracorriente que no detiene el torrente desbordado de la máquina del crecimiento. Por ello precisamos desconstruir las razones económicas a través de la legitimación de otros principios, otros valores y otros potenciales no económicos; debemos forjarnos un pensamiento estratégico y un programa político que permita desconstruir la racionalidad económica al tiempo que se construye una racionalidad ambiental.
Desconstruir la economía resulta ser una empresa más compleja que el desmantelamiento de un arsenal bélico, el derrumbamiento del muro de Berlín, la demolición de una ciudad o la refundición de una industria; no es la obsolescencia de una máquina o de un equipo o el reciclaje de sus materiales para renovar el proceso económico. La destrucción creativa del capital que preconizaba Schumpeter, no apuntaba al decrecimiento, sino al mecanismo interno de la economía que la lleva a «programar» la obsolescencia y la destrucción del capital fijo para reestimular el crecimiento económico insuflado por la innovación tecnológica como fuelle de la reproducción ampliada del capital.
Más allá del propósito de desmantelar el modelo económico dominante, se trata de destejer la racionalidad económica entretejiendo nuevas matrices de racionalidad y abonando el suelo de la racionalidad ambiental. Esto lleva a una estrategia de desconstrucción y reconstrucción; no a hacer estallar el sistema, sino a re-organizar la producción, a desengancharse de los engranajes de los mecanismos del mercado, a restaurar la materia desgranada para reciclarla y reordenarla en nuevos ciclos ecológicos. Mas esta reconstrucción no está guiada simplemente por una «racionalidad ecológica», sino por las formas y procesos culturales de resignificación de la naturaleza. En este sentido la construcción de una racionalidad ambiental capaz de desconstruir la racionalidad económica, implica procesos de reapropiación de la naturaleza y de reterritorialización de las culturas.
El crecimiento económico arrastra consigo el problema de su medición. El emblemático PIB con el que se evalúa el éxito o fracaso de las economías nacionales, no mide sus externalidades negativas. Pero el problema fundamental no se resuelve con una escala múltiple y un método multicriterial de medida -con las «cuentas verdes», el cálculo de los costos ocultos del crecimiento, un «índice de desarrollo humano» ó un «indicador de progreso genuino». Se trata de desactivar el dispositivo interno (el código genético) de la economía, y hacerlo sin desencadenar una recesión de tal magnitud que genere mayor pobreza y destrucción de la naturaleza.
La descolonización del imaginario que sostiene a la economía dominante no habrá de surgir del consumo responsable o de una pedagogía de las catástrofes socioambientales, como pudo sugerir Latouche al poner en la mira la apuesta por el decrecimiento. La racionalidad económica se ha institucionalizado y se ha incorporado en nuestra forma de ser en el mundo: el homo economicus. Se trata pues de un cambio de piel, de transformar al vuelo un misil antes de que estalle en el cuerpo minado del mundo. La economía realmente existente no es desconstruible mediante una reacción ideológica y un movimiento social revolucionario. No basta con moderar a la economía incorporando otros valores e imperativos sociales, para crear una economía socialmente y ecológicamente sostenible. La desconstrucción implica acciones estratégicas para no quedarnos en un mero teoricismo, dando palos de ciegos. Pues, si tenemos suerte le damos a la piñata y nos caen dulces del cielo… pero también corremos el riesgo de que nos caiga la piñata en la cabeza. Por ello es necesario forjar Otra economía, fundada en los potenciales de la naturaleza y en la creatividad de las culturas; en los principios y valores de una racionalidad ambiental.
El límite del crecimiento, la resignificación de la producción y la construcción de un futuro sustentable
El límite es el punto final desde el cual se construye la vida. Desde la muerte reorganizamos nuestra existencia. La ley límite ha refundado a las ciencias. El mundo está sostenido por sus límites, desde el espacio infinito suspendido en el límite de la velocidad de la luz que descubriera Einstein, en la ley de la cultura humana con la que se tropezara Edipo, que escenificara Sófocles, y que resignificaran Freud y Lacan como la ley del deseo humano.
Ante este panorama de la cultura y del conocimiento del mundo, nos preguntamos cual sería ese extraño designio que ha hecho que la economía haya tratado de burlar el límite y querido planear por encima del mundo como un sistema mecánico de equilibrio entre factores de producción y de circulación de valores y precios de mercado. El límite a este proceso desenfrenado de acumulación no ha sido la ley del valor-trabajo ni las crisis cíclicas de sobreproducción o subconsumo del capital. El límite lo marca la ley de la entropía, descubierta por Carnot para eficientizar el funcionamiento de la máquina, reformulada por Boltzmann en la termodinámica estadística, y puesta a funcionar como ley límite de la producción por Georgescu Roegen.
La ley de la entropía nos advierte que todo proceso económico, en tanto proceso productivo, está preso de un ineluctable proceso de degradación que avanza hacia la muerte entrópica. Que significa esto? Que todo proceso productivo (como todo proceso metabólico en los organismos vivos) se alimenta de materia y energía de baja entropía, que en su proceso de transformación genera bienes de consumo con un residuo de energía degradada, que finalmente se expresa en forma de calor. Y este proceso es irreversible. No obstante los avances de las tecnologías del reciclaje, el calor no es reconvertible en energía útil. Y es esto lo que se manifiesta como el límite de la acumulación de capital y del crecimiento económico: la desestructuración de los ecosistemas productivos y la saturación en cuanto a la capacidad de dilución de contaminantes de los ambientes comunes (mares, lagos, aire y suelos), que en última instancia se manifiestan como un proceso de calentamiento global, y de un posible colapso ecológico al traspasar los umbrales de equilibrio ecológico del planeta.
Mientras que la bioeconomía enraíza la producción en las condiciones de materialidad de la naturaleza, la economía busca su salida en la desmaterialización de la producción. La economía se fuga hacia lo ficticio y la especulación del capital financiero. Sin embargo, en tanto el proceso económico deba producir bienes materiales (casa, vestido, alimento), no podrá escapar a la ley de la entropía. Es ello lo que marca el límite al crecimiento económico. El único antídoto a este camino ineluctable a la muerte entrópica, es el proceso de producción neguentrópica de materia viva, que se traduce en recursos naturales renovables.
La transición hacia esta bioeconomía significaría un descenso de la tasa de crecimiento económico tal como se mide en la actualidad y con el tiempo una tasa negativa, en tanto se construyen los indicadores de una productividad ecotecnológica y neguentrópica sustentable y sostenible. En este sentido, la nueva economía se funda en los potenciales ecológicos, en la innovación tecnológica y en la creatividad cultural de los pueblos. De esta manera podría empezar a diseñarse una sociedad post-crecimiento y una economía en equilibrio con las condiciones de sustentabilidad del planeta. Empero, de la racionalidad ambiental no sólo emerge un nuevo modo de producción, sino una nueva forma de ser en el mundo: nuevos procesos de significación de la naturaleza y nuevos sentidos existenciales en la construcción de un futuro sustentable.
Notas
[1] Siguiendo a Georgescu Roegen se ha fundado el Institut d’Études Économiques et Sociales pour la Décroissance Soutenable; un Congreso sobre el Decrecimiento Sostenible se llevó a cabo en París los días 18 y 19 de abril del 2008; el número 35, el más reciente de la revista Ecología Política fue dedicado igualmente al decrecimiento sostenible.
[2] Como ha señalado Stiglitz recientemente, los países que aplicaron políticas neoliberales no sólo perdieron la apuesta del crecimiento, sino que, cuando sí crecieron, los beneficios fueron a parar desproporcionadamente a quienes se encuentran en la cumbre de la sociedad.