Todos los informes internacionales coinciden en señalar que en las tres últimas décadas y ,especialmente, tras la crisis capitalista de 2007-08, la creciente brecha entre ricos y pobres ha agudizado el fenómeno de la desigualdad social en el planeta. Incluso en el mundo occidental se certifica el fin de la clase media, precarizada, proletarizada, empobrecida. […]
Todos los informes internacionales coinciden en señalar que en las tres últimas décadas y ,especialmente, tras la crisis capitalista de 2007-08, la creciente brecha entre ricos y pobres ha agudizado el fenómeno de la desigualdad social en el planeta. Incluso en el mundo occidental se certifica el fin de la clase media, precarizada, proletarizada, empobrecida. En ese contexto, cuando la tendencia hacia la polarización social del sistema parece imparable cabe preguntarse, ¿se compadece esa situación de desigualdad social con la democracia? ¿Es posible asegurar el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo cuando una minoría acapara la riqueza y la inmensa mayoría se empobrece?
En el marco del capitalismo neoliberal la respuesta, rotundamente, es no. Comparto la opinión de L.D. Brandeis (1856-1941), juez de la Corte Suprema de los EE UU cuando advertía: «Podemos tener democracia o podemos tener la riqueza concentrada en pocas manos, pero no podemos tener ambas».
Se trata de una contradicción insalvable. Una sociedad en la que una minoría de propietarios acapara la riqueza hace imposible el ejercicio de la democracia y es, en realidad, una plutocracia encubierta. La prueba irrefutable es que allí donde la riqueza se concentra en unos pocas manos se gobierna no en beneficio del pueblo, de la mayoría ciudadana social, sino en provecho de la élite que solo aspira a acumular una mayor proporción de la riqueza si cabe. Es lo que sucede hoy en EE UU, en la UE y en España.
Para esa mayoría social resulta incomprensible que las leyes de los parlamentos, las sentencias de los jueces y las decisiones de los gobiernos sean, generalmente, tan lesivas para sus intereses y tan favorables para los intereses de la minoría de poderosos.
De ahí que se pregunte, ¿cómo es posible que en la elaboración de las políticas económicas de los gobiernos los únicos intereses que de verdad cuenten sean los de esa minoría de propietarios capitalistas?
La razón es muy prosaica. Poderoso caballero es don dinero. El dinero lo compra todo y lo puede todo. Los ricos y, sobre todo, los muy ricos, pueden fundar partidos, comprarlos, sobornarlos, corromperlos y hasta «reformarlos», infiltrando su ideología incluso en aquellos que nacieron para defender la causa de los pobres. De sobra es conocida la táctica de la élite capitalista de «no poner todos los huevos en el mismo cesto», es decir, de financiar, mediante donaciones económicas, lícitas o ilícitas, a todos o a casi todos los partidos del espectro político. Esa política de «favores» rinde sus frutos cuando los partidos, aún de distinto signo, llegan al gobierno. Por no hablar, claro, de los lazos de dependencia que se crean cuando los partidos se endeudan con la banca de los banksters para sacar adelante sus campañas electorales. En esos casos la presunción de independencia de los partidos frente a la élite del dinero es mera ingenuidad.
Convenzámonos, con una minoría de propietarios que concentra la riqueza en sus manos no podemos tener una auténtica democracia. Solo hay una solución, poner fin a ese estado de cosas, abatir el poder desorbitado de los más ricos. O la riqueza se redistribuye por medio de un nuevo orden financiero (banca pública, desaparición de la banca privada con ánimo de lucro) y fiscal (reformas fiscales progresivas radicales, supresión de los paraísos fiscales) y restableciendo la prioridad de lo público (bienes, sectores y servicios públicos), sobre lo privado (bienes, sectores y servicios privatizados), o lo que seguiremos teniendo será una plutocracia – el gobierno de los ricos, por los ricos y para los ricos -, disfrazada de democracia.
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