Bolsonaro es el representante brasileño de un «autocratismo con sesgo fascista» en el cual la erosión democrática se da a los pocos, llena de vaivenes y distorsiones de los hechos, sin rupturas definitivas, como demostraron las manifestaciones del 7 de septiembre. Ante eso, la oposición democrática necesita usar cualquier espacio disponible para reducir el bolsonarismo a un grupo de lunáticos aislados, sostiene el autor en este artículo.
El pasado mismo nunca regresa, pero sus truenos y relámpagos continúan resonando y brillando en el tiempo. A principios de 1932, León Trotsky, entonces exiliado a la isla de Prinkipo, cerca de Estambul, publicó un análisis de la situación alemana. En él, advirtió del peligro que suponía el partido Nacionalsocialista, que había obtenido el 18% de los votos en las elecciones anteriores y juraba, cuando le convenía, respetar la Constitución.
Ante las dudas, particularmente de la socialdemocracia (la mayor bancada del parlamento alemán), sobre si los nazis pasarían a la acción violenta, Trotsky escribió: “Bajo la cobertura de la perspectiva constitucionalista, que adormece a los adversarios, Hitler quiere conservar la posibilidad de dar el golpe en el momento oportuno”.
Convencido del diagnóstico, el autor, de quien incluso Winston Churchill, a pesar de sus durísimas críticas, reconocía una aguda inteligencia, afirmó que el único remedio sería la formación de un frente que reuniera a comunistas y socialdemócratas, enemigos jurados desde 1918, teniendo entre ellos nada menos que los cadáveres heroicos de Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht. Sin bloquear el avance del nazismo, las organizaciones de la clase trabajadora, y con ellas la República de Weimar, serían desmanteladas, alertaba el revolucionario ruso.
En Brasil, casi un siglo después, Jair Bolsonaro no es fascista, el gobierno ya pertenece a la extrema derecha y el putsch del 7 de septiembre dio a luz a un ratoncito domesticado. ¿Por qué, entonces, recordar un texto nonagenario, escrito en uno de los peores inviernos europeos? ¿Por qué traer recuerdos funestos a este final de invierno lleno de sol y pacificado por el procónsul Michel Miguel Elias Temer Lulia?
Las analogías entre épocas deben tomarse cum grano salis. Ninguna conexión punto a punto funciona para pensar en coyunturas específicas, pero un elemento común entre el marco de antaño y el actual es la técnica que utiliza Bolsonaro para engañar a los demás actores en el escenario.
Benito Mussolini, protagonista de la Marcha sobre Roma, inventó una especie de bufonería, después adoptada por Hitler, que, mezclando deliberadamente lo ridículo y lo amenazador, esquivaba la racionalidad a través de la cual opera la política común. Como resultado, comprender el panorama requirió dosis adicionales de inversión intelectual. Trotsky registra, por ejemplo, que el Partido Comunista Italiano (PCI) “no discernía las características particulares del fascismo” y, “excepto Gramsci” (otro analista excepcional), no sabía que había “un fenómeno nuevo, que todavía estaba en el proceso de formación”.
Aquí está el problema. Bolsonaro es parte de una constelación global en desarrollo que nadie sabe a dónde conducirá. Tiene rasgos fascistas, pero no es una nueva versión del antiguo fascismo italiano y alemán. Por eso, propongo llamarlo, provisionalmente, “autocratismo con sesgo fascista”. La fórmula, un tanto incómoda y que quizás necesite ser modificada más adelante, pretende contribuir a una comprensión, que es urgente, del momento brasileño.
Los líderes autocráticos del siglo XXI percibieron que podían utilizar las redes sociales para operar desde una especie de “juego de rol” permanente, en el que la fantasía y la realidad se mezclan, confundiendo todo y a todos. El filósofo Rodrigo Nunes explicó, en un artículo en la Folha de S. Paulo, cómo la alternative right, a la que se aliaron Trump y Bolsonaro, “descubrió las ventajas de asumir la posición de una de las figuras centrales de la cultura contemporánea: el troll”. Para escribir este artículo, aprendí que “troll”, en Internet, es algo así como lanzar cebo para atrapar muggles.
