El desarrollismo es la religión de la periferia capitalista. Nace de la promesa del progreso para todas las clases sociales bajo el régimen del capital a escala mundial y no es sencillo escapar de su poder de seducción porque se trata de una ideología que puede, en determinadas fases, presentar cierta base material. Brasil no […]
El desarrollismo es la religión de la periferia capitalista. Nace de la promesa del progreso para todas las clases sociales bajo el régimen del capital a escala mundial y no es sencillo escapar de su poder de seducción porque se trata de una ideología que puede, en determinadas fases, presentar cierta base material. Brasil no es una excepción. Pero no puede sostenerse de manera indefinida ni jamás cumplir la promesa de un reino de la felicidad, y mucho menos de la abundancia, en el planeta tierra. De hecho, ni siquiera puede cumplir la promesa de garantizar para las mayorías las condiciones mínimas necesarias para la reproducción digna de la vida, como bien lo demuestra la crisis estructural del sistema capitalista, particularmente intensa en los países centrales.
Se podría pensar que nadie sería capaz de olvidar jamás las enseñanzas históricas pero, más allá de las frustraciones anteriores, suele suceder que las clases bajas vuelven a creer que el crecimiento económico puede ser eterno y que es posible que se mantengan de manera prolongada tasas bajas de desempleo. Es la «amnesia social» que afecta a las grandes mayorías de la periferia capitalista. Más allá del optimismo ingenuo o interesado que actualmente sufrimos, es posible observar que el «nuevo desarrollismo» padece de los mismos males del «viejo desarrollismo», aunque el más antiguo tenía incluso mayor capacidad política y formulación teórica que el actual.
La economía política muestra que el sistema capitalista reserva un papel estratégico para su periferia. Es la responsable de dos mecanismos importantes, decisivos de hecho, para su funcionamiento global: la transferencia de valor de la periferia hacia el centro y la sobreexplotación de la fuerza de trabajo. No fue sencillo identificar estos dos mecanismos básicos de la economía política contemporánea y ni siquiera las corrientes más extendidas del socialismo (reformismo socialdemócrata y comunismo) aceptan la transferencia de valor y la sobreexplotación como leyes inexorables del funcionamiento sistémico.
Tanto es así que una parte de la izquierda apoya decididamente el «nuevo desarrollismo», ya sea porque piensa que no existe una alternativa viable a corto o medio plazo o porque cree que el desarrollismo es la única vía hacia el socialismo. Aunque se presenta como «realista», es evidente que se trata de una falsa alternativa que, precisamente por ello, merece la crítica.
Las ciencias sociales en América Latina cuentan con una larga tradición en la crítica al desarrollismo, especialmente las vertientes marxistas. Ocurre que no pocas veces las corrientes o movimientos sociales abandonan un diagnóstico correcto porque consideran que no existe una correlación de fuerzas favorables para cambiar. Es un error común y fatal: someter nuestro diagnóstico de la dinámica de la crisis actual a las limitaciones de la correlación fuerzas entre las clases sociales no cambiará para mejor nuestra situación. Además, más temprano que tarde llevará al error en las opciones prácticas que todo movimiento social tiene que tomar.
Obstáculos para el nuevo desarrollismo
Es necesario identificar, en primer lugar, la base real del optimismo burgués que impulsa el «nuevo desarrollismo». En los últimos años, y al contrario del comportamiento básico del sistema, los términos de intercambio fueron favorables a la periferia: el alza de los precios de la minería y de los productos agrícolas permitió un ingreso adicional a los países periféricos que no existía en los períodos anteriores.
Sin embargo, hay que resaltar dos aspectos decisivos. dos aspectos decisivos. El primero es que tal fenómeno consolidó una posición notoriamente adversa de los países periféricos en la división internacional del trabajo. Se renunció a avanzar hacia las fases más importantes de la industrialización, es decir, las fases en donde se concentra la disputa científico-técnica y la multiplicación de la capacidad de producir con menor gasto de fuerza de trabajo.
Las pérdidas económico-financieras de esta renuncia son extraordinariamente más importantes que los dólares que entraron gracias a la subida de los precios de las materias primas agrícolas y minerales. Por otro lado, no existe garantía de que los precios mantengan esta tendencia al alza por mucho tiempo. Más allá de la famosa «demanda china», hay buenas razones para suponer que la especulación de precios y su administración monopólica constituyen las razones fundamentales para este comportamiento reciente y, también, para prever que se volverá a la tendencia histórica de precios bajos.
