En verdad, este sí que viene siendo un serio problema de vida o muerte. De entrada debo decir que, para mí, la posición respecto a la eutanasia es definitivamente un sí. Y, naturalmente, como en cualquier controversia guiada por el rigor dialéctico, habrán de exponerse los criterios que acompañen tal o cual inclinación. En primer […]
En verdad, este sí que viene siendo un serio problema de vida o muerte. De entrada debo decir que, para mí, la posición respecto a la eutanasia es definitivamente un sí. Y, naturalmente, como en cualquier controversia guiada por el rigor dialéctico, habrán de exponerse los criterios que acompañen tal o cual inclinación.
En primer lugar, y para reafirmar mi aprobación a lo que también han dado en llamar «muerte digna», acojo la acertada argumentación que afirma que la vida es un derecho cuyo dominio sólo le pertenece al individuo, y recojo de paso la apreciación de Paul Kurtz, profesor de Filosofía de la Universidad Estatal de Nueva York, quien expresa: «La eutanasia descansa sobre un principio básico para la democracia: el derecho a la privacidad. Este tiene su raíz en la idea de libertad personal… El cuerpo de una persona, sus posesiones, creencias, valores, acciones y conducta son zonas donde la sociedad no debería entrometerse sin una buena razón… toda vez que sea posible, tenemos el deber de reducir el sufrimiento innecesario, aplicándolo a los individuos independientemente del derecho a la libre elección. Sin embargo, el derecho a la privacidad implica que una persona debería tener potestad sobre su cuerpo, su nutrición y salud, y, en lo posible, que se le debería consultar sobre el tratamiento de sus propias enfermedades. Ello supone un principio de autodeterminación con respecto a los problemas que surjan en el contexto del tratamiento médico. Este principio se aplica a la eutanasia. Aquellos individuos que están agonizando, gravemente enfermos, deberían tener el derecho de negarse al tratamiento y pedir ayuda para aliviar el sufrimiento y adelantar la muerte.»
Así, pues, no es cierto que con la eutanasia se vaya a desproteger el derecho a la vida como de manera simplista han querido hacerlo creer quienes se oponen a ella. Y es que de acuerdo a la opinión de la Procuraduría General de la República de Colombia, cuando se asume la disposición de reglamentar la asistencia al suicidio convirtiéndolo en delito querellable en el Código de Procedimiento Penal, buscando así un avance en la legalización despenalizadora «del suicidio asistido y la ayuda al suicidio en los casos de quienes estén postrados por enfermedad o incapacitados físicamente y tengan dificultad de ejecutar su voluntad de poner fin a su vida», lo que se está consiguiendo es ni más ni menos que el reconocimiento a otro derecho, pero en este caso, obligándolo a pasar inevitablemente por el filtro de las normas legales que le den validez, justificación y trasparencia.
Ahora bien, si la libre voluntad del hombre merece alguna consideración y alcanza amparo en las leyes, ésta debe ostentarse tanto en el derecho a su vida como en el respeto a su muerte cuando ella alcanza razones superiores para manifestarse.
Es cierto que existen principios morales muchos de ellos proclamados e impuestos por diversas religiones o producto de usanzas culturales que ven en la decisión de un enfermo terminal por acabar voluntariamente con su vida, cortando de plano con ello su sufrimiento, un cruel e injustificable suicidio, o a un vulgar asesino en aquel que presta su ayuda para el mismo fin.
Por ello, mi criterio es el de que decidir morir tranquilamente y sin padecimientos, cuando ya la ciencia médica no tiene recursos para salvar esa vida, es un asunto que sólo compete en su libre albedrío al interesado, sin que normas legales contrarias, ni principios religiosos, ni costumbres culturales tengan derecho a oponerse. Los enfermos terminales, particularmente aquellos con implacables tormentos causados por el suplicio del dolor, tienen por qué poder exigir desde ese estado de «perdición» que una mano amiga y solidaria se ocupe de ellos y les permita descansar para siempre.
Y digo estado de «perdición» porque ya sabemos que pierden la dignidad y el deseo, aunque algunos nunca pierden su capacidad de urgir con una mirada, con una lágrima, con un gesto cualquiera para que alguien acabe pronto con aquello.
Más inhumano me parece que puede llegar a ser aquel médico que atiende a su paciente, o aquel padre que vela a su hijo, esforzándose los dos, en aras del respeto a la vida, en la prolongación de un martirio cuando ya se sabe que el convaleciente no tiene esperanzas.
Este suicidio asistido que se le puede prestar a un enfermo terminal no es otra cosa que la potestad que tiene o debería tener el hombre, en nuestra sociedad de tercer milenio, para ser dueño y señor de su propio control y para elegir libremente su propia suerte, máxime cuando se sabe colmado de motivaciones para exigirlo.
La eutanasia, más que a apagar una vida, tiende a matar un dolor y un sufrimiento intolerables. Es una expresión de amor y no un acto criminal. Es una evidente manifestación de la más profunda solidaridad humana y un bello testimonio de respeto y devoción por el otro.
Y en cuanto a quienes invocan a Dios para oponerse a ella, en cuanto a quienes siguen pensando que por ser hijos de Dios debemos aceptar perderlo todo por cuenta del dolor y el sufrimiento, perder la razón, la voluntad, la dignidad y hasta el alma, todo menos la vida porque esta le pertenece a Dios y nada más que a Él, para no responderles con la levedad de algún intransigente escepticismo, les respondo con las conciliadoras palabras del escritor y periodista inglés Derek Humprhy, actual director de la Federación Mundial de Sociedades del Derecho a Morir Dignamente:
«La eutanasia y el suicidio asistido siempre crean controversia y conflicto porque mucha gente cree que sólo Dios puede dar y quitar la vida. Yo respeto esa postura, pero también la de las personan que tienen la visión del Dios que es amor y que no desea que la gente sufra, y son ellas las que piensan que hay que acelerarle el final a alguien que está muriendo con dolor y sin dignidad. Además, están todos aquellos que no tienen creencias religiosas…»
En fin, la eutanasia puede llegar a ser la bendición que Dios nos negó durante una enfermedad terminal asaltada y violentada por irresistibles dolores.
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