La clave para entender el trolling es que busca “introducir ideas ´polémicas´ y ´controversias’ en el debate público de forma irónica, humorística o con cierta distancia crítica, manteniendo siempre la duda sobre cuánto hay allí de divertido o de verdadero”, dice Nunes.
Por tanto, la cuestión de si hay riesgo de golpe de Estado por parte de Bolsonaro no puede responderse de forma inequívoca. Trump “jugó” con la idea de un golpe hasta su último día en la Casa Blanca. Como sonaba estrambótico en la cuna de la democracia moderna, nadie lo creía. Luego, el 6 de enero de 2021, el presidente agitó a las huestes reunidas en Washington, entre las que había gente disfrazada de vikingos, contra el Capitolio. ¿Divertimento de un estafador o tentativa de golpe verdadero? Una mezcla fatal, porque, ocupado el Congreso de los Estados Unidos durante cuatro horas, tuvo que ser defendido a balazos, costando cinco vidas.
En el lenguaje cotidiano, la chispa de la imaginación totalitaria que está produciendo tanta confusión se conoció como posverdad, una palabra que atrajo la atención internacional en 2016, cuando se produjo el Brexit y la victoria de Trump. Si, lamentablemente, el escenario global ya estaba contaminado por narrativas inverosímiles, como, por ejemplo, que hubo armas de destrucción masiva en Irak en 2003, la utilización organizada de inventos troll para movilizar masas constituyó un salto, digno de los fenómenos patológicos señalados por Gramsci en su Cuadernos de la Cárcel de 1930 para referirse al fascismo.
La posverdad corresponde a una comunicación en la que se ignoran los hechos, a favor de versiones, no importa cuán apartadas estén de la realidad. Partiendo del principio de que se pueden cometer distorsiones inconmensurables, sin castigo, los personajes posverídicos se otorgan el derecho de hablar literalmente cualquier cosa. Está implícito que lo que importa no es lo que ellos dicen, sino quién lo dice, pues se trata, siempre y sólo para reforzar su propio poder, comenzando por garantizarse estar en el centro de la noticia.
Como todo mecanismo socialmente eficaz, la posverdad se nutre de un aspecto central de la existencia humana: la inexistencia de objetividad absoluta. En otras palabras, siempre hay un margen de incertidumbre sobre lo que sucede. Sin embargo, existen aproximaciones razonables a la verdad, es decir, posibles grados de objetividad, como pronto aprenderá cualquier periodista serio comprometido con la ética de la profesión. Ésta es una de las razones por las que los autócratas libran una guerra privada contra la prensa noticiosa, que debe lidiar sistemáticamente con patrones de objetividad y control sobre la misma.
El repudio a la información confiable es un rasgo del autocratismo en marcha, ya que tiene que distorsionar los hechos hasta el punto de enloquecer al público. Según Theodor W. Adorno, “los llamados movimientos de masas de estilo fascista tienen una relación muy profunda con los sistemas delirantes”.
La Escuela de Frankfurt percibió que, aunque la raíz del fascismo se encontraba en el modo de producción capitalista, su eficacia como movimiento político dependía de alcanzar los rasgos inconscientes de los individuos. La hábil propaganda nazi activó un profundo deseo de castigar a los chivos expiatorios, canalizando contra ellos una rabia que surge del progreso de la sociedad, sentido como adverso y peligroso.
Envueltos por esa publicidad enloquecedora, uno podría imaginar, de una manera muy simplificada, que los adherentes a Bolsonaro creen ser parte de un pueblo oprimido, cuya “libertad” está amenazada por una coalición que va desde Lula hasta el Supremo Tribunal Federal (STF), pasando por China y Faria Lima [1].
Es una visión sin pie ni cabeza, ya que tal coalición no existe y las fuerzas mencionadas son ajenas entre sí, si no opuestas. Al contrario: el que quiere acabar con la libertad es el bolsonarismo, que pide una intervención militar para instaurar una dictadura en el país. Sin embargo, una vez que se internaliza el delirio, es inútil intentar aclararlo.
