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La miseria del monetarismo

¿Demasiado grandes como para dejarlos caer?

Fuentes: CounterPunch

Culpar al desastre de las hipotecas subprime en los EEUU del desplome financiero y económico global de 2008 es como imputar el estallido de la I Guerra Mundial al asesinato del Archiduque Fernando. En ambos casos, un discreto acontecimiento fue la chispa que encendió una gran conflagración. Pero la mecha estaba ya allí. En el […]

Culpar al desastre de las hipotecas subprime en los EEUU del desplome financiero y económico global de 2008 es como imputar el estallido de la I Guerra Mundial al asesinato del Archiduque Fernando. En ambos casos, un discreto acontecimiento fue la chispa que encendió una gran conflagración. Pero la mecha estaba ya allí.

En el arranque del siglo XXI, el capitalismo norteamericano sigue prevaleciendo y marcando el paso. Mas perturbaciones cada vez más frecuentes en la economía mundial socavan el pretendido apoliticismo de los económetras que presumen de legitimar y ajustar el capitalismo en tiempos normales. Las convulsiones agudas obligan invariablemente a regresar a la economía política clásica, que echa sus raíces en la filosofía moral y en la ética, tal como las practicaron Adam Smith, David Ricardo, Karl Marx, John Maynard Keynes y Friedrich von Hayek. Aun cuando los economistas, ministros de finanzas y banqueros centrales actualmente reinantes son adictos a la manipulación de los tipos de interés y de la oferta monetaria, esos trucos monetaristas son, por sí propios, de poca utilidad: el presente desorden exige una intervención política concertada.

En plena I Guerra Mundial, el primer ministro francés Georges Clemenceau dijo que la guerra era asunto demasiado serio como para dejarlo en manos de los generales. Análogamente, la gran recesión de nuestros días es cosa demasiado grave como para confiarla a los colegas de Robert Rubin y Henry Paulson, Alan Greenspan y Ben Bernanke, Lawrence Summers y Timothy Geithner. No es que los políticos anden para nada menos sumidos en su hoyo. Pero es responsabilidad suya tomar las riendas de los problemas, ubicando a los economistas matemáticos y a los asesores financieros en las dependencias del servicio, no en el salón principal. De otro modo, lo que hacen es reclutar a los benditos titanes y campeones del consenso de Wall Street-Washington para estabilizar el sacudido establishment financiero y granempresarial, ¡y que los zorros sigan guardando el gallinero…!

Evidentemente, en los EEUU, tanto demócratas como republicanos mantienen incólume la fe en el poder benigno de la «mano invisible» sin cadenas, aunque pocos quieren acordarse de la persistente preocupación que en Adam Smith infundían las desigualdades sociales y económicas. Como declarados partidarios del libre mercado que son, insisten en que la actual crisis no es estructural, sino contingente, y que sus raíces hay que buscarlas en fallos del sistema regulatorio (un sistema regulatorio contra el que los dos grandes partidos norteamericanos, actuando en representación de poderosos intereses y lobbies particulares, conspiraron durante décadas, hasta lograr desmantelarlo). Como se podía prever, en vez de perseguir a los montaraces altos ejecutivos empresariales y a los negligentes supervisores de los mercados de valores, la elite en el poder da palos retóricos a los genios malignos de la codicia sin freno: especuladores, jugadores de ventaja, tramposos y tiburones. Como Jesús expulsando del Templo de Dios a los usureros, ahora proponen sacar a los transgresores de nuestros días de Wall Street, el templo del capitalismo cismundano. Levantan el fantasma de la Gran Depresión de 1929, a fin de amodorrar a los movimientos sociales populares, de izquierda o de derecha. Y oponen Wall Street a «Main Street» para evitar el debate sobre el vasto hiato que separa a los 10.000 de la clase alta, por un lado, de las clases medias asalariadas, los trabajadores manuales con ingresos fijos y los trabajadores pobres, por el otro. Con el 5% más rico de norteamericanos que ingresan más de un tercio de todos los ingresos personales, e ignorando a menudo el salario mínimo inveteradamente estancado, resulta asombroso que el discurso político se centre en el sufrimiento de las familias de clase media. Hasta John Sweeney, presidente del sindicato AFL-CIO, subraya la necesidad de «contrarrestar el poder de las grandes corporaciones empresariales y revertir el declive de la clase media». Y le primer ministro neolaborista de Gran Bretaña, Gordon Brown, urge a Washington y a Londres a «aprovechar el momento» para llevar a cabo «la mayor expansión que jamás haya visto el mundo de los ingresos y los puestos de trabajo de la clase media». ¡Ay de quien se avilante a mencionar a las clases trabajadoras o medias-bajas, por no hablar de los pobres: por ahora, en Norteamérica, las calles están tranquilas, las líneas de piqueteros son ralas, las sentadas, raras y los mítines urbanos, calmos.