La característica fundamental de la economía dependiente no es, como pensaban los desarrollistas cepalinos [1] de los sesenta y los defensores actuales del orden burgués, el deterioro de los términos de intercambio, sino el intercambio desigual que se debe a la transferencia de valor de la periferia hacia el centro del sistema bajo múltiples conceptos que superan con creces el alza eventual de los precios de las materias primas minerales y agrícolas (commodity). La economía política latinoamericana identificó un fenómeno real, el deterioro de los términos de intercambio, pero no logró establecer que éste no puede compensar, incluso siendo positivo, las transferencias por otros conceptos (royalties, intereses de la deuda externa e interna, administración monopólica de los precios, préstamos inter-firmas, etc.), que son lo que realmente decide la suerte del siempre precario equilibrio del balance de pagos de los países de la periferia.
Es por ello que el llamado «neodesarrollismo» o «nuevo desarrollismo» no puede cumplir la promesa burguesa en la periferia capitalista. Las transferencias de valor de la periferia del sistema hacia el centro son tan importantes que contrarrestan con creces la eventual (y sin duda pasajera) mejoría en cuanto a los términos de intercambio.
Deuda vs. programas sociales
Hay dos indicadores muy sencillos para impedir el paraíso terrenal en la periferia capitalista. El crecimiento de la deuda interna (proceso iniciado en fines de los años ochenta) es, de hecho, el fenómeno más relevante para la acumulación de capital en América Latina: todas las fracciones del capital (financiero, comercial, industrial, agrario) se benefician directamente del gran endeudamiento. En Brasil nada puede ser más expresivo de esta regla básica de la economía política burguesa: precisamente durante la fase «desarrollista», los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2010) y Dilma Rousseff (desde 2011) han transferido miles de millones de reales de impuestos al pago de intereses de la deuda interna.
En el último año de su gobierno, Lula destinó el 40 por ciento de la recaudación fiscal a la deuda; Dilma, en su primer año, el 44 por ciento y, en el segundo, el 45,05 por ciento de toda la recaudación. El porcentaje destinado a la vivienda (principal programa del actual gobierno) recibió apenas el 0,16 por ciento de la recaudación y no se invirtió nada en 2011. Doce millones de familias se quedan sin vivienda y no hay razón para suponer que se vaya a reanudar pronto este programa. ¿Puede alguien puede creer que con semejante política económica las gravísimas cuestiones sociales del país se solucionarán?
El segundo indicador es la fuertísima explotación de la fuerza de trabajo, es decir, el hecho de que en Brasil el 76 por ciento de la población económicamente activa gana hasta tres salarios mínimos. El Departamento Intersindical de Estatística e Estudos Socioeconômicos (DIEESE) calcula que el salario mínimo necesario es de casi 2.300 reales, pero el gobierno anuncia que será de 6222. Este profundo contraste impide la constitución de un mercado interno de masas, razón por la cual no pasan de ideología los discursos sobre la «nueva clase media» brasileña. Ningún intelectual o periodista de los que todos los días publican textos sobre este supuesto nuevo fenómeno estaría dispuesto a sumarse a la «nueva clase media».
Según el Instituto de Pesquisa Econômica Aplicada (IPEA), el diez por ciento de la población posee el 75,4 por ciento de la riqueza del país. El presidente del IPEA, el economista Márcio Pochmann, afirmó que «más allá de los cambios políticos, las desigualdades estructurales siguen sin cambio» en Brasil. Durante un breve período del segundo gobierno Lula algunos sindicatos lograron aumentos de salario por encima del aumento de la productividad, pero fueron muy modestos y excepcionales. En la actualidad nadie recuerda de este período, marcado una vez más por la «austeridad». En el país no se da un crecimiento permanente del ingreso o, por lo menos, un crecimiento al ritmo del aumento de la productividad de la industria, razón por la cual es imposible suponer que se desarrollará un mercado interno de masas capaz de eliminar la pobreza extrema y la desigualdad de clase que marcan las formaciones sociales latinoamericanas.