Ahí el peligro representado por el 7 de septiembre de 2021, la primera ocasión en que el autocratismo con sesgo fascista demostró su capacidad para movilizar masas en Brasil. Para ellos, la “prueba” del autoritarismo del “sistema” Lula-China-Faria Lima-STF estaría en las prisiones decididas por el ministro Supremo Alexandre de Moraes.
La detención más importante alcanzó al exdiputado Roberto Jefferson, presidente del Partido Trabalhista Brasileño (PTB), a mediados de agosto. Jefferson fue detenido porque, en lenguaje abierto y posteos en los que aparecía armado, pidió a las Fuerzas Armadas que apoyaran una intervención en el STF, además de amenazar con que “si no hay voto impreso (…), no habrá elecciones el próximo año. ¿Trollagem?
Desde ese punto de vista, la conmemoración inaugurada en el Día de la Patria no fue por los dos siglos de la Independencia de Brasil, sino por el centenario de la Marcha sobre Roma, que, en octubre de 1922, reunió a fascistas de toda Italia para presionar, con éxito, al rey Vitor Emanuel III y nombrar primer Ministro a Mussolini. Con la diferencia significativa de que la marcha troll sobre São Paulo fue sólo el comienzo de un ciclo de movilización contra las elecciones del próximo año.
Poco después de incitar a sus seguidores a la desobediencia civil, Bolsonaro aparentemente se echó atrás, alegando respetar la Constitución. El fascismo inventó también una forma sibilina, adoptada por los líderes autocráticos actuales, de naturalizar la ruptura con el estado de derecho. El escritor Stefan Zweig sintetizó cómo funcionaba el método hitleriano. “Una dosis a la vez, y después de cada dosis un breve descanso. Siempre sólo un comprimido y luego esperar un rato para comprobar si no era demasiado fuerte, si la conciencia del mundo podía tolerar esa dosis”.
Trump y Bolsonaro utilizan, consciente o inconscientemente, el arsenal forjado un siglo atrás. A diferencia del fascismo histórico, los autócratas de hoy no tienen, hasta ahora, el objetivo principal de contener un movimiento obrero de izquierda o promover un expansionismo militar, ambos característicos del cuadro posterior a la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, pusieron en marcha artificios con efectos similares.
Las fuerzas auxiliares de los autócratas contribuyen a sofocar la “conciencia del mundo” y naturalizar la corrosión democrática. En general, estos aliados ocasionales piensan que se enfrentan a algo extraño y, por lo tanto, fugaz, que pueden usar y luego descartar. Quizás este sea el caso de los militares brasileños, que mantienen una aterradora ambigüedad sobre el ocupante del Planalto. Por un lado, participan activa y abiertamente del mandato, hasta el punto de no estar seguros si éste es del presidente o de los uniformados. Por otro lado, parecen respaldar entre bastidores que los grupos más enloquecidos de la galería bolsonarista sean reprimidos por el STF. Para una mayor “tranquilidad” del establishment civilizado, siempre cuando se les consulta en off, oficiales en servicio activo dicen que no se adhieren a las aventuras.
La misma duda se puede observar por parte del Centrão, grupo decisivo del Congreso Nacional. Por un lado, sostiene a Bolsonaro, con el presidente de la Cámara de Diputados bloqueando de manera decisiva los pedidos de juicio político en su contra. Por otro lado, rechaza la aprobación del voto impreso, que instrumentalizaría Bolsonaro para socavar las elecciones de 2022. Recuerda en esto al Partido Republicano de Estados Unidos, que derrotó el impeachment contra Trump en el Senado, pero no aceptó participar del putsch vikingo contra la nominación de Biden.
Una oscilación similar se observa en el medio burgués. Si bien una parte del gran capital señala que está en contra de Bolsonaro – un lugar que sus similares estadounidenses también ocuparon en relación con Trump – franjas del agronegocio, el sector de servicios y las pequeñas y medianas empresas continúan simpatizando con el “bolsonarismo”. La guerra de manifiestos empresariales que tuvo lugar hace unas semanas lo demuestra.