A pesar de Bernanke y de su mentor Milton Friedman, las causas del crac que trajo consigo la Gran Depresión guardan poco parecido con las que propiciaron la caída de 2008. A resultas de la I Guerra Mundial y de la Revolución Rusa, las sociedades europeas entraron en una prolongada crisis marcada por la turbulencia económica, la rebelión política y la desconfianza cultural, una etapa en la que parecieron desplomarse los fundamentos mismos del capitalismo. Es notable que, en el ojo mismo de la tormenta, John Maynard Keynes, que en 1929-30 andaba todavía intensamente ocupado con las tasas de interés, regresara abruptamente a la economía política que había atravesado sus profético libro Las consecuencias económicas de la paz  (1919) [traducción castellana: Barcelona, Crítica, varias ediciones; T.]. En la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, publicado en 1936, tomó en cuenta una crisis orgánica que entrañaba el desempleo disparado, el malestar del mundo del trabajo, la discordia ideológica y la lucha política. Keynes miró también a la emergente economía colectiva y planificada de la Rusia soviética, la antítesis del capitalismo que él trataba de revitalizar y preservar.

En efecto, la idea de planificación económica ganó partidarios en Occidente, aun si orientada a distintos objetivos: los países avanzados recurrieron a ella para estabilizar sus economías, mientras que los soviets sitiados lo abrazaron para forzar la rápida industrialización y el rearme militar de Rusia. La planificación fue adoptada también por regímenes populistas de derecha: como respuesta a los dos primeros planes quinquenales del Kremlin, la Alemania nazi lanzó por su cuenta un plan cuatrienal para estimular la recuperación económica del Tercer Reich y su reparación para la guerra. En general, sin embargo, el concepto de planificación llegó a ser una consigna común a la izquierda que aspiraba a encontrar una salida progresista-reformista de la crisis: el New Deal en los EEUU y los Frentes Populares por toda Europa. Todos aceptaron la premisa keynesiana de que las crisis capitalistas graves y agudas, no pudiendo «autocorregirse» salvo a costos inaceptables, obligaban a la intervención de gobiernos y bancos centrales.

Evidentemente, los EEUU de nuestros días no están, ni de lejos, atravesando una crisis tan honda y tan ancha como la de los años 30, que fue, a la vez, una crisis económica, política, social, cultural e ideológica. Pero eso no significa que los economistas monetaristas ortodoxos estén mejor equipados para tratar de reparar el sacudido sistema. Así como su teoría y sus modelos computerizados fracasaron a la hora de integrar las dimensiones no económicas de la Gran Depresión, tampoco pueden explicar las turbulencias de un capitalismo radicalmente diferente del de los años de entreguerras y posguerra. Habiendo sobrevivido a os sombríos años 30, a la II Guerra Mundial y al caos posbélico de 1945-55, el capitalismo creció por la vía de concentrar cada vez más, de hacerse más transnacional y global. Y el imperio norteamericano en expansión se convirtió en su eje y fortaleza.  

Ese factor imperial determina los puntos fuertes y los puntos débiles de la Norteamérica de nuestros días. Habiéndose acercado, pero sin rozarlo todavía, al punto de colapso, el imperio norteamericano está condenado a ser cada vez menos rentable económicamente y a gozar de menos y menos consenso. El coste de mantener un imperium sobredimensionado en una época de crecientes rivalidades entre grandes potencias es alto. Además del gargantuesco presupuesto militar regular, Washington tiene que financiar guerras continuas, así como un sinnúmero de misiones de ayuda exterior, inteligencia y uso de fuerza de baja intensidad. Esas cargas exacerban los déficits presupuestarios financiados por prestamistas extranjeros, públicos y privados, incluidos los fondos soberanos de riqueza, lo que desestabiliza al dólar.