Estabilidad y pacto de clases
Es necesario entender que la estabilidad de los gobiernos de Lula da Silva y Dilma Rousseff es producto del pacto de clases que sostienen los gobiernos de la República desde 1994, es decir, del pacto que mantuvo ya Fernando Henrique Cardoso. De hecho, el llamado Plan Real (1994- 1998) no solamente dio la victoria electoral a Cardoso frente a Lula ya en la primera vuelta de los comicios presidenciales, sino que estableció el nuevo pacto de clases que gobierna el país desde entonces.
La «magia» de Lula después de dos derrotas de Cardoso consiste, precisamente, en adoptar como programa del Partido dos Trabalhadores (PT) y sus aliados las directrices de política económica emanadas de aquel pacto. Agregó, obviamente, la «dimensión social», es decir, la legitimidad de Lula, del PT y de las organizaciones sociales que lucharon durante más de una década en contra de la política neoliberal. Es necesario decir que Cardoso (su candidato era José Serra) no tenía posibilidad de vencer a Lula en 2002 porque el programa de privatizaciones, de endeudamiento del Estado, de apertura de la economía nacional al capital internacional y de la llamada «precarización de la fuerza de trabajo» ya estaba completo. El desgaste político y social del programa del grande capital era enorme y Lula vencería los comicios incluso sin hacer concesiones estratégicas a las clases que formaban el pacto de 1994.
Cuando Lula asumió aquel programa y tuvo a su favor los vientos favorables de la economía mundial capitalista pre-crisis, fue posible incluir bajo «control electoral» a amplios sectores sociales, que recibieron migajas en la forma de programas sociales más o menos amplios y consistentes. Así, Lula incorporó al pacto a los sectores sociales «desorganizados», es decir, a la amplia masa de trabajadores y trabajadoras. En definitiva, Lula prestó la legitimidad de la «cuestión social» a la política del gran capital. Los precios favorables de las exportaciones permitieron que algo del gran festín burgués también llegara a la mesa de las clases bajas. Admitir esta mejoría relativa no significa reconocer que los cambios estructurales estén finalmente a la vuelta de la esquina como insiste el neodesarrollismo y sus defensores.
Hay que reconocer que el viejo desarrollismo también suponía un pacto de clases, en el que los trabajadores y trabajadoras se sumaban a los intereses de la clase dominante bajo garantías políticas y sociales: tenían fuerza política organizada y se beneficiaban de políticas de empleo e ingreso relativamente amplias. La presión organizada de los sindicatos y las políticas de inspiración keynesianas pretendían, mucho más que las medidas sociales que actualmente existen, políticas basadas en el trabajo formal, reconocimiento de derechos elementales (seguridad social, vivienda y reforma agraria limitada, por ejemplo). Este contraste real no legitima el viejo desarrollismo, pero permite analizar con mucho más sobriedad los resultados pretendidamente mejores del «nuevo» y restar entusiasmo a sus defensores.
Dictaduras, «necesidad histórica»
En los dos casos históricos (el viejo y el nuevo desarrollismo) hay dos obstáculos insuperables para una economía periférica: enfrentar el tema de la soberanía nacional, por una parte, y la llamada «cuestión social», por otra. Estos límites estructurales no impiden el apoyo o la simpatía hacia medidas económicas y sociales orientadas a combatir la pobreza extrema y la indigencia, pero tampoco pueden ocultar que nunca los dueños del poder acumularon tanta riqueza como en la actualidad.
Poco a poco, las clases bajas descubren en América Latina que el recurso a las dictaduras fue una necesidad histórica de las clases dominantes cuando el nivel de conciencia y las protestas crecieron hasta poner el orden dominante en jaque. Descubren, también, que las democracias pueden ser tan útiles como sistema de dominación para las clases dominantes como en su tiempo lo fueron las dictaduras. No se pueden defender las conquistas actuales como si estuviésemos amenazados de volver a la Edad Media por decisión de los poderosos de siempre. Solamente la experiencia de lucha que se desarrolla en cada coyuntura, el acumulado político y la conciencia histórica es la garantía de que están, de hecho, pariendo un mundo nuevo.
Nildo Ouriques es economista, profesor en la Universidad Federal de Santa Catarina y miembro del Instituto de Estudios Latinoamericanos (IELA-UFSC).
Este artículo ha sido publicado en el nº 51 de Pueblos – Revista de Información y Debate – Segundo Trimestre de 2012
Nota:
[1] CEPAL, Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Ver: www.eclac.org.