Hannah Arendt cuenta que la burguesía alemana pretendió instrumentalizar a Hitler. Cuando se dio cuenta de que estaba sucediendo lo contrario, ya era demasiado tarde. ¿Cuándo, finalmente, será “demasiado tarde” aquí? Para esa pregunta del millón de dólares no hay respuesta.
El autoritarismo sigiloso, bien descrito por Adam Przeworski, está erosionando lentamente la democracia, sin rupturas definitivas. Es un proceso “lento y constante”, en el que la erosión, liderada por funcionarios electos, ocurre en gran medida dentro de la ley y está llena de altibajos. Usa las brechas legales disponibles para restringir la libertad de expresión, cambiar la composición de los órganos judiciales, alterar las reglas del sistema electoral, desorganizar el Estado, prohibir o dificultar las asociaciones, atemorizar a los opositores, espiarlos, enjuiciarlos, arrestarlos, agredirlos físicamente, etc.
Cuando hay un escándalo, retroceden. Luego comienzan de nuevo. El “golpe” de Trump consistió en presionar a las instituciones -primero las mesas electorales y después al Congreso- para que reconocieran que había habido fraude en las elecciones y que él sería el verdadero ganador. Al no lograrlo, cedió terreno, pero incluso fuera de la presidencia no desistió.
Por tanto, la sociedad no debe correr riesgos. La oposición democrática debe utilizar cualquier espacio disponible para resistir, tapar y reducir el autocratismo a una franja lunática y aislada.
En Hungría, donde la autocracia de Viktor Orbán, con más de una década en el poder, ha avanzado hasta el punto en que el Parlamento Europeo denuncia “un claro riesgo de grave violación de valores”, la oposición de centroizquierda ganó las elecciones de Budapest en 2019, derrotando al partido oficial. En Turquía, donde el Parlamento Europeo se ha declarado “empeñado en incluir la condicionalidad democrática”, las protestas estudiantiles a principios de 2021 derrocaron al rector de la principal universidad del país designado por el presidente Recep Tayyip Erdogan.
En Brasil, la mejor manera de detener el autocratismo sería el impeachment de Bolsonaro. Por tanto, es fundamental crear una unidad activa entre las fuerzas de izquierda, centro y derecha, que, por su lado tienen visiones antagónicas sobre cómo gobernar la nación en el caso de que Bolsonaro sea destituido.
Inmediatamente, por consiguiente, el paso necesario es el reconocimiento mutuo de las profundas diferencias que dividen a este posible frente democrático, especialmente en lo que respecta al programa económico. Sin legitimar las distinciones, la confianza recíproca no se establece y el entusiasmo se desvanece.
El segundo momento sería determinar claramente cuáles son los puntos unificadores, fuera de los cuales es garantizada a todas las corrientes la libertad de seguir con sus respectivos puntos de vista, para ser disputados democráticamente en las elecciones.
“Cada organización continúa bajo su propia bandera y dirección. Cada organización observa en acción la disciplina del frente único”, recomendó Trotsky desde el observatorio turco. A pesar de otras controversias que involucran al personaje, vale la pena meditar sobre uno de los momentos de la historia en el que dio en el clavo.
André Singer, politólogo brasileño, profesor de la USP (Universidad de São Pablo), fue portavoz del primer gobierno de Lula.
Nota de Sin Permiso
[1] Faría Lima: avenida paulista donde funcionan las oficinas de buena parte de los grupos empresarios.
Traducción de Carlos Abel Suárez, para Sin Permiso.
Fuente (de la traducción): https://sinpermiso.info/textos/brasil-entre-lo-ridiculo-y-lo-amenazador
Fuente (del original): https://www1.folha.uol.com.br/ilustrissima/2021/09/apos-marcha-troll-de-bolsonaro-sobre-sao-paulo-democratas-precisam-isolar-direita-lunatica.shtml