Hace más de 200 años Alexander von Humboldt viajó por el Caribe y lo que más tarde serían México, Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú. Sus escritos son maravillosos, «materialistas» en el mejor sentido de la palabra y, por lo tanto, multidimensionales, incorporando elementos de la economía, la naturaleza y la sociedad en un todo orgánico […]
Hace más de 200 años Alexander von Humboldt viajó por el Caribe y lo que más tarde serían México, Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú. Sus escritos son maravillosos, «materialistas» en el mejor sentido de la palabra y, por lo tanto, multidimensionales, incorporando elementos de la economía, la naturaleza y la sociedad en un todo orgánico y fascinante. Esas cualidades, combinadas con un estilo literario franco y «contemporáneo» (el viajero prusiano registró sus experiencias con urgencia porque consideró que podría morir de alguna enfermedad tropical) explica en cierta medida que hoy persista el interés en sus escritos. Sin embargo, es necesario reconocer un elemento adicional para explicar plenamente por qué hoy perdura el entusiasmo por el viejo Humboldt en América Latina. Aunque nos cueste reconocerlo, este elemento es que muchos, incluso la mayoría de los intelectuales latinoamericanos se identifican aún hoy día con el extranjero y siguen mirando a sus países desde la perspectiva del de fuera .
Esta alienación y distanciamiento -que se encuentra no sólo en los intelectuales de oficio sino también en los ciudadanos comunes cuando son intelectuales- es lo que hace al explorador Humboldt mucho más cómodo que, por ejemplo, los pensadores endógenos y casi olvidados Simón Rodríguez o Eugenio Espejo. Así que observar, indagar y hasta prescribir como puede hacer un viajero son funciones que se asumen fácilmente, pero buscar los resortes centrales de la sociedad en la que uno mismo participa suele quedar al margen del discurso. Uno recuerda la célebre caracterización que hizo Karl Mannheim de la inteliguentsia como «libremente flotante»; independientemente de la universalidad de esta definición, en América Latina encontramos que el carácter flotante se expresa con mayor crudeza y más inmediatez.
Caso claro del desv í nculo de la intelectualidad en la actualidad es que frente a la grave situación venezolana -crisis económica, sanciones de EEUU, bajada drástica del precio del petróleo- los intelectuales tienden a dedicarse a exponer unicamente «lo que hay que hacer». Proponen medidas, a veces correctas y necesarias, como la centralización y el control de las importaciones y recortar el suministro de dólares para empresarios y banqueros, pero como visitantes a su propio país lo que «olvidan» es poner los pies sobre la tierra para prestar atención a la cuestión trascendente de cómo o con qué fuerzas y aliados se pueden llevar a cabo las propuestas. En escritos anteriores -apoyándome en la definición que hace Carl Schmitt de lo político como categoría que abarca la lucha de amigos (colectivos) contra enemigos (colectivos)- he caracterizado este fenómeno como «el ocaso de lo político».
Esta alienación de la intelectualidad -que es lo mismo que la imposibilidad de ir desde el qué hacer al cómo hacerlo y con quién que podría llamarse, quizás injustamente, el Síndrome Humboldt*- suele complementarse con lamentos sobre el problema cultural . Esta idea merece un cuestionamiento profundo porque es una pieza clave en el ideario implícito del intelectual enajenado. El problema cultural es un topos algo ambiguo: apunta a la carencia de disciplina en el trabajo, el inmediatismo y la desorganización, a menudo encerrando elementos racistas o clasistas apenas disfrazados. Según la forma enajenada de contemplar las cosas que estamos cuestionando, el problema cultural representa el principal obstáculo a la realización de lo que hay que hacer (la prescripción de los intelectuales). Lo que observamos aquí es cómo, después de borrar la categoría de lo político y las luchas del presente y del pasado -que efectivamente podrían hacer que la cultura no sea un artefacto o mito, formando así un puente entre la cultura y el proyecto- nos quedamos con una dicotomía simplista: por un lado, un conjunto de ideales lejanos y abstractos y por otro lado una cultura estática y «problemática». Sólo hay que mirar en la historia latinoamericana para ver cómo romper el nudo gordiano de esta dicotomía entre proyecto abstracto y problema cultural: se cuenta que el joven Simón Bolívar estuvo presente en una tertulia parisina cuando Humboldt opinó que América Latina estaba madura para la independencia pero carecía de la persona capaz de llevarla a cabo (se supone que el prusiano vio un gran problema cultural entre los criollos). A ésto, el futuro Libertador, que aguantó el discurso en silencio, daría una respuesta esencialmente política en acciones y gestos que siguen hablando siglos más tarde…
Pero volvamos al tema de la cultura: si bien las ciencias sociales, cuando llevan a cabo análisis de clase, tienden a cosificar las clases sociales en la medida en que s e las divorcia de la cultura (esta es una forma abreviada de describir lo que E.P. Thompson trató de superar en escritos como La formación de la clase obrera en Inglaterra ), también ocurre lo contrario: la cultura se convierte en estática e inevitablemente «problemática» cuando está divorciada del proceso de lucha de clases y de la política. En el caso que nos concierne, la cultura de la clase trabajadora venezolana es un producto histórico forjado en la lucha contra el colonialismo y más tarde contra el imperialismo y la oligarquía local. Así se comete un grave error cuando se sacan de contexto características culturales como el rechazo al trabajo y el inmediatismo. Tomando en préstamo los términos de Eldridge Cleaver, la cultura venezolana es «parte de la solución» y no «parte del problema».
Debemos ver la cultura venezolana en el contexto de la historia de la lucha de clases. Correctamente entendida, la cultura local antitrabajo es una resistencia al trabajo . Pero esta cultura no resiste cualquier tipo de trabajo. La sociedad venezolana es aún joven y fue formada bajo la experiencia del colonialismo esclavista y el neocolonialismo petrolero; por lo tanto en ella hay resistencia al trabajo que se impone mientras que el trabajo que es claramente propio -las tareas domésticas, las cayapas comunitarias, la elaboración de la belleza personal o el arte y la música, para tomar sólo algunos ejemplos- se aborda con entusiasmo y tenacidad sin par. Creo que el Presidente Chávez mostró su conciencia sobre la resistencia local al trabajo impuesto y alienado cuando se esforzó por impulsar la autoorganización en las empresas recuperadas y la democracia participativa como formas de desenajenar el trabajo. Tal vez el problema fue que Chávez no tuvo la disposición de ir más lejos y no confió suficientemente en la gente.
Haríamos bien en recordar que la gesta de la independencia desató una fuerza arrolladora cuando Bolívar -relativamente tarde en su trayectoria- descubrió los más potentes motores en las clases oprimidas de su momento: la posibilidad de la emancipación para los esclavos y la tenencia de la tierra para los llaneros. En el proceso actual de emancipación urge descubrir resortes similares; lo contrario implicaría que un conjunto de ideales desterritorializados, quiméricos -y, por qué no, «humboldtianos»- seguirían convocándonos sin saber cómo alcanzarlos. No hay duda de que es un gran desafío porque ésto requiere de una mirada profunda y desde dentro de la sociedad, pero es lo único que podría permitir a la Venezuela bolivariana su muy necesaria hora de «Vuelvan Caras» en el 2015.
* Injustamente, porque hay un aspecto poco conocido de Humboldt que es su trabajo clandestino como conspirador en contra de la España colonialista.
Chris Gilbert es profesor de Estudios Políticos en la Universidad Bolivariana de Venezuela.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.