El fiasco subprime y el acumulativo hundimiento crediticio transnacional no serían sino clásicos estallidos de burbuja, si no fueran intrínsecos a la empresa y a la cruzada imperiales norteamericanas. Mientras las clases altas cosechan los beneficios del imperio, las masas cargan con una parte desapoderad de los costos. Frágiles como son los salarios y el empleo en una economía en vías de desindustrialización, sólo unas formas engañosamente baratas y opacas de crédito -hipotecas, préstamos conforme al valor estimado de la vivienda, tarjetas de crédito- han logrado impedir que los estratos bajos pusieran en cuestión las vastas sumas despilfarradas en la mission civilisatrice norteamericana.  

Los teóricos marxistas llegaron a predecir, llenos de confianza, que la aceleración de los ciclos de auge y estallido en el capitalismo era indicio de su inminente colapso. En nuestros días, la elite en el poder hace suya esa predicción para sus propios fines: presidentes de consejos de administración, banqueros, economistas, políticos y tertulianos mediáticos alertan de que, a menos que los gobiernos intervengan con vigor, el capitalismo globalizante se irá a pique. Tales alarmas son confundentes, también porque, bajo el capitalismo, la política y la economía anduvieron desde el principio interconectadas. La ostensible separación de esas esferas es un mito que se desdibuja cada vez que el ciclo económico cae en tremolina.  

En fecha tan temprana como 1910, el teórico socialdemócrata Rudolf Hilferding publicó su tratado sobre la intensificación de los ciclos en el capitalismo con el notable título de El capital financiero: un estudio sobre la última fase del desarrollo capitalista. No era el primer pensador marxista que contraponía el capitalismo desembridado de mercado libre a su forma más avanzada, marcada por una galopante concentración financiera, industrial y comercial. Pero fue tal vez el más lúcido. Muchos socialistas y marxistas, incluidos Jean Jaurès, Lenin y Rosa Luxemburgo, postularon que las clases dominantes europeas, desafiadas por una clase obrera cada vez más militante, presionarían a sus gobiernos para que se lanzaran a derivas imperiales, en parte para canalizar el descontento interno hacia el sistema internacional. Buena parte de la izquierda europea de la época esperaba con tensión que las rivalidades imperialistas llevaran a una guerra europea catastrófica que generar levantamientos revolucionarios. Sin minimizar la probabilidad de un giro así de las cosas, Hilferding ponía el acento en la articulación lograda por el orden establecido, a despecho de las pugnas entre las clases dominantes en los gobiernos. En su interpretación, resultaba probable que el capitalismo y el Estado en que se apoyaba salieran fortalecidos de unas crisis periódicas que inducían a intervenciones políticas en la economía. Como Keynes luego de la Gran Guerra, concedía de mala gana la tenaz persistencia del capitalismo, aun a pesar de sus muchos y recurrentes desmayos. Y lo cierto es que no sólo capeó la Depresión, sino la Guerra de los Treinta Años del siglo XX, la Guerra Fría, el shock de la descolonización y la rebelión de los  condenados de la Tierra. Sobre todo una vez que la Europa occidental y central fuera restaurada merced al bombeo del Plan Marshall y a golpe de blandir la amenaza comunista, el capitalismo logró escalar a cumbres sin precedentes y difundirse por todo el planeta. No sólo contuvo al comunismo, para finalmente prevalecer sobre él, sino que puso sitio a la socialdemocracia, cuyo legado, en forma de Estado social o de bienestar, se halla hoy bajo asalto en varios países de Europa.   

En un punto central, los marxistas de todas las corrientes dieron en el clavo: mientras sobreviva el capitalismo, la consolidación y la concentración ganarán terreno en los sectores clave de las economías avanzadas, incluido el epicéntrico sector financiero. A medida que continuaba el proceso, el mundo de los negocios crecía en mayor interrelación con el Estado, reforzado por unos almenados gobiernos durante los recurrentes períodos de declive. Esos desplomes constituyeron mojones en el camino hacia varios tipos de capitalismo de Estado, incluidas, eventualmente, esas curiosas formas que han adoptado la Rusia postsoviética y la China post-Mao. Puede que el Estado no posea o controle el grueso de los medios de producción y finanzas. Pero, aun en la sedicente Norteamérica del laissez-faire, el complejo constituido por los militares, la industria y el Congreso no es sino un brazo de un gigantesco pulpo de intereses megaempresariales vinculados al Estado que llega a los cuatro costados del imperio.

La magnitud de la crisis que golpeó al capitalismo en los años 30 es virtualmente inimaginable aun en medio de la presente, que es la peor contracción experimentada desde entonces. Durante el Gran Crac de 1929, las acciones en el mercado de valores de Nueva York cayeron a una velocidad de vértigo. En su nadir de 1932, el índice Dow Jones de valores industriales se había desplomado cerca de un 75%. Hacia 1933, cuando el Congreso aprobó la Ley Glass-Steagall que ordenaba la separación entre la banca comercial y la industrial, unos 4.000 bancos habían quebrado, una cuarta parte de la fuerza de trabajo estadounidense estaba sin trabajo y el ingreso nacional se había desplomado un 50%.

La gigantesca ola procedente de los EEUU pronto se abatió sobre Europa. En el momento del Crac de Wall Street de octubre de 1929, la Alemania de Weimar contaba ya con un millón y medio de desempleados. Cuando fue aprobada la Ley Glass-Steagall, ese número había crecido hasta rebasar los 6 millones, cerca de un cuarto de la población trabajadora; los nacional-socialistas y los comunistas habían conseguido, respectivamente, 13.400.000 votos y 3.700.000 votos en las elecciones presidenciales, y Adolfo Hitler era Canciller. Otros países europeos habían sucumbido igualmente a la tormenta, aunque en menor grado en la mayoría de los casos. Aun suponiendo que los EEUU se hubieran recuperado rápidamente, se puede dudar de que los beneficios hubieran logrado cruzar el Atlántico a tiempo para tranquilizar a una Europa sacudida por el fascismo y el comunismo y atrapada políticamente entre Berlín y Moscú. O de que hubieran atravesado el Pacífico para contribuir a calmar las aguas en Japón y evitar la invasión de Manchuria.

En nuestros días, el mundo que goza de elevados ingresos -los EEUU, la UE y Japón- se halla libre de conflictos ideológicos mayores, en parte porque el capitalismo tiene vara alta sobre el mundo entero. Antes, naciones comunistas como China y Rusia, naciones mucho tiempo protosocialistas como la India y hasta naciones islámicas tomaron el camino hacia el capitalismo político o de Estado. La globalización se ha puesto en cabeza, lo que se refleja en el crecimiento de las corporaciones transnacionales, en las transacciones financieras transfronterizas y en las telecomunicaciones a la velocidad de la luz. En las economías avanzadas, los sectores de servicios y conocimiento se están imponiendo a la manufactura y la industria, reduciendo radicalmente el número de trabajadores manuales sindicalizados, cuyos puestos ocupan ahora empleados de oficina en el sector privado, difíciles de organizar. Los salarios y las remuneraciones se han visto deprimidos por la reserva trabajo en expansión de los países de mercados emergentes y por el trabajo inmigrante que de esas naciones se distribuye por el mundo entero. En efecto, la globalización gratuita acelera el debilitamiento del poder de contrapeso del mundo del trabajo en todo el llamado mundo desarrollado.

Y sin embargo, a pesar de los cambios enormes del capitalismo, los poderes existentes insisten en señalar grandes paralelismos entre el Crac de 2008 y el Crac de 1929. Irónicamente, el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, está acreditado por su investigación académica sobre la Gran Depresión. Propone hacer todo lo que esté en su mano para evitar los yerros que llevaron del Viernes Negro al abismo del colapso económico. De aquí su decisión de no perder ni un minuto a la hora de salvar unas instituciones financieras que son harto más grandes, concentradas e internacionales de lo que eran hace 80 años (y en el proceso, se harán más grandes todavía). La apuesta por un darwinismo socio-económico movido por lo que Joseph Schumpeter llamó el «perenne vendaval de la destrucción creativa», ha permitido a los grandes volverse más grandes y fuertes a expensas de los más débiles y pequeños, señaladamente en el sector financiero, donde un puñado de grandes bancos ha conseguido encaramarse a la cumbre. Gracias a una selección natural apuntalada por el Estado, Citigroup, Goldman Sachs, el Bank of America, J.P. Morgan Chase y Wells  Fargo -que dispone del 40% de las acciones de la banca nacional- han hecho caja. Lo mismo ha ocurrido con la American International Group (A.I.G.), la mastodóntica compañía de seguros que, a través de Goldman Sachs, está vinculada con todo el sistema bancario occidental y opera en más de cien países. En el sector industrial, Washington no ha dudado en arrojar más de un salvavidas a General Motors y a Chrysler. Este tipo de facilidades, acompañadas de pérdidas masivas de empleo y recortes de salarios, son consideradas un asunto menor. Lo cierto, sin embargo, es que Citigroup ha dejado en la calle a 52.000 de sus 300.000 empleados en todo el mundo, y las reducciones de plantilla en General Motors son de similar magnitud. Mientras tanto, y a resultas de la presión por reducir costes, siguen produciéndose fusiones gigantescas.  

Está claro que lo que en Estados Unidos se exalta como un capitalismo democrático es en realidad un sistema que, en la medida en que se ha visto forzado a competir con economías no occidentales apoyadas y guiadas por el Estado, como la china, la india o la rusa, se ha vuelto cada vez más propicio a la concentración y a la intervención estatal. En los inicios de los años 20, al tiempo que se ponía en marcha la NEP y se privatizaban diferentes sectores de la embrionaria economía planificada y colectivista de la Unión Soviética, Lenin insistía que sus «puestos de mando» -industria pesada, banca, comercio exterior y ferrocarriles- debían continuar bajo propiedad y control estatal. Hoy en día, son cada vez menos las grandes empresas, muchas de ellas de dimensión mundial, reservadas a los puestos de mando del aparato estatal en la economía estadounidense. Por el contrario, son los gobiernos quienes, presionados por grupos privados de presión muy bien financiados y asesorados, salen a respaldar sus intereses y a rescatar sus empresas en caso de que las cosas no marchen bien.  

Prácticamente toda la clase política ha sugerido que hay que responder a la crisis financiera global mediante la re-regulación de unos mercados y transacciones supuestamente desbocados. Nadie cuestiona, sin embargo, la singular racionalidad del capitalismo estadounidense, basada en la búsqueda irrestricta de beneficio y en la creación destructiva. Durante sus 18 años al frente de la Reserva Federal, Alan Greenspan no sólo consideró incontrovertible que los mercados de riesgo y la persecución del propio beneficio conducirían en última instancia a la auto-regulación. También dio por supuesta la «aceleración del proceso de destrucción creativa que ha acompañado la expansión de la innovación económica y que se refleja en el desplazamiento de las inversiones de capital desde tecnologías en decadencia hacia tecnologías de punta». Ni siquiera hoy, la élite de los economistas académicos y sus financiadores se atreve a cuestionar los imperativos de hierro de una globalización capitalista orientada al beneficio y a la eficiencia, cuyo objetivo es hacer del mundo un sitio seguro para un consumismo sostenido en la difusión de las tarjetas de crédito.  

Tras los atentados del 11 de setiembre de 2001, y al tiempo que declaraba la guerra al terror, el presidente George W. Bush invitaba a los estadounidenses a que «fueran de compras» y «visitaran Disney World, en Florida». El 8 de marzo de 2009, en medio de la gran recesión, el presidente Obama los exhortaba, por su parte, a «no dejar de consumir de golpe» apresurándose a «guardar el dinero bajo el colchón». Cuatro días antes, en su discurso a la sesión anual del Parlamento chino, el Primer Ministro, Wen Jiabao, acompañaba el anuncio de un nuevo paquete de estímulos a la demanda con un discurso que alentaba a los chinos a ser menos frugales y a gastar más en bienes y servicios.  

Aparte de rescatar a mega-empresas que tienen la fortuna de ser «demasiado grandes como para dejarlas caer», la clase política occidental ha exhibido pocas ideas más allá de las ayudas, los ajustes e incentivos fiscales, el aumento del gasto público, el recurso al proteccionismo moderado, la regulación de los mercados financieros o un cierto rigor con los paraísos fiscales. En todos los casos, como ha recordado el presidente Obama, se trata de medidas «plenamente consistentes con los principios del libre mercado». La imposición de estándares de regulación más estrictos, sin embargo, no parece ser una receta segura si de lo que se trata es de reparar el actual descoyuntamiento y de prevenir futuras crisis. Como bien advirtió Marx, es probable que la frecuencia y la magnitud de las convulsiones del capitalismo aumenten con su irreversible globalización. Si ya es difícil controlar a los banqueros, gestores de fondos, aseguradores e intermediarios en un solo país, diseñar y poner en práctica un sistema global de regulación financiera para 192 estados soberanos con diferentes niveles de desarrollo y con intereses económicos, prioridades sociales y agendas políticas en conflicto entre sí, se presenta como una empresa imposible.  

A pesar de ello, la clase política, los economistas, los responsables de los bancos centrales y los intelectuales públicos de casi todas las naciones claman por una respuesta global al actual colapso financiero y económico mundial. El 15 de noviembre de 2008, sólo diez días después de la elección presidencial estadounidense, el todavía presidente Bush ofició como anfitrión en una cumbre preliminar de líderes del G-20, esto es, de las 20 primeras economías del mundo. Algunos líderes europeos apelaron de manera grandilocuente a la refundación o renovación del capitalismo. A puertas cerradas, no obstante, se centraron en cuestiones más prosaicas como la necesidad de mayores controles y transparencia. Para los medios y de cara a la galería, despotricaron contra los creativamente destructivos magnates bancarios y empresariales, y se mostraron dispuestos a limitar, con prudencia, sus salarios, primas, y demás paracaídas de oro. De ese modo, las élites presentaban los actuales espasmos del capitalismo como un hecho azaroso, personal o moral, más que como una cuestión sistémica, socio-económica y política. Aceptado este diagnóstico, la alternativa, más que la reforma profunda, pasaba a ser la purificación, el exorcismo y la rehabilitación a través de una mezcla de regulación estricta de los mercados financieros en el ámbito estatal y suave en el transnacional. En cualquier caso, como se sabe, desde que Adán y Eva fueron expulsados del paraíso, esta clase de intentos de purgar la avaricia y la corrupción del mundo han sido tan inútiles como querer atrapar el viento con una red.

La creciente tendencia a las crisis es algo inherente al capitalismo financiero de libre mercado y globalizado. Sin embargo, dada la ausencia de un modelo coherente y creíble de economía, de política y de sociedad alternativas, el mundo no parece, a pesar de las predicciones en contrario, encaminarse hacia una encrucijada histórica. Son pocos los partidos políticos y los pensadores capaces de articular, de un modo razonable, una crítica sistemática al capitalismo contemporáneo o de proponer un programa amplio de reformas. Es un sinsentido que un presidente pro-negocios como el francés Nicolás Sarkozy venga a decir que «es una locura» afirmar que «los mercados tienen siempre razón» y que «se asiste al ocaso de una cierta idea de globalización vinculada al fin de un capitalismo financiero que impuso su lógica en el conjunto de la economía». Nada indica, de hecho, que el prodigioso poder financiero, económico, militar, cultural e ideológico de Washington vaya a desplomarse de la noche al día a favor de Europa, Japón, China, Rusia o de aquéllos que, en general, culpan a la insaciabilidad de Estados Unidos por la actual pandemia. A pesar de las rivalidades económicas y de los desacuerdos diplomáticos, las clases dirigentes de las naciones más «desarrolladas» carecen de una visión muy diferente a la de sus contrapartes norteamericanas. Por eso, no tienen interés alguno en un súbito colapso de los Estados Unidos y en el fin del dólar como moneda de reserva global. Comenzando por Beijing, que a pesar de haber lanzado la idea de una «moneda de reserva super-soberana», está atrapada en una férrea interdependencia con la economía norteamericana. Como para el resto del mundo, también los Estados Unidos son demasiado grandes como para dejarlos caer.  

El Crac de 2008 supone un punto de inflexión en el capitalismo que se expresa, entre otras cuestiones, en el paso de intervenciones microeconómicas de ámbito estatal a intervenciones macroeconómicas y multinacionales coordinadas en una escala más amplia. Por el momento, el énfasis ha recaído en la necesidad de políticas transfronterizas dirigidas no simplemente a estabilizar las principales economías y mercados financieros mundiales, sino a revivir las intermitentes economías de ingresos bajos y medios de los países Bálticos, Europa del Este y, en general, el mundo «en vías de desarrollo». En este contexto, la ideología puede dejarse de lado sin problema: mientras los líderes de la Unión Europea, con más vehemencia que sus colegas allende el Atlántico, fustigan a los regímenes autoritarios de China, los países del Golfo y Rusia, tienen pocos miramientos a la hora de presionarlos para que contribuyan al rescate del capitalismo democrático. Antes de la cumbre de Washington, Gordon Brown y Sarkozy reclamaron que las economías capitalistas autocráticas inyectaran parte de sus reservas monetarias en las arterias del sistema crediticio internacional. Significativamente, durante la escala en China de su primer y apresurado tour imperial, la Secretaria de Estado Hillary Clinton demandó a Beijing que continuara comprando bonos del Tesoro de los Estados Unidos no sólo porque fueran «una buena inversión», sino también porque «estamos en el mismo barco[…de manera que…] o nos recuperamos juntos o nos hundimos juntos». Gracias al superávit de su comercio exterior, China tiene una reserva cercana a los dos billones de dólares -casi seis veces las reservas del Fondo Monetario Internacional-. Rusia y los países del Golfo, por su parte, han amasado millones y millones en monedas fuertes, si bien sus reservas se han reducido a la mitad. En cualquier caso, si llegan a echar una mano, además de buscar sólidas contraprestaciones en términos financieros, exigirán un alto precio político, comenzando por una presencia más fuerte en los puestos de mando del orden económico-financiero global post-Bretton Woods.  

Por lo que respecta a los Estados Unidos, si las raíces de la crisis fueran sólo fiscales y económicas, podrían sortearla con relativamente poco dolor y sin mayores dificultades. Sin embargo, a finales de septiembre de 2008, Washington acumulaba ya un déficit presupuestario de 455.000 millones de dólares. Se calcula que durante este ejercicio fiscal dicho déficit ascenderá como mínimo a los 700 millones de dólares, a los que habría que sumar un déficit comercial desbocado y unos pagos de intereses que conforman una deuda nacional multi-billonaria. Esta hipoteca sobre el futuro, que detrae fondos esenciales para la salud pública, la educación y la seguridad social, podría reducirse a través del recorte de unos gastos militares que continúan siendo equivalentes al del resto de países del planeta unidos. El presupuesto base del Departamento de Defensa para el ejercicio 200-2008 fue de unos 440.000 millones de dólares, y las guerras en Irak y Afganistán insumen unos 12.000 millones de dólares por mes. A ello hay que sumarle los miles de millones de dólares que se gastan en asistencia militar y económica así como en operaciones secretas.

Vale la pena recordar que, si bien en 1929 los Estados Unidos eran ya una nación acreedora, su presupuesto militar era insignificante y, sin un imperio que mantener, podían ahorrarse gastos. Aun así, hizo falta la planificación económica de la Segunda Guerra Mundial, la euforia posbélica y el impulso imperial para que la prosperidad pudiera irrumpir. Hoy, el imperio está alcanzando su cenit pero también está entrando en su curva descendente. Aunque la elección presidencial de 2008 se desarrolló en medio de dos guerras costosísimas y de considerables dificultades económicas, ninguno de los candidatos mencionó el monto exorbitante de los gastos imperiales. Por el contrario, John McCain y Barack Obama pugnaron por mostrar quién sería capaz de perseguir con mayor firmeza el interés imperial de los Estados Unidos, un interés al que ambos candidatos se referían invariablemente como el interés nacional. Las diferencias entre ambos partidos y sus seguidores se revelaron más bien tácticas y de estilo. A poco de asumir la presidencia, Obama declaró que América mantendría «su dominio militar», haciendo «lo que hiciera falta para mantener la ventaja tecnológica […] de las fuerzas armadas más potentes de la historia mundial» y poder,  así, «derrotar y disuadir» tanto a enemigos «convencionales» como «no convencionales».    

Claramente, el imperio norteamericano no será sacrificado sin más al altar de la responsabilidad fiscal. Por el contrario, será el objetivo de un presupuesto equilibrado el sacrificado a la supervivencia del imperio, sobre todo porque, cuando se trata de excreciones imperiales, no se puede olvidar que el imperio sirve a diferentes propósitos. Además de resultar rentable para sectores fundamentales de la economía, permite promover el prestigio de los Estados Unidos, la cohesión social y la influencia cultural. Por supuesto, el imperio entraña una pesada carga civil que no puede expresarse en dólares: la creciente corrupción del proceso político a manos de los grandes intereses económicos, comenzando por el de aquellos grupos de poder copiosamente financiados por la banca. Para recordar los efectos de esta plaga, vale la pena volver sobre los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, de Maquiavelo, o las Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos y de su decadencia, de Montesquieu.  

Aunque el imperio estadounidense ha traspasado su pico histórico, sigue siendo una superpotencia con una capacidad militar lo suficientemente imponente como para compensar su erosionado pero todavía considerable poder «blando» o «inteligente». Como bien observó Gibbon, los imperios no declinan ni caen de una vez. Por eso, como sugirió tras completar su magistral Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, en 1788, en lugar de preguntar por qué Roma fue destruida «deberíamos sorprendernos de que haya sobrevivido durante tanto tiempo».  

Finalmente, cabe plantear la cuestión de si el imperio estadounidense deberá afrontar, como el romano, rebeliones provenientes de lo que Arnold Toynbee llamó el proletariado «interno» y «externo». Mientras que en Estados Unidos, el centro de Europa y Japón dichas rebeliones se podrían producir a resultas de la frustración de las creciente expectativas sociales, en el mundo «en vías de desarrollo» es más probable que estallen como consecuencia de la cruda pobreza y de las penurias espoleadas por la explosión demográfica, sobre todo en tiempos de desempleo galopante, salarios menguantes y volatilización de los precios de los alimentos. Alrededor de un 20% de los 65.000 millones de habitantes del mundo viven hoy con 1 dólar por día; un 50%, lo hace con menos de 2 dólares, la mayoría de los países «en desarrollo». Más que los desacuerdos religiosos o étnicos, son esta miseria material, sumada a la crisis ecológica, las que pueden disparar una violencia popular desestabilizadora. En marzo de 2009, en la víspera de la cumbre del G-20 en Londres, el presidente del Banco Mundial, Robert Zoellick, dejó claro que, para afrontar el mayor hundimiento de la economía y del comercio mundiales desde 1945, las economías de las naciones emergentes del Tercer Mundo necesitaban «inversiones en redes de seguridad, infraestructuras y pequeñas y medianas empresas que creen empleos y contribuyan a evitar las turbulencias sociales y políticas». O dicho en las más precisas palabras de la carta abierta dirigida a la cumbre de Washington por el secretario general de Naciones Unidas, Ban Ki-moon: «Si cientos de millones de personas pierden sus medios de vida y sus esperanzas en el futuro como consecuencia de una crisis en la que no han tenido responsabilidad alguna, la crisis humana que sobrevendrá no será sólo económica».  

Arno J. Mayer es profesor emérito de historia en la Universidad de Princeton. Autodefinido como «marxista disidente de izquierda», es autor, entre otras obras, de The Furies: Violence and Terror in the French and Russian Revolutions, 2001.  

Traducción para www.sinpermiso.info: Gerardo Pisarello