Sin que podamos, como es natural, trazar rígidas fronteras, nos es dado afirmar que hasta el inicio de la «revolución conservadora» encabezada por la «Dama de hierro» y el actor secundario de Hollywood, allá por finales de los 70 y principios del 80 del siglo pasado, el capitalismo occidental se reinventa a sí mismo a […]
Sin que podamos, como es natural, trazar rígidas fronteras, nos es dado afirmar que hasta el inicio de la «revolución conservadora» encabezada por la «Dama de hierro» y el actor secundario de Hollywood, allá por finales de los 70 y principios del 80 del siglo pasado, el capitalismo occidental se reinventa a sí mismo a través del Estado Intervencionista, benefactor o del bienestar.
El instrumento de la deuda pública, los déficit, la redistribución de la riqueza a través de un significativo sistema impositivo y las consiguientes prestaciones públicas de bienes y servicios sustentan lo que ha venido en denominarse Estado social o del bienestar. Quiebra, no obstante, este modelo tras la toma de conciencia por parte de los sectores más duros del capital del hecho de que, por ese camino, el propio sistema capitalista corría el riesgo de desnaturalizarse. En efecto, la cada vez más alta participación del Estado en el PIB y la existencia de importantes sectores estratégicos en manos públicas amenazaba con superar el umbral que diferencie al capitalismo de una economía fuertemente socializada o, cuando menos, estatalizada.
Así, lo que hasta entonces era deuda pública se troca en deuda privada. En el discurso neoliberal ya no será el Estado quien se endeude para prestar servicios o bienes a la población o, a mejor decir, ya no se incorporarán otros nuevos servicios o bienes en el elenco de la actividad prestacional del Estado, al contrario, será la misma sociedad la que asuma el coste de estas nuevas prestaciones o servicios, incluso de las tradicionalmente realizadas por el Estado. La enorme masa de capitales acumulados en los tres decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, provenientes de la plusvalía extraída a los trabajadores de Occidente, como a los de los países colonizados, semiconlonizados, etc, y la plena recuperación del potencial económico de Europa, como ya sucediera, asimismo, después de la Primera Guerra Mundial, conducirán, nuevamente, al mundo capitalista, a una seria crisis de sobreproducción.
El capitalismo se encaminará, desde entonces, en el marco de la citada crisis de sobreproducción, a dar curso al mayor de los volúmenes de crédito privado de la historia económica, en auxilio de una menguada solvencia de la demanda, fenómeno concomitante a la propia crisis. Se sustituirá al Estado endeudado por una población endeuda, la deuda pública por la deuda privada. Y en efecto esto surtirá sus efectos: con la ayuda del crédito hiperdesarrollado, la solvencia de la demanda aumenta, la máquina de producción recupera su frenética actividad, se sucede la revolución cibernética, el ciudadano, más que nunca, se convierte en un febril consumidor de todo tipo de artículos: ordenadores, electrodomésticos de nueva generación, paquetes de ocio, servicios médicos, educativos y asistenciales, ajenos a los sistemas públicos de previsión social, etc.
En occidente la reducción, o cuando menos el estancamiento del Estado de Bienestar Social, se compensa con el alumbramiento de una nueva realidad: la sociedad del bienestar. Pero ello sucede a condición de que el ciudadano, el asalariado, se endeude. No ya para sobrevivir, sino para vivir en el confort. Las tarjetas de crédito, los préstamos de consumo, las hipotecas, etc. provocan que el asalariado cuente con una solvencia más allá de su salario, esto es, sobrepasando la capacidad monetaria estricta para reproducir sus fuerzas físicas y psíquicas a corto plazo (algo, sin duda, inédito). Al contrario, las necesidades de realización de la plusvalía del capital, en una economía de la abundancia y en el marco de unos salarios que crecen a un ritmo bastante menor que la acumulación del capital, obligan a éste a prestar al asalariado para que consuma más allá del nivel que le permitiría el poder de compra de su salario. Es decir, el capital, para poder seguir reproduciéndose, precisa «desprenderse» de parte de sí mismo, bien «entregándolo» al Estado o bien al propio al asalariado. De otra manera, ya habría sucumbido hace decenios en una profunda depresión. Pero lo hace reservándose la titularidad del mismo, a través de la figura del préstamo o, a regañadientes, perdiéndola si es a través de impuestos.
Con todo, el crédito no hace sino preparar una nueva crisis de sobreproducción en un nivel de mayores proporciones, una vez que la proyección del salario sea incapaz de soportar más endeudamiento. Llega un momento en el que la cuantía del salario es insuficiente para soportar más endeudamiento porque no es posible sumar más cuotas, más amortizaciones. En consecuencia, el sistema crediticio «corta el grifo», entra en una grave crisis de solvencia él mismo, como consecuencia de sus excesos, y conduce a la sociedad del bienestar a una crisis profunda.
El capitalismo financiero espera ahora, en un marco de estancamiento, recuperar su inversión o recapitalizarse para poder iniciar un nuevo ciclo (en esto consiste la falta de liquidez del sistema financiero). El obligado ahorro de las familias tiene un camino seguro: el pago de las deudas en detrimento del consumo. El consumidor frenético ha sido reemplazado por un deprimido ciudadano deudor. Y entre tanto la máquina de la producción se ha parado en seco, el Estado del Bienestar ha visto cómo se han secado sus fuentes de ingresos, la sociedad del bienestar se trocado en sociedad del «malestar». Es nuevamente la crisis del capitalismo en una fase superior, más exacerbada y violenta. O se condonan las deudas y el capitalismo financiero practica su propia eutanasia o el sistema entero se verá abocado a una crisis profundísima y duradera, muy duradera. En principio, tan prolongada como el tiempo que precisen, en general, las masas endeudas para «sanearse» financieramente. ¿Diez, quince años de austeridad, desempleo masivo y subconsumo? Parece un tiempo excesivamente largo, como para que, en el ínterin, todo el mecanismo no amenace ruina inminente.
Esto fue lo que reflexioné hace, justamente hoy, siete años.
Y, a medio camino de ese plazo decenal o quincenal, el capitalismo, lejos aún de refinanciarse con el austericidio a que ha sometido a la ciudadanía asalariada, para evitar el colapso del sistema financiero privado y el equilibrio financiero del propio Estado, ha hiperendeudado a los estados nacionales a un nivel exorbitante: 176 billones de dólares, el doble del PIB mundial. Y con ello ha cercenado la posibilidad de que, nuevamente, el presupuesto estatal salve al capital, que, en este nuevo estadio de la crisis, habría puesto en juego tan desmesurada e irreal cantidad de sí mismo, que se convertirá en incapaz de satisfacer, sin caer antes en el desgobierno total, a todos cuantos, en la ruina financiera, pretendan hacer valer su riqueza blandiendo el frío e inerte asiento contable de una banco (y Estado) en quiebra.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.