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Carta a Frei Betto

Del qué al cómo

Fuentes: Rebelión

Estimado compañero: Su artículo «Desafíos a la nueva izquierda», publicado en Rebelión el 2 de febrero de este año, me ha interesado mucho, pero me deja sin respuestas a varias interrogantes. Son muchos los puntos comunes en los que coincido con su planteamiento, especialmente cuando escribe que el «socialismo debe rimar con emancipación humana, soberanía […]

Estimado compañero:

Su artículo «Desafíos a la nueva izquierda», publicado en Rebelión el 2 de febrero de este año, me ha interesado mucho, pero me deja sin respuestas a varias interrogantes.

Son muchos los puntos comunes en los que coincido con su planteamiento, especialmente cuando escribe que el «socialismo debe rimar con emancipación humana, soberanía nacional y, sobre todo, con felicidad personal.», es decir la dimensión más humanista del socialismo, opuesta por principio al significado del capitalismo, ciertamente basado en las desigualdades no sólo económicas, que son las más evidentes.

Coincido igualmente en que el socialismo no puede (ni debe, añado) ser proyectado como «un capitalismo sin capitalistas» que, por cierto, si acaso lo fue ya no es aspiración en China, y si forzamos un poco la lógica, tampoco en Cuba ni en Vietnam, pues sobre todo en el grande país oriental la fórmula que se está siguiendo es la de un «socialismo» con capitalistas (éstos incluso en el Partido Comunista, como un sector más de su división interna): economía socialista de mercado.

Coincido también con usted y con José Carlos Mariátegui, que muy atinadamente citó en su artículo, en la crítica al «culto supersticioso de la idea de progreso». He escrito sobre éste y su relatividad negativa en un libro reciente que ya le haré llegar. Me basta decir, por ahora, que el progreso ha sido engañoso en muchos sentidos (al igual que la expresión «progresista») y que lo que entendamos por aquél dependerá de la posición que adoptemos por la vida del planeta y de sus miles de millones de habitantes, ahora y en el futuro. También pienso que durante varios decenios los marxistas apostamos el futuro de la humanidad a la emancipación del proletariado industrial, descuidando o soslayando la importancia de otras clases sociales. Y aquí hago un paréntesis. Dije «otras clases sociales» porque todavía no estoy convencido de que éstas hayan dejado de existir ni de que pueblo sea una categoría suficientemente sólida como instancia de cambio, pues en mi necedad sigo creyendo que tanto pueblo como clase social son elementos insuficientes si no hay una conciencia de pertenencia y de semejanza que empuje hacia acciones específicas y no, como ocurre en momentos no críticos (es decir en la vida cotidiana), en los que cada quien jala por su lado y para satisfacer sus pequeños o grandes intereses (para no hablar de egoísmos y mezquindades que, aunque sea muy adentro de nosotros, tenemos). La competencia entre los seres humanos, dicho sea de paso y en mi modesta opinión, no fue inventada por el capitalismo, ni creo que termine con éste.

Mi corta experiencia en el zapatismo mexicano (me refiero al reciente y no al pasado, obviamente), me reveló que los grandes esfuerzos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional por crear conciencia de lucha en el pueblo mexicano y de unidad en torno a demandas sencillas por su planteamiento y difíciles por su alcance, como tierra, salud, educación, vivienda, empleo, democracia, justicia, libertad, etcétera, fracasaron relativamente por dos razones principales (que no únicas): por la incapacidad de ciertos sectores participantes para apoyar incluso críticamente, pero apoyar (los grupos de la ultra, sectarios por añadidura), y por la indiferencia de millones de mexicanos que, pobres y sin expectativas, no lograron trascender la inmediatez de sus vidas ni entender que el planteamiento del EZLN, sobre todo de la Primera Declaración de la Selva Lacandona, no era para sus miembros ni para sus bases de apoyo, sino para todos los pobres, explotados y marginados de México y el mundo. Alguna vez, a principios de 1996, señalé a manera de síntesis de mi observación, que la llamada sociedad civil no había respondido a los llamados del EZLN, queriendo decir que no se había puesto a la altura de la «oferta» política e ideológica de los zapatistas como fórmula de lucha no militar por la emancipación.

En esa corta experiencia, pues fue sólo de algunos años, pude tratar con grupos sociales, organizaciones no gubernamentales, partidos políticos, asociaciones de trabajadores del campo y de la ciudad, y también con individuos, y llegué a la conclusión de que la mayoría de la gente con una cierta conciencia social (para no hablar de los que viven como si estuvieran conformes), suele anteponer sus intereses individuales, de grupo, de asociación o de partido a los intereses de todos. En otros términos, que muchas personas, incluso militantes de la izquierda, carecen de la humildad necesaria para seguir y apoyar un movimiento con posibilidades de desarrollo y expansión, y no para querer convertirlo en otra cosa o para querer llevarlo a una dinámica que no tiene ni puede tener. Otros serían, en mi opinión, los errores cometidos por el EZLN, pero no es éste el espacio para referirme a ellos.

Dice usted que en la actual coyuntura latinoamericana «queda descartada la estrategia liberadora centrada en la propuesta del asalto al Estado». Así planteado yo estoy de acuerdo, pero no sólo en la actual coyuntura ni sólo en la de América Latina. Si el Estado no es transformado en otro, que no tenga como sustento la defensa de los intereses minoritarios del capital, no vale la pena tomarlo, ni por asalto ni por vía electoral. Pero ésta sería otra discusión. Aceptaré lo que creo que quiso usted decir: que los cambios que queremos no se darán sólo con el control del Estado, pues ocurrirá lo que pasó en Nicaragua (que no sólo fue por la «internacionalización del aparato represivo, dirigido por los Estados Unidos»), o en Francia con Mitterrand (quien dijo «Francia no es Chile»), sin la intervención del aparato represivo de Estados Unidos. Si entendí bien, lo que usted sugiere es que la conquista del aparato estatal, para que funcione en términos de cambios positivos, debe ir acompañada (y determinada) por «el apoyo de los corazones y las mentes de la mayoría de la población», de una población previamente transformada mediante «la conquista de los movimientos sociales y de gestos y símbolos que hagan emerger las raíces antipopulares del modelo neoliberal» en una lógica de combinación de las «prácticas cotidianas (empobrecimiento progresivo de la clase media, desempleo, generalización de las drogas) con las grandes estrategias políticas». Añade usted que esta transformación de la sociedad tiene, como precondición, «la utopía del control del Estado».

Me parece, y lo digo con todo respeto, que usted sobreestima a la sociedad. Lenin, no sólo «enfatizó el socialismo como sinónimo de electrificación», dijo también que los trabajadores, por el hecho de serlo, no eran revolucionarios. Y siguiendo a Marx (y a Hegel), se refirió a la conciencia, a la conciencia de sí y para sí, es decir la conciencia de identificación con quienes están en situación semejante y aspiran a algo también semejante. Pienso que algo similar ocurre con la sociedad (con el pueblo). ¿Y cómo adquiere el pueblo esta conciencia, cómo descubre las raíces antipopulares del modelo neoliberal? Este es el gran enigma. Antes se pensaba que el partido vanguardia jugaría ese papel, y ahora se ha descartado, sin más, esa posibilidad y se ha caído, pienso, en el quiliaísmo del que hablaba Mannheim. La renovación radical del ser humano o de los pueblos en el mundo capitalista de la competencia, que usted critica con razón, suena como una utopía extática sin sustento en la realidad. Si los pueblos fueran como quisiéramos que fueran no votarían por sus enemigos más evidentes para que los gobiernen.

Cuando usted dice que el poder no sólo reside en el Estado sino que «se extiende por la sociedad civil, los movimientos populares, las ONGs, el mundo del arte y de la cultura, que originan nuevos modos de pensar, de sentir y de actuar, modificando valores y representaciones ideológicas, incluso religiosas», yo podría estar de acuerdo, y quizá ahí está la alternativa al papel del partido que le adjudicara Lenin. Pero ¿cómo contrarrestar todos los mecanismos ideológicos de alienación que producen masivamente el Estado y sus publicistas en un mundo donde el poder real reside precisamente en el Estado, en un Estado de clase, sin antes cambiar la naturaleza de éste? Pareciera que nos encontramos ante un círculo vicioso. Sin embargo, en Venezuela, hasta ahora, pues no sé qué siga después, fue el poder del Estado, en manos de Chávez, el que pudo contrarrestar la producción alienante de los medios y de las fuerzas organizadas del capital para que, en el referéndum de agosto, una muy considerable parte del pueblo ratificara su vocación de cambios. Honestamente no sé si Chávez, está convirtiendo un viejo régimen en uno nuevo y si mediante éste esté cambiando sustancialmente la naturaleza del Estado para ponerlo al servicio de los intereses mayoritarios de la población. Pero siento (y así lo digo), que algo hay de eso. No pronostico éxitos rotundos, pero algo se está haciendo, y es diferente a lo que Lula o Mesa están haciendo, y quizá debería incluir a Kirchner. En Venezuela, si mi información es correcta, Chávez triunfó la primera vez por un voto de castigo a lo que significaron Carlos Andrés Pérez y Caldera, y no tanto por el proyecto del Movimiento V República, que era bastante confuso ideológicamente. Pero fue desde el control del aparato estatal que el chavismo pudo (y en parte lo ha logrado) modificar los valores y representaciones ideológicas de un segmento mayoritario de la sociedad, entre otras razones gracias a la ofensiva de la derecha y a las no muy veladas amenazas de Estados Unidos.

No puedo menos que estar de acuerdo con usted en uno de sus magníficos párrafos, que cito en su totalidad:

La crisis de la izquierda no procede sólo de la caída del muro de Berlín. Es también una crisis teórica y práctica. Teórica: la de quien enfrenta el reto de un socialismo sin estalinismo, sin dogmatismo, sin sacralización de líderes y estructuras políticas. Práctica: la de quien sabe que no hay salida sin retomar el trabajo de base, reinventar la estructura sindical, reactivar el movimiento estudiantil, e incluir en su agenda las cuestiones indígenas, raciales, feministas y ecológicas.

El problema que yo le veo, no a la referencia teórica, sino a la práctica que usted señala, es ¿cómo se logrará superar esa crisis de la práctica sin caer en un quiliaísmo, que muy poco nos ayudaría, y sin idealizar la autogestión de la sociedad (desigual como es) sin líderes ni organización, como es planteada por muchos movimientos de moda? El cómo, se lo digo con absoluta honestidad, es el que me inquieta, pues el qué ya lo tenemos más o menos identificado.

Lo saludo con respeto y amistad. Octavio Rodríguez Araujo