El hombre se distingue de los animales por dos rasgos fundamentales: porque tiene la inteligencia en las manos y en los pies, y no en los dientes, y porque se mueve en el espacio exterior, y no en el interior de su especie. El placer elemental del deporte, y del juego en general, tiene que […]
El hombre se distingue de los animales por dos rasgos fundamentales: porque tiene la inteligencia en las manos y en los pies, y no en los dientes, y porque se mueve en el espacio exterior, y no en el interior de su especie. El placer elemental del deporte, y del juego en general, tiene que ver con el dibujo de figuras -con el dibujo del aire mismo- mediante la movilidad de los cuerpos y el intercambio de enlaces redondos entre ellos. La pelota, como el buril o las pinzas, revela la destreza (y ezquerdeza) de nuestras extremidades. La pelota, como la voz, como los signos escritos, une y separa dos cuerpos, pero no dice nada; sólo habla precisamente de esta unión y de esta separación; traza y afirma el milagro de la distancia. Antes de las rivalidades, las filiaciones y las marcas, está la belleza inútil que las hace posibles: la delimitación del campo, la felicidad euclidiana de los triángulos, el erotismo objetivo de las parábolas, la comparecencia de un segmento líquido entre dos cuerpos. El balón no es un objeto de disputa sino un lápiz; y la red que lo retiene, cuando traspasa el palo, es la revelación cromática de la perspectiva. ¿Qué produce un partido de fútbol? Ni trigo ni hierro ni lana. Produce -anchura, altura, profundidad- imágenes del espacio.
En la antigüedad los hombres tenían cuerpo y alma, y exponían uno mientras trataban de proteger y salvar la otra. Ahora tienen cuerpo e imagen, que es algo así como su alma por fuera. Sagrada para la mayor parte de las culturas, la «figura» ha hecho siempre visible el espíritu, borroso dentro de la carne, de manera que no sólo Dios se materializaba en ciertas imágenes convencionales sino que la dignidad misma del hombre se concentra, y se vulnera, a la altura del rostro, donde la personalidad adquiere una forma individual irreemplazable. El milagro de la fotografía ha conseguido no sólo exteriorizar definitivamente el alma sino además reproducirla, al menos potencialmente, hasta el infinito, en innumerables copias que acaban siendo más verdaderas que el original mismo. Ahora el dólar no está respaldado por el oro y la figura no está respaldada por el cuerpo. El alma puede revelarse y brillar en todas partes, para todos los hombres por igual; puede vulnerarse y degradarse también en todas partes, la de todos los hombres por igual.
Una economía imaginaria es sobre todo una economía que manipula, multiplica, comercializa las imágenes. El mercado capitalista ha conseguido combinar y corromper estas dos maravillas: compra y vende la tridimensionalidad del mundo, que es patrimonio de todos, y compra y vende las almas fotográficas, depósito de la dignidad humana. El resultado es ese gran negocio que seguimos llamando en Europa, por una singular homonimia, deporte. Un informe elaborado por la consultora internacional Deloitte & Touche, División Corporate Finance, asegura que el fútbol mueve todos los años más de 500.000 millones de dólares, tres veces el PIB de la Argentina. ¿De dónde sale tanto dinero? De los derechos de televisión y de los derechos de imagen de los jugadores; es decir, del monopolio de la geometría de Euclides y de la multiplicación de las almas de los deportistas; de la privatización de la anchura, la longitud, la profundidad -como dimensiones del espacio- y del robo ignominioso de la visibilidad humana. Unas pocas empresas -clubes deportivos y firmas de marketing- se han apoderado, por así decirlo, de todos los huecos y todas las esferas y han secuestrado todas las miradas.
Hace dos semanas vendieron en Europa a un esclavo llamado Cristiano Ronaldo. En uno de sus libros, Fernando Ortiz incluye los precios de los esclavos negros en 1790, según anunciaban sus dueños en un periódico de La Habana: una negra de 24 años, robusta y sana, sin tachas ni enfermedades, podía costar 300 pesos; un «negrito retinto, criollo, de 16 años, sano y listo» 500; una buena cocinera, «humilde u fiel, sana y sin tacha», hasta 950. Al Real Madrid -multinacional del deporte imaginario- el esclavo Cristiano Ronaldo le ha costado 94 millones de euros; es decir, 130 millones de dólares. Es el récord. Zidane había costado 76 millones; Kaká 66; Figo 61; Buffon 47. Dicen que Cristiano Ronaldo juega bien al fútbol y mete muchos goles. No sé si un gol vale algo más que el placer muy grande de meterlo y el no menor de verlo meter, pero a ese precio yo exigiría al esclavo Ronaldo que metiese al menos dos millones de goles en los próximos tres años. Ahora bien, es que el Real Madrid no lo ha comprado para eso; no ha comprado la inteligencia de sus pies ni su talento para excavar anchuras imposibles. De ahí no podría jamás extraer ningún valor añadido, ninguna ganancia adicional. Ha comprado todas sus posturas, todos sus gestos, todas sus miradas, todas sus muecas, todos sus besos, todos sus placeres, todas sus figuras; ha comprado la forma de su cuerpo, y todas sus comparecencias públicas, con todas las copias y reproducciones que de ellas se puedan hacer. El real Madrid lo ha comprado infinitas veces y por lo tanto lo ha comprado muy barato. El esclavo Ronaldo se ha vendido infinitas veces y para celebrarlo se ha ido a Los Angeles y en un club de Hollywood, en una sola noche, se ha gastado 17.000 euros (25.000 dólares) en alcohol.
Los otros equipos de fútbol han acusado al Real Madrid de «dinamitar el mercado» y provocar una «inflación» en el precio de los esclavos. Algunas personas sensibles, por su parte, han recordado todas las vidas que podrían salvarse con esa obscena cantidad de dinero. A mí, personalmente, más que la cifra sideral despilfarrada -y que sólo existe allí donde se reproduce y se agota- me preocupa que encontremos gusto en eso, que nos resulte tan apetecible, tan admirable, tan digna de imitación, la suerte del esclavo. Los antiguos (cuya lógica es también la de los revolucionarios de todas las épocas y todos los países) exponían su cuerpo y protegían su alma; los modernos europeos, al contrario, protegen por todos los medios sus cuerpos, incluso a expensas de los demás, y hacen todo lo posible por vender sus almas. El que no lo consigue -aunque sea a precio de saldo- es un idiota y un fracasado.