Los debates sobre seguridad e inseguridad han impregnado todos los ámbitos de la sociedad venezolana, pasando por la cotidianidad, hasta tener un especial impacto en la política institucionalizada. Mucho se ha dicho y desdicho sobre el tema. Al ser un tópico que involucra en la mayoría de los casos la cuestión sobre la vida y […]
Los debates sobre seguridad e inseguridad han impregnado todos los ámbitos de la sociedad venezolana, pasando por la cotidianidad, hasta tener un especial impacto en la política institucionalizada. Mucho se ha dicho y desdicho sobre el tema. Al ser un tópico que involucra en la mayoría de los casos la cuestión sobre la vida y sobre la justicia tiene bastante para decir en cuanto al estado de lo político en nuestra sociedad.
La sociedad venezolana ha sufrido tras la muerte de Hugo Chávez, o antes inclusive, una profunda espectacularización de la política. La sociedad del espectáculo se ha convertido en la forma «normal» de construir hegemonía visual, estética. El mundo del crimen y la inseguridad se ha intrincado con esta sociedad del espectáculo, creando una suerte de espectacularización de la muerte. Hecho que conlleva a la constitución de subjetividades opacas, reaccionarias, envueltas sobre sí mismas. El miedo modela las subjetividades de forma tal que solo pueden obedecer a las coordenadas simbólicas que el capital les ha establecido. Así, la clase media incuba un profundo odio al goce de las clases populares. Ya que su mundo subjetivo constituido por el goce material, las tecnologías del yo, el consumo tecnológico, ha sido invadido por un otro. Los subalternos tienen ahora acceso a estas formas de goce material.
No obstante, a diferencia de las clases poseedoras y administradoras del capital, las clases subalternas en revolución han vuelto los espacios públicos en un inmenso carnaval, donde los cuerpos no obedecen a los dictámenes simbólicos del capital. El logos colonial moderno es destruido al convertir a la ciudad en un baile de negros y mestizos y no como gustaría a los reaccionarios en un ordenado sarao de mantuanos. El derecho a la ciudad abre los campos de acción para que los subalternos experimenten formas distintas de goce al que el capital les impone, dando lugar a experiencias culturales, sensibles que traen a colación una memoria colectiva de la opresión.
Sin embargo, las clases del orden y la reacción utilizan sus mecanismos habituales para imponer la tesis de que el carnaval emancipatorio es la causa del problema de la inseguridad. A lo cual se debe imponer los mecanismos represivos habituales, a saber, racistas, clasistas, sexistas.
Preocupa sobremanera como estas tesis han sido recibidas y sedimentadas por las instituciones de seguridad del Estado, creadas en revolución bajo un tropos retorico «humanista». Por incautos o ingenuos, las clases subalternas creyeron que en revolución los organismos del Estado podían (aunque sea hipócritamente) cambiar un poco su cara, fingiendo que no solo son los que defienden a los que tienen de los que no tienen en una sociedad de clases.
De esta forma acudimos al retorno de las prácticas represivas habituales por parte de la novel Policía Nacional Bolivariana y la Guardia Nacional Bolivariana. El positivismo antropológico según el cual los negros y mestizos tienes más opciones de ser un «criminal» o la vestimenta hace al «criminal» anda campante en cada requisa que realiza agente de seguridad alguno. Y peor aún cada vez coge mayor fuerza en la semiosis social cotidiana del venezolano. En suma, los reaccionarios parecen estar ganando la batalla, ya que desde la revolución la respuesta parece ser creer en la posibilidad de un goce administrado, ordenado. Así las cosas, se intenta convertir al carnaval emancipatorio en un «matinee» sin alcohol. (Recordar que perdida la batalla el objetivo siempre es replegarse ordenadamente).
De lo que se trata aquí es de una cuestión de imaginación. Una revolución debe contar con una fuente infinita de ideas nuevas. De hacer distinto lo que siempre se ha hecho de la misma forma. Es traer a la orden del día lo que los reaccionarios siempre han creído que era imposible hacer. Volver posible lo otrora inimaginable, esto es, inventar una forma de aplicar la justicia radicalmente igualitaria, sin ningún miedo a fracasar. Ya que el verdadero fracaso es repetir lo que los reaccionarios siempre han hecho: reprimir.
La sociedad del espectáculo nos inunda de crimen y violencia visual, a veces no solo para, como usualmente se dice, normalizar la violencia; en la mayoría de los casos lo que se intenta normalizar son a los «criminales», sus caras, sus hábitos, su clase. De esta forma negros, mestizos y pobres se convierten en sospechosos habituales. O en «criminales» de un futuro anterior. Es esto a lo que se refiere el orden simbólico del capital, donde las clases medias deben estar vueltas sobre sí mismas, obviar al otro popular, forcluirlo; sumergirse en un mundo de consumo y goce material sin significante-amo. Por su parte, los pobres y forcluidos se les trata como personas desechables. Mientras tanto el capital continúa su movimiento solipsista de acumulación. Esto no es más que un mundo donde exista una disposición de antemano de los cuerpos y las funciones, una sociedad administrada.
Cabe preguntarse por el estado de una revolución cuando al parecer las subjetividades vuelven a sus funciones, y el baile radical emancipatorio ya no existe porque algunos sostienen que es nocivo para el común, cuando más bien es la efusión de este. Cabe preguntarse por el momento de una revolución cuando la justicia parece volver a ser una cuestión de piel, lenguaje, dinero y no de actos. ¿Estamos bajo el régimen de la conservación o tenemos aún espacio para el régimen de lo nuevo e impensado? Aboquémonos a esta pregunta